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DESDE MI ATALAYA / OPINIÓN

Entre la playa y el cielo

24/08/2023 - 

Como cada mañana durante el veraneo, Julito, nada más despertarse puso el oído, pero no oyó nada, lo que era buena señal. Saltó de la cama y se dirigió al salón de su casa frente al mar, desde cuyo amplio ventanal se veía toda la bahía. Efectivamente, el mar parecía un plato, "calma chicha", como le dijo su abuelita, que ya estaba trajinando en la cocina.

 Abue, porfa, ponme rápida la leche y las tostadas que voy a llamar a mi amigo Félix para irnos a pescar pulpos.

Al poco rato volvió con el gesto torcido y le dijo a su abuela que a Félix se lo había llevado su padre a Orihuela para que estudiase.

- Supongo que su padre lo ha castigado por las malas notas del curso...ves, cariño, el que no cumple con su deber paga las consecuencias -aprovechó para predicarle su abuela.

- Pues me da igual, me iré yo solo a bucear.

- No te vayas solo, sabes que no me gusta, ve a buscar a Gus, a Titi, o a cualquier otro amigo.

- Sí…ahora iré, cuando acabe el desayuno.

Pero mientras apuraba el vaso pensó que estarían durmiendo y, si se demoraba, pronto levantaría el viento de lebeche y movería el fondo y se perdería visibilidad en el agua. Así que salió corriendo, cogió su pincho, sus gafas, su cinto de plomos y sus pequeñas aletas, y se bajó a la playa.

Hacía un día de agosto precioso, con un sol de justicia que poco a poco se levantaba en el horizonte.   Aunque apenas eran las 9 de la mañana, el calor era ya sofocante y, sin embargo, el agua estaba fresquita, ideal para bucear, pensó.

En la cristalina orilla se veía el fondo con nitidez desde fuera del agua. Lo único malo es que a esa hora todavía el sol entra acostado y entre las rocas se hacen claro-oscuros que dificultan la búsqueda de los pulpos. A medio día hay más luz y se ve mejor el fondo, pero casi siempre el viento ya ha levantado y las olas, aunque pequeñas, remueven el fondo arenoso y el agua se enturbia.

Bueno, me iré andando hasta la poza grande y mientras llego el sol irá subiendo, pensó.

La poza grande era como un gran hoyo que se encontraba a unos 50 metros de la orilla, rodeado de secos repletos de algas filamentosas de las que entonces abundaban junto a la costa, y que el listo de su primo, el que estudiaba biológicas en Murcia, decía que su nombre científico era Posidonia oceánica -en referencia a Poseidón, el dios griego del mar, el del tridente.

Finalmente llegó frente a la poza, se abrochó el cinturón de plomos, se calzó sus aletas y, tras los correspondientes escupitajos a los cristales de las gafas, las enjuagó y se las puso. Respiró un par de veces por el tubo recordándose que, si se quiere evitar el incómodo vaho en los cristales, hay que evitar respirar por la nariz, y se metió suavemente en el agua, como con respeto.

Qué maravilla pensó y se sintió vivo, alegre, feliz. La entrada al agua era lo que siempre le había gustado más, sentir que su piel se hacía una con la fresquita agua y con la esperanza de visualizar cuanto antes algún pulpo escondido tras algunos guijarros en su cueva. Y miró alrededor, en horizontal, hasta donde alcanzaba su vista y se perdía el mar infinito. Y se sintió parte de él, como en casa. Observó los grupos de mabres con sus bonitas rayas que a él se le antojaban como cebras marinas, y los tímidos raspallones, con su negra mancha junto a sus colas y sus grandes y tontos ojos.

Definitivamente ese era su mundo, se sentía como pez en el agua, le encantaba oír el singular ruido que hacía el aire al entrar y salir del tubo cuando respiraba. A veces, creyendo que así sería menos detectable, mantenía la apnea cuanto podía para avanzar en superficie en silencio y luego, cuando divisaba una gruta, un recodo, o simplemente una piedra grande bajo la que se podía esconder un pulpo, se sumergía doblando su cuerpo como si fuese a hacer el pino y se impulsaba con las piernas hacia abajo. Tras remover con el pincho, si no veía nada, subía a la superficie para soplar con todas sus fuerzas el aire que tenía guardado en sus pulmones y expulsar el agua del tubo, aunque siempre quedaba una poca que había que terminar de expulsar volviendo a soplar con más fuerza si cabe con el aire recién cogido.

Y este ritual se repetía una y otra vez, sin prisas, disfrutando del paisaje de los macizos de algas balanceándose junto a los brillos de la superficie del agua, y molestando a las rascasas, esos peces tan feos, de aspecto fiero, como primitivo, y que se mimetizan perfectamente con las rocas junto a las que esperan quietas algún pequeño pececillo que le sirva de comida, resultando sólo visibles para expertos como él, que las descubría por sus saltones ojos negros cuando pestañeaban. Y recordó a su hermana Ana Luisa, a la que le fastidiaron buena parte del verano pasado, cuando pisó una y se le quedó clavada la espina rota en el dedo gordo, que se le puso morado e hinchado como una bota y que tuvieron que llevarla al ambulatorio de Torrevieja.

A Julito le gustaba más que nada en el mundo quedarse inmóvil, siendo mecido por el mar al unísono que las anémonas, que abundaban entre los recovecos de las rocas, junto a los peligrosos erizos, a los que nunca había que perder de vista. Él sabía que, cuando te sumerges, para aguantar más en el fondo, si puedes te sujetas a algún saliente de roca y no era la primera vez que se había tenido que salir del agua tras apoyarse en uno de ellos sin darse cuenta. Sus pinchas, da igual fueran negras o coloradas, quemaban como el picazo de las avispas y había que sacarlas con pinzas y desinfectarlas con yodo.

Salió de su ensimismamiento al oír el fastidioso motor de un fueraborda que, tras sacar la cabeza del agua divisó a mucha distancia. "Hay que ver lo lejos que se oyen" -pensó- y sintió pena por los peces que veían cómo su paraíso de silencio era rasgado, roto, por esos estridentes ruidos.

Acababa de llegar a la poza y el corazón le dio un vuelco: allá abajo, en el fondo, vio moverse unos guijarros junto a unas algas muertas que tapaban parte de un agujero. Y le pareció ver un gran tentáculo que era recogido por lo que sin duda era un pulpo. Julito sabía, porque la había medido con su amigo Félix, que la poza en su parte más profunda tenía unos 7 metros, así que se trataba, sin duda de un gran pulpo.

Tomó todo el aire que pudo en sus pulmones y se impulsó con fuerza para llegar hasta el fondo, mientras fantaseaba en cómo fardaría delante de los bañistas y, lo que era más importante, frente a las amigas de sus hermanas a las que había visto ya en la orilla bajo el toldo, cuando sacase clavado en el pincho ese enorme pulpo retorciendo sus tentáculos mientras agonizaba.

Al llegar abajo, con la punta del pincho removió las piedras y se asustó de su tamaño, nunca había visto nada igual. El corazón se le puso a cien y no quiso pincharlo por si fallaba y se le escapaba. Emergió a la superficie y mientras tomaba aire en su agitado pecho pensó que tendría que aguantar todo lo que pudiese cuando le asestase el pinchazo, porque la cueva que albergaba ese pulpo tan enorme podría tener recovecos a los que sujetarse con las ventosas de sus poderosos tentáculos.

Bajó y empujó con fuerza su pincho hacia donde intuyó que estaría su cabeza, que era su parte más vulnerable. Inmediatamente salió un abundante chorro de tinta y varios tentáculos se abrazaron al pincho y, lo que es peor, a su brazo, lo que le impresionó. Tiró con fuerza del pincho, pero no pudo sacar el pulpo, por lo que soltó el puño de madera y se impulsó con fuerza hacia la superficie, lo que provocó que se soltasen el extremo de los tentáculos que lo asían.

Sabía que era imprescindible no perder de vista el pulpo mientras subía a por aire, porque muchas veces, mientras tanto, los pulpos huyen a otro escondite y cuando bajas ya no lo encuentras. Y estaba en lo cierto, a medio camino de su ascenso vio cómo el gran pulpo salía arrastrando consigo el pincho y se metía tras un recodo de un frente de rocas. Sin pensarlo dos veces, sintiendo que lo perdía sin remedio, antes de llegar a la superficie se impulsó de nuevo hacia abajo y cogió el mango del pincho de nuevo. Y al ver que tras el recodo sólo había arena y ninguna gruta en la que hacerse fuerte el pulpo,  pensó: ¡ya lo tengo!

Expulsó el poco aire que le quedaba en sus pulmones para ascender más rápido y entonces notó que algo lo sujetaba. Una red deshilachada enganchada a una roca se había enredado en su aleta y su tobillo izquierdo. Soltó el pulpo rápidamente y forcejeó por soltarse mientras sentía que se apretaban más y más los hilos. Aterrado, comenzó a gritar, con el exiguo aire que todavía albergaban el fondo de sus pulmones, lo que sólo sirvió para que se le saliesen las gafas y ver borroso cómo ascendían a la superficie, que se le antojó lejana e inalcanzable…

Le entró nausea y un profundo mareo, y sintió que le abandonaban las fuerzas. Entonces se le aparecieron los rostros sonrientes de su madre y su padre y, tras ellos, los de su querida abuelita, sus hermanas, sus amigos Félix, Gus, Titi... y, finalmente, una gran luz blanca lo inundó todo.


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