VALENCIA. Me gusta mucho cómo se viste Bobby Gillespie. A una estrella del rock genuina se la reconoce por la indumentaria, que es una extensión de lo que dice su música y de lo que la estrella hace sobre un escenario. Bobby Gillespie ha sido mi artista favorito de este verano, y no solamente por la ropa, que también. A bordo de su buque insignia, Primal Scream, Gillespie ha protagonizado momentos revolucionarios. Compuso canciones totémicas y para celebrarlo hizo patinaje artístico por el infierno. Su vida, como su obra, es un enloquecido desequilibrio que, de ser lo contrario, no valdría tanto la pena. En la música pop ya solamente cuenta el momento, las trayectorias largas y las obras caudalosas importan menos o eso nos quieren hacer creer. Gillespie también vive por encima de eso. A lo largo de su trayectoria ha rendido pleitesía a todas las formas de rock & roll posibles -negras y blancas, eléctricas y electrónicas- y ahora resulta que ya forma parte del mismo Olimpo al cual él sigue venerando. Uno adora a Gillespie porque no queda otra. Tipos así ya no tienen relevo.
Una de las realidades acaecidas este verano y que tendré que continuar asimilando durante los meses venideros es la muerte de Charlie Watts. Hay tramos de mi pubertad y mi adolescencia que pertenecen a los Stones. Siempre me resistí a que me gustaran los Beatles, pero a los brazos de los Stones me arrojé sin dudarlo. Esos rostros depravados lanzaban miradas rasposas, deliciosamente malignas, como sus canciones. Eran pavos reales con el plumaje mojado de absenta, Mick, Keith, Bill, Brian y Charlie, sus rostros conformando una especie de Monte Rushmore del rock & roll -del eléctrico-. En cuanto tenga constancia de que el verano ha concluido -uno nunca puede fiarse del calor y menos con este caos climático que nos estamos diseñando a medida de nuestra estupidez-, buscaré el deuvedé en el que conservo las entrevistas realizadas en vídeo y visionaré la que le hice a Charlie Watts un día de verano de 1998, en Milán. Me cercioraré de que no fue un sueño, porque cada vez tengo más dudas acerca de los momentos en los que pude conocer en persona a gente así. Cada vez que muere alguna de las figuras del pop que para mí han significado algo de verdad, entiendo mejor a mi madre y a mi abuela materna cuando, en la televisión, saltaba la noticia de que un astro el cine había fallecido. Esa melancolía que casi puede tocarse.
Mi disco del verano está firmado por Bobby Giillespie y se llama Utopian Ashes. Es un álbum compuesto por él e interpretado en compañía de Jehnny Beth. Suena a álbum clásico, pero no es una recreación de nada, sino una creación original a partir de. Gillespie es muy bueno haciendo suyo lo que sus maestros le han enseñado. Escucho Utopian ashes y pienso en Nick Cave con el nivel de tragedia rebajado, en Lee Hazelwood sin el vozarrón de cowboy errante. Cuando canta Gillespie y Beth le da la réplica, escucho diálogos entre amantes cuya relación se tambalea. Gillespie mantiene que un disco así no podía registrarlo con Primal Scream, su banda desde mediados de los años ochenta. Esta obra no admitía experimentos y exigía unas estructuras concretas para su narrativa. Además, le decía Gillespie con mucho tino a un periodista inglés, ya no sabe lo que espera la gente de Primal Scream. Yo tampoco sé lo que espera la gente acerca de nada, pero las verdaderas estrellas de rock como Gillespie son fieles al instinto que les guía. Crecen, cambian y siguen adelante haciendo lo que ellos quieren, no lo que quieren los demás.
Hoy mismo cumple años Screamadelica, la obra cumbre de Primal Scream. Treinta años. Cuando salían los discos que nos hicieron felices, nunca nos imaginamos que llegaría el momento en que celebraríamos sus aniversarios con tanta nostalgia. Cuanto más lejos están en el tiempo, más cerca queremos tenerlos. Cuanto más lejos están, más fácil resulta discernir su verdadera importancia. Hay dos tipos de importancia a contemplar en estos asuntos. Una es la que ejercen sobre uno, de una manera íntima, cómo hacen que te conozcas a ti mismo o cómo te ayudan a que te relaciones con lo que te rodea, porque siempre es necesario un plan B, algo de artillería porque tarde o temprano alguien vendrá a joderte el plan A. El otro plano de importancia es general. Música que en su momento arriesgó, canciones que se hicieron de otra manera, aunque ahora pueda parecer que siempre se hicieron así. Entonces no había internet y todavía quedaban ideas vírgenes en el universo, inventos y hallazgos aguardando su momento. Visiones revolucionarias escritas en verso.
Screamadelica llegó en 1991 para explicarnos que el rock ya no era el único estilo musical que le tomaba el pulso a la sociedad blanca. La música de baile fue la siguiente revolución, espoleada por las drogas recreativas. “A finales de los 80 y principios de los 90, la energía no estaba ni en el indie ni en el rock, estaba en el acid. Música hecha para gente muy joven que quería pasarlo estupendamente. El éxtasis era muy importante, era la droga para tomar en esos clubes y escuchar esa música”, me contó Gillespie hace años en una entrevista. “Éramos como exploradores que intentaban ver donde nos llevaba la música. No teníamos nada que perder. Sólo queríamos hacer algo que fuera importante para otras personas tanto como para mí lo habían sido los discos de Sex Pistols, The Clash, The Stooges o The Velvet Underground. Y queríamos redimir el rock & roll porque en aquella época era un concepto en baja forma”. Gillespie y sus argonautas. Aquel sol amarillo y devastado, pintado por Paul Cannell, que saludaba desde la portada del álbum, ese sol resacoso de noches y años de vida, somos ahora nosotros, los que hemos tenido la inmensa fortuna de llegar hasta aquí.