CARTAGENA. Dos modelos de la naturaleza de los humanos, el espiritualista y el psicosomático, se disputan hoy la primacía. Ya en el pasaje de la Odisea donde relata Homero el enfrentamiento entre Ulises y la maga Circe aparece el primer modelo. Tras haber participado en la guerra de Troya, navegaba el astuto héroe hacia Ítaca, donde, agobiada por una legión de pretendientes, le esperaba su fiel esposa. Llegado su barco a cierta isla, envió a la mitad de sus marineros a explorarla. Se toparon entonces con la hechicera, quien los drogó para que olvidasen su condición y, tocándolos con su vara mágica, los convirtió en cerdos. No obstante, decía Homero, conservaron el pensamiento y el espíritu de los hombres. Empleó, pues, un modelo tripartito de los humanos: cuerpo o parte somática; pensamiento, o parte mental, también llamada psíquica; y espíritu, también llamado alma.
"algunos cristianos admitieron la diferencia entre cuerpo, mente y espíritu"
Inspirándose en ciertos pasajes de San Pablo, algunos cristianos admitieron la diferencia entre cuerpo, mente y espíritu. Según la pulsión dominante en cada uno, distinguieron entre el hombre carnal, el psíquico y el espiritual o pneumático, desusada palabra que provenía del pneuma, el soplo, aliento o espíritu. En realidad, cada persona era una mezcla de esos tres componentes, si bien podía variar a lo largo su biografía la mayor o menor proporción de cada uno de ellos.
Esta imagen tripartita de lo humano es la que suelen adoptar los estudiosos del espiritualismo, para quienes la mente no es sino el conjunto de actividades del sistema nervioso de cada persona, como razonar, recordar o desear. Ese binomio inseparable entre mente y cuerpo constituye la faceta psicosomática de los humanos, con la cual, según los espiritualistas, no se agota nuestra totalidad. Para ellos,
mientras que nuestro cuerpo y nuestra mente son efímeros, nuestro espíritu perdura tras la muerte del cuerpo y la concomitante extinción de la mente. Sostienen, pues, que todos constamos de un componente psicosomático, que acaba por morir, y otro espiritual, que no muere.
Sin necesidad de recurrir a las fascinantes, pero discutidas, apariciones de fantasmas, los afectados por el síndrome de Alzheimer nos proporcionan un buen ejemplo de la diferencia entre mente y espíritu. Se han descrito casos en los que el enfermo, ya desmemoriado, recupera brevemente su perdida identidad y, tras despedirse de sus allegados, retorna a la oscuridad en la que se hallaba sumido. Ese chispazo de lucidez desvela la oculta presencia de su espíritu.
Opuesto al espiritualista, el modelo psicosomático de los humanos sostiene que solo constamos de cuerpo y mente, ambos efímeros. Por supuesto, los espiritualistas no niegan la existencia de lo mental. Y concuerdan con los partidarios del modelo psicosomático en que lo mental resulta del funcionamiento del cuerpo, en especial del cerebro. Capacidades como las de recordar e inferir se basan en las redes neuronales de nuestros cerebros. Y la mejor prueba de ello es que podemos construir máquinas capaces de llevar a cabo esas actividades. Los ordenadores acumulan datos y pueden realizar operaciones lógicas e inferencias. Sin embargo, esas máquinas carecen de consciencia.
Eso nos pone sobre la pista de que la diferencia esencial entre el modelo espiritualista y el psicosomático reside en sus contrastantes versiones de la naturaleza de nuestra consciencia. Para los espiritualistas nuestra consciencia no forma parte de la mente, sino que goza de existencia propia; para los psicosomáticos, la consciencia no es más que otra faceta de la actividad mental.
Hasta ahora, los científicos no han sido capaces de aclarar la naturaleza de nuestra consciencia. El obstáculo principal con el que han chocado es que las experiencias subjetivas presentan ciertas características que carecen de correlato en el mundo físico. Nuestras consciencias trabajan con ciertas cualidades que asociamos a los objetos, como los olores, los sabores o los colores, pero que en realidad son subjetivas. Y sólo a nivel consciente aparecen esas curiosas cualidades subjetivas que parecen irreductibles a conceptos puramente físicos.
En efecto, podemos escribir un tratado entero de Física o de Neurofisiología sin mencionar para nada algunos términos que serían imprescindibles en la más elemental introducción a la Psicología. Tal es, por ejemplo, la cuestión de los colores, que tanta curiosidad despertó en Aristóteles. Es de sobra sabido que, en condiciones normales, experimentamos la sensación de cierto color cuando nuestras retinas captan fotones de la longitud de onda apropiada o, lo que es equivalente, de una cierta energía. Pero la Física no puede explicar la sensación subjetiva de color, sino sólo las condiciones en las que nos haremos conscientes de esa sensación. Sabemos cuando sentiremos la sensación de rojez, pero cómo alcanzamos a sentirla.
"Las cualidades subjetivas presentan dos características que las distinguen claramente del mundo físico"
Hasta ahora la Neurofisiología ha fracasado en ese intento: ha logrado describir en detalle cómo la retina se excita al captar los fotones, cómo esa excitación se trasmite a los nervios ópticos; cómo los impulsos nerviosos así generados alcanzan ciertas zonas cerebrales, cómo las neuronas de esas zonas se activan e inhiben mutuamente… Pero al final del proceso aparece una palabra mágica: gracias a todo eso, el cerebro evoca la sensación subjetiva de color. Hay ahí una discontinuidad, un salto, un cambio de lenguaje. Una cosa es nuestra descripción del mundo físico, lo que incluye tanto el ambiente externo como nuestro cuerpo, que es tan físico como la luz y las piedras, y otra distinta nuestra descripción de las experiencias subjetivas.
Las cualidades subjetivas presentan dos características que las distinguen claramente del mundo físico. Son inefables, es decir que no podemos comunicarlas con palabras, sino solo aprehenderlas por la experiencia directa. Es inútil tratar de explicar la rojez a quien nunca haya visto ese color, aunque haya visto otros, como el verde; en cambio, el que haya observado un triángulo no tendré dificultar en imaginar un cuadrado y el que haya sopesado una piedra se hará una idea de lo que pesará otra. El peso y la figura están en las cosas, las sensaciones subjetivas no lo están.
Además, las experiencias subjetivas son privadas: todas las comparaciones interpersonales son en rigor imposibles. Nadie puede saber con certeza si la sensación de rojez que experimenta al ver cierto objeto es la mismo que sentirá otro observador ante el mismo objeto, aunque lo razonable sea suponer que sí lo es dada las similitudes entre ambas personas.
En suma: las cualidades que adornan a nuestras experiencias subjetivas conscientes son distintas de las propiedades objetivas de las entidades físicas, que podemos describir con palabras y, además, mediante el lenguaje y los experimentos podemos comprobar si dos sujetos distintos están refiriéndose a lo mismo al hablar de cierta entidad concreta. He ahí el problema de la consciencia: va asociada a cualidades que parecen irreducibles a las propiedades físicas.
El problema se acentúa porque la consciencia tampoco coincide con las actividades mentales usuales: podemos pensar, emocionarnos y almacenar recuerdos de forma inconsciente. De hecho, ya disponemos de máquinas capaces de razonar, recordar, comparar, percibir y cuantas actividades de ese tipo queramos, pero ninguna máquina goza de consciencia y no sabemos si podremos fabricarlas.
"La mayoría de los científicos no creen en los espíritus"
Este tipo de enigmas ha llevado a diversos científicos a asociar la consciencia con alguna clase de entidad inmaterial, a la que solemos llamar ánima, alma o espíritu, palabras que proceden de una etapa histórica anterior a las ciencias naturales. Es notable que la creencia en esas entidades siga viva en la actualidad y no se haya disipado junto con, por ejemplo, la idea de que la Tierra es plana. Quizás sea porque, nos guste o no, los espíritus existan. Al menos eso creían firmemente los antiguos y de ellos hemos heredado no sólo esa opinión, sino también las palabras que empleamos para hablar de estos temas.
La mayoría de los científicos no creen en los espíritus e incluso los pocos que los aceptan suelen eludirlos en su práctica profesional: tienen la divisiva costumbre de aparcarlos en cuanto se ponen la bata blanca para investigar o cogen el micrófono para dar clase a sus alumnos.
Muy escasos son los científicos modernos que, al modo del paleontólogo Teilhard de Chardin, el neurofisiólogo Eccles o el físico Schrödinger, han desarrollado alguna teoría que incluya explícitamente a los espíritus en su descripción de la realidad. Y los pocos que lo hacen publican sus reflexiones en libros que ellos mismos consideran ensayos y no artículos científicos. Una excepción a esa regla fue el evolucionista Wallace, cuya biografía me ha publicado la editorial Gualdalmazán.
Una objeción que han planteado los partidarios del modelo psicosomático a que la consciencia sea de naturaleza espiritual es que las alteraciones cerebrales producen modificaciones del estado de consciencia. Es innegable que el cloroformo anula nuestro nivel de consciencia o, al menos, lo reduce mucho, y de eso coligen que el cerebro produce la consciencia igual que el hígado produce bilis, en expresión célebre del médico y filósofo francés Cabanis.
Esa pega no es tan fuerte como parece a primera vista. Por un lado, la bilis es de la misma naturaleza que el hígado, puesto que ambas son entidades materiales, pero es muy dudoso que el cerebro, tan material como el hígado, sea de la misma naturaleza de la consciencia: no olvidemos las peculiaridades de las experiencias subjetivas.
Además, tampoco es seguro que el hecho de que necesitemos un cerebro sano para disfrutar de una clara consciencia indique que el cerebro la produce. Mi televisor tiene que estar sin averías para que aparezcan en su pantalla las imágenes, pero eso no quiere decir que produzca las ondas electromagnéticas en las que están codificadas esas imágenes. De hecho, se limita a captar las ondas que provienen de una fuente externa y a traducirlas a imágenes.
Pudiera ser que el cerebro no fuese un instrumento físico generador de consciencias, sino un sistema transductor capaz, en determinadas condiciones, de captar y decodificar la información proveniente del espíritu y de asumir estados de funcionamiento que el espíritu puede interpretar. El cerebro sería una interfaz bidireccional entre el mundo material y el espiritualista. Y, según Damasio, esa función no se limitaría al cerebro, sino que estaría implicada la totalidad del cuerpo.
En suma: el modelo psicosomático goza de una excelente base empírica y teórica, pero hasta el momento la consciencia y las cualidades subjetivas han escapado a sus redes. Y eso ha facilitado que algunos acepten la realidad de los espíritus.
JR Medina Precioso