MURCIA. El calendario de las fiestas de barrio murcianas, cargadas de siglos y de viejas tradiciones, se abre cada año con las que tienen lugar en San Antón, que con la llegada de la imagen de San Fulgencio a la ermita del santo anacoreta hicieron hueco devocional también para el patrón de la Diócesis.
Ya se dio en estos ‘ayeres’ alguna pincelada sobre las respectivas celebraciones, pero merece la pena volver sobre el asunto para poner de relieve algunas costumbres propias de lo que se llamó habitualmente la romería de San Antón, habida cuenta de que el 17 de enero y su víspera eran fechas escogidas por los murcianos de la ciudad y la huerta para visitar al santo en su pequeño templo de la antigua Puerta de Castilla.
Contaba un cronista de1933 en el diario ‘El Tiempo’ que las fiestas no eran 'de aparato ni fastuosas: son de absoluta llaneza popular, y muy contadas veces, al menos desde la época que las conocemos, se ven amenizadas por la música'. Como aún hoy, 'a lo largo del camino se sitúan los puestos, y la gente discurre sin cesar en opuestas direcciones visitándolos'.
Recordaba el plumilla que el escritor costumbrista Frutos Baeza inmortalizó en una de sus crónicas la importancia del ‘Pañuelo’, 'regalo con que los mozos rumbosos obsequiaban a las mozas, no solo de la Albatalía, sino a las de todos los partidos de la huerta, que en ese día acudían al camino de Espinardo para lucir su talle juncal y garboso''. El ‘pañuelo’ se componía 'de avellanas duras y de almendras mollares, y alguna que otra chuchería y golosina, sin olvidar los clásicos rollicos del santo'.
Una curiosa precisión apuntaba el redactor de hace 90 años, que consideraba la de San Antón 'fiesta más plácida y más tranquila que la de la Candelaria y San Blas, porque en la de San Antón, no se toman los chicos las libertades molestas de colocar en el zagalejo (refajo) de ellas o en la chaqueta de ellos el infamante colgajo, con los consabidos gritos de ‘Mari nabo, suelta el rabo’. Excesos de la chiquillería que en más de una ocasión dio motivo para que se dispersase, aunque después quedase todo en calma, la enorme concurrencia de la plaza'.
En la fiesta de San Antón, se celebraban bailes a la usanza de la huerta, y duraba la fiesta desde la tarde de San Fulgencio hasta el anochecer del día del santo Abad, prolongándose en uno y otro día hasta bien anochecido y “ofreciendo efectos fantásticos aquellos puestos iluminados con mecheros de aceite, y más tarde de gasolina. Justificaba la prolongación la temperatura agradable, pues sabido es el dicho popular de que San Antón saca a las viejas del rincón'.
En la fiesta de San Antón, se celebraban bailes a la usanza de la huerta, y duraba la fiesta desde la tarde de San Fulgencio hasta el anochecer del día del santo Abad, prolongándose en uno y otro día hasta bien anochecido
Concluía la crónica con una reflexión sobre la fiesta, que 'en el alma popular ha encarnado con tanta fuerza, que basta dar una vuelta en un día espléndido para ver cómo sin previo anuncio, sin programas atrayentes, se congrega en ella la multitud y goza y se divierte con una placidez extraordinaria en esas inocentes distracciones'.
Ese arraigo en el pueblo propició que la tradición sanantonera regresara tras el largo y destructivo paréntesis de la Guerra Civil, y el primer enero posbélico, el de 1940, conoció su resurgir con esplendor, pues centenares de romeros acudieron a la barriada “a comprar ‘pañuelos’ de cascaruja para obsequiar a sus novias. La ermita, durante todo el día, ha estado repleta da fieles que han acudido a la histórica iglesia a bendecir la cebada, como en años anteriores. Por la tarde, la romería estuvo animadísima. En ella se celebraron carreras de sacos, cucañas y pasacalles por una banda de música, quemándose al amanecer una monumental traca”.
Es a partir de 1960 cuando aparece inexcusablemente la referencia a la bendición de los animales, convertida desde entonces en el acto más popular y concurrido de la fiesta, como también, durante unos años, la comida ofrecida en el día del santo a los pobres del barrio, de la que se nutrían en 1961 un total de 250 personas.
Con todo, la década de los 70 del siglo pasado trajo consigo un decaimiento notable que redujo las celebraciones a la mínima expresión, como reflejaban los escuetos sueltos de prensa de la época, al punto de que se llegó a temer por su completa desaparición, coincidiendo con la profunda transformación que se operó en la fisonomía de la barriada.
Uno de los ‘Viejos Recuerdos’ del recordado cronista local Carlos Valcárcel Mavor, medio siglo largo después del que traía a colación en el arranque de estos ‘ayeres’ sanantoneros, ponía en situación al lector sobre lo que había sido y lo que era la vieja romería, superviviente gracias al empeño de los vecinos del antiguo barrio y de los llegados al que fue surgiendo en aquél territorio que se situó extramuros de la ciudad. Un empeño que encontró, en el tránsito al siglo XXI, el apoyo nada desdeñable de la renacida cofradía dedicada al santo.
Valcárcel hacía un exquisito relato de días pasados, escenarios desaparecidos y momentos olvidados, que concurrían en la romería de San Antón antes de que el urbanismo desarrollista transformara por completo la Puerta de Castilla, dejando como islotes históricos la pequeña ermita y la chimenea de La Seda.
Aquella crónica del ayer decía, entre otras cosas: 'Paseos de arriba a abajo, es decir, de Agustinas al Huerto de las Bombas, invadiendo la calzada, que por ella apenas circulaba alguno que otro camión, camioneta, autobús renqueante, carros y carretas, lo cual no impedía que mozos y mozas se dedicasen a dar vueltas en el citado trozo de carretera, mientras alguna de las bandas de música, de Mirete, Raya, Espada, Misericordia o Guadalupe, daba su concierto, los zagales subían a la cucaña, a tratar de coger el jamón, el pavo o el par de capones y los novios marcaban el pañuelo de hierbas o yerbas, que de las dos maneras vale, llenos de cascaruja o golosinas, para la novia'.
Y añadía: 'Los devotos entraban en la diminuta ermita, a rezarle al Santo Patrón de los animales, y los otros devotos, los del dios Baco, se metían de lleno en la vieja taberna del Secretario, anteriormente almacén de vinos de Paco Teodoro, a empinar el codo, trasegar unos cuantos y enjutos jumillanos y tomarse unos ‘torraos’ de Madre de Dios o de Molina de Segura, que tampoco estaban pochos o podridos”. Y hoy, como ayer, brindamos con ellos y por ellos.