MURCIA. Cierto es que sólo hay una manera de escribir un artículo: poniéndose a ello. Ya lo decía Picasso, si llegan las musas que te pillen trabajando. Ahora lo he entendido. Al igual que el año pasado, el verano crea ese efecto en mí: mientras veo desaparecer mi voluntad, veo aumentar mi mondongo… y de manera no siempre proporcional.
Han comenzado las vacaciones, y con ellas las cenas con amigos, los planazos en barco (del amigo), el cubo de quintos en la playa, el viajarse encima… y a mí que me va mucho el showroom comienzo a subir las inmortalizaciones más molonas de los mejores momentos, mostrándole al respetable lo bien que me lo estoy montando cuando me lo monto bien.
"si se dan cuenta, la discreción es un valor de la gente rica… rica de espíritu"
Pero no sólo yo. El caso es que como una protagonista de Mi vida con trescientos kilos me paso el día en posición horizontal disfrutando del Gran Hermano de Facebook, los estados de WhatsApp e Instagram. Podría decirles con pelos y señales con quiénes se han ido a la cama, qué comen, en qué sitios cool han estado este verano, aunque haya sido sólo en la puerta y por cuanto les está saliendo el veraneo a ojo de buen cubero. Esto tiene una ventaja, a la vuelta de septiembre no vamos a tener que soportar las aventuras del compañero: se las puede contar usted a él.
No sé si las redes sociales o el confinamiento nos ha llevado a una exposición desenfrenada de nuestra vida, que al final se resume en que el resto del año no somos más que unos curritos pringaos encadenados a un móvil, un jefe, un cliente o una deuda que pagar… Todos salvo Manuel Clavel. Este no, este te cuelga un Miami en noviembre, un Dubai en marzo o un Croacia en septiembre. ¡Ole tú!
El caso es que cotilleando todas las stories, estados y feeds que mi estómago me permite, pienso que el mundo está mal repartido. El otro día le contabilicé a una amiga cinco mil doscientas diecisiete calorías entre las bravas, aceitunas, quintos, marineras, arroz a banda, tarta tres chocolates, asiático, mojito y la posterior cena con sus gin tonics correspondientes. ¿Pero dónde mete esta hija de p… la comida? Ella paseando palmito por la playa cual Pamela Anderson en los Vigilantes de la Playa y yo como una concursante más de la fábrica de Willy Wonka. Esto, por supuesto, lo pude hacer porque tuvo el detalle de deleitarnos con un reportaje fotográfico de la jornada minuto a minuto... casi en streaming.
Sin embargo, son más clamorosas para mí las ausencias que las presencias. Cómo me gustaría mirar por un agujerito qué hacen los que no se exponen, los que viven en su intimidad y en la austeridad social, los que no sienten la necesidad de decirle al mundo qué exquisito manjar están degustando porque para ellos no es algo excepcional o cuánto amor siente su pareja por ellos. Al final, si se dan cuenta, la discreción es un valor de la gente rica… rica de espíritu. No me malinterpreten: yo soy la primera que traslada a sus redes las andanzas de su día a día, pero bien es cierto que la sobreexposición de algunos me genera empacho que me está llevando al asqueo y éste a la dieta blanda, dígase la reflexión y la introspección. La solución es fácil: si me molesta, dejar de hacerlo.
En conclusión: ¿Qué buscamos fuera? Voy a investigar un ratito dentro y les cuento la experiencia.
Gracias por su lectura.
La responsable de la cuenta paródica ‘Hazmeunafotoasí’, disecciona las entrañas de la influencia en su libro ‘Cien años de mendigram’ (Roca)