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La vida consciente y la corporal

8/02/2023 - 

CARTAGENA. Iniciaremos esta Introducción por entregas al Espiritualismo visitando la centroafricana República del Congo. Costera con el Atlántico, atravesada por un gran río y rica en selvas, muchos de sus seis millones de habitantes profesan distintas religiones tribales, pero, introducido por los colonizadores europeos, también el cristianismo goza de gran difusión.

Guiado por ese precedente y por su vocación misionera, el sacerdote católico José María Alcober emigró a ese país en 1965. Lejos de su Aragón natal, permaneció en aquel país africano más de tres décadas. Vuelto a España en el año 2000, solía relatar la lección que le habían dado unos niños congoleños con los que se cruzó casualmente. De apenas siete años, jugaban semidesnudos en un terroso sendero de su empobrecida aldea rural. Ajenos a la miseria circundante, se reían constantemente y sus ojos brillaban de alegría. Cuando les preguntó por qué estaban tan contentos, los negritos le respondieron de inmediato: ¡Estamos vivos!

"cada niño simplemente expresó su consciencia de estar vivo"

Para ayudarnos a entender esa rotunda afirmación, el Diccionario de la Real Academia Española nos ofrece nada menos que dieciocho acepciones en la entrada vida. La octava la define como la actividad que lleva a cabo una persona o una comunidad. Lejos de estática y quieta, la vida tiene que ver con la actividad. Además, nos habla de personas, es decir, de individuos como nosotros. Pero también las comunidades aparecen mencionadas. No importa: las semejanzas entre aquellos niños eran de la suficiente entidad para que quepa considerarlos miembros de una misma comunidad, de un mismo grupo. Aunque con ligeras diferencias, también los europeos pertenecemos a ese grupo, al que solemos laxamente llamar el género humano.

Ahora bien, salvo metafóricamente, no era el grupo de niños lo que estaba vivo, sino cada uno de sus miembros. Y lo mismo cabe decir del conjunto de los humanos. Los individuos gozamos realmente de vida, pero la Humanidad solo en sentido literario. Así, la imagen de aquellos niños congoleños jugando alegremente en el suelo representaba muy bien la estrecha relación entre individualidad, actividad y vida.

Cosa notable, aquellos negritos no habían tenido que meditar nada antes de responder que vivían. En vez de perderse en ninguna complicada teoría acerca de cómo lo sabía, cada niño simplemente expresó su consciencia de estar vivo. En general, no solemos recurrir a ninguna refinada prueba o sutil razonamiento para asumir que vivimos. Y cuando cualquiera de nosotros dice que está vivo también suele estar transmitiendo simplemente su consciencia de que vive.

Según la Academia, la consciencia es el conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, aunque también es su capacidad de reconocer la realidad que lo circunda. Ambas facetas de la consciencia solo difieren en el objeto de su atención: en el primer caso, como en de los niños congoleños, la consciencia se enfoca hacia el propio sujeto; en el segundo, hacia lo que lo rodea.  

Nuestra consciencia de vivir está relacionada con un tipo de conocimiento que exhibe las tres siguientes notas: sencillez, espontaneidad e inmediatez. De extrema sencillez, el tipo de conocimiento asociado a nuestra consciencia de vivir es binario. Todo se resume en una elección dicotómica: o bien estoy vivo, o bien no lo estoy. Además de sencillo, la consciencia de estar vivo surge espontáneamente. Para sentir que uno vive no se necesita título, ni maestría alguna. Lo sienten por igual los aficionados a los toros que los diestros, los niños congoleños que los psiquiatras argentinos, los iletrados que los doctos. En realidad, es un contenido universal de nuestras consciencias.

"a juicio de los médicos, los cotardianos deliraban. En efecto, con las adecuadas drogas antipsicóticas muchos volvían a la realidad" 

De hecho, no tenemos que esforzarnos para que ese conocimiento aflore, sino que surge sin cuidado alguno por nuestra parte. Y esa es precisamente la principal característica de lo natural. Derivada esa palabra de un verbo latino para nacer, lo natural es todo aquello que surge al margen de nuestro trabajo. Se contrapone a lo artificial, que requiere necesariamente de una intervención nuestra sobre algún sustrato natural, pues carecemos de la capacidad divina de crear cosas de la nada. Si aplicamos esa diferencia a la consciencia de vivir concluiremos que se trata de una convicción natural, que nada tiene de trabajoso, artificioso o fingido.

Finalmente, es un conocimiento autónomo e independiente de toda mediación. La consciencia de vivir no requiere saber nada acerca de por qué uno está vivo o qué significa estar vivo. Casi nadie necesita reflexionar o poner condiciones para sentirse vivo. Casi ninguno se dice nada del estilo de bueno, veamos, ¿estoy vivo o no lo estoy?, ni ¿qué pruebas tengo de que estoy vivo? Y tampoco casi nadie se impone a uno mismo ninguna cláusula de salvaguardia, diciéndose si ocurre tal cosa o si soy capaz de esta otra es que estoy vivo.

Como cabía sospechar, ese reiterado casi ya anticipaba que algunos sabios sí consideraron oportuno probar incluso que ellos mismos existían. Por más que aquellos niños congoleños probablemente lo habrían considerado un refinamiento innecesario, el filósofo francés Descartes tuvo que darle muchas vueltas al asunto antes de resolver sus dudas con un Pienso, luego existo. Siglos antes, el también filósofo Agustín, obispo cristiano de Hipona, había retado a sus críticos con un esquema similar: ¿Y qué si me engaño? Pues si me engaño, existo. 

Ambos argumentos comparten una interesante peculiaridad: al igual que los niños congoleños, los dos ilustres protagonistas estaban hablando de ellos mismos. Esas construcciones en las que uno se alude a sí mismo constituyen un tipo de autorreferencia y, como tales, no dependen de otros enunciados previos. Ahí pisamos terreno firme: el hecho de que alguien se sepa vivo garantiza que lo está. En realidad, la mejor e irrebatible prueba de vida es la propia consciencia de vivir. Es más, todo ser consciente goza de alguna clase de vida. Recíprocamente, nada que carezca por completo de vida puede tener consciencia de sí mismo. Dicho en corto: la consciencia implica vida.

Pareciendo eso claro, más intrigante resulta cómo podía saber cada uno de aquellos niños que los demás estaban vivos. Ese problema nace de que cada uno solo tiene consciencia de sus propios sentimientos y, usualmente, nadie es capaz de entrar en otras consciencias para sentir los ajenos directamente. Podemos imaginarlos, valiosa cualidad llamada empatía, pero normalmente no podemos experimentar sin mediaciones los contenidos que albergan las consciencias ajenas. Entonces, si cada uno solo puede afirmar con certeza que él se siente vivo, ¿cómo pudieron aquellos niños cantar una respuesta coral?

Una buena pista la aporta la decimotercera acepción de la Academia, que equipara la vida al ardor, especialmente de los ojos. Exhalando un aroma particularmente poético, concuerda con el fulgor en los ojos de aquellos niños congoleños, un ardor figurado que escapa al método científico. Pues bien, aunque no se refiera a ninguna afección ocular de interés para los oftalmólogos, subsiste el hecho de que los ojos no pertenecen al ámbito de la consciencia, sino al del cuerpo.

Como bien dice la Academia, todo cuerpo es una extensión limitada perceptible por los sentidos. Desmenucemos. Extensión: el cuerpo está en el espacio. Los de aquellos niños congoleños, junto al sendero terroso. Limitada: el cuerpo tiene unas fronteras que lo delimitan de su entorno. Como los demás cuerpos físicos, cada uno de aquellos niños sentado junto al sendero exhibía su propia silueta. Eso nos habla de la individualidad corporal de aquellos niños y, por extensión, de todos nosotros.

En tercer lugar, perceptible por los sentidos: el cuerpo pertenece al mundo físico, formado por todo lo detectable, directa o indirectamente, por los sentidos. Puesto que los geólogos pueden verlos y tocarlos, los minerales son de naturaleza física. Puesto que los botánicos pueden verlas y oler sus aromas, las flores son de naturaleza física. Puesto que los ornitólogos pueden oírlos y grabarlos, los trinos de los pájaros son de naturaleza física. Puesto que los científicos pueden detectarlos mediante aparatos cuyas señales perciben, y modificarlos mediante experimentos cuyos resultados notan, incluso los electrones son de naturaleza física, aunque no los capten directamente con sus sentidos.

En resumen, son de condición física todos los sistemas que podamos percibir o que interaccionen con algo que podamos percibir. En los casos más favorables, además de percibirlos, podemos actuar eficazmente sobre los sistemas bajo estudio.

Como es obvio, no todas las entidades físicas gozan de vida. Las rocas no están vivas y ni siquiera los huesos fosilizados lo están. Ahora ya no basta con nuestra consciencia de estar vivos, sino que es preciso plantearse cómo detectar si nuestros cuerpos poseen vida y si también la poseen los cuerpos ajenos. Para ello hay que pasar de la mirada interna, que se inscribe en la intimidad de cada uno, a la mirada externa, que permite a cada cual examinar no solo su cuerpo sino también los de los demás.

En esa línea, para discernir si llevaban razón al gritar que vivían, los naturalistas habrían escrutado detalladamente los cuerpos de los niños. Y habrían concluido que aquellos niños acertaban al declararse vivos porque sus cuerpos mostraban una serie de características que lo corroboraban. Para empezar, exhibían una compleja organización. Estaban dotados de órganos, como los ojos, el corazón o los pulmones. Eran, pues, organismos. Además, sus órganos no estaban quietos, sino cumpliendo determinadas funciones. Sus ojos veían, sus brazos y sus piernas se movían, sus bocas reían, sus pulmones respiraban, sus corazones latían y, como habría sido factible comprobar con el instrumental adecuado, diversos tipos de ondas eléctricas recorrían sus cerebros. En conclusión, como organismos activos que eran, los cuerpos de aquellos niños estaban vivos. Quizás esos datos corporales fueron la clave de que cada niño congoleño supiese que sus compañeros de juego estaban vivos.

Mediante la mirada externa podemos ratificar que, en vez de una gran masa continua que ocupe toda la Biosfera, la vida se presenta distribuida en cuerpos separados. Explicar ese hecho, aparentemente trivial, condujo a profundizar decisivamente en nuestro conocimiento de la naturaleza de la vida corporal. Pero esos avances no lograron borrar el hecho de que la vida consciente no es lo mismo que la vida corporal. Es más, en contra de lo que puede parecer, no siempre van asociadas.

En 1778 el médico francés Charles Bonnet tuvo que atender a una paciente cuyos síntomas parecían refutar la indisoluble asociación entre consciencia y vida. Se trataba de una anciana que, alegando estar muerta, exigía que la amortajasen y la depositasen en un ataúd. En 1880 esa condición se hizo famosa a raíz de la conferencia que impartió en París el médico francés Jules Cotard. Algunos de los afectados por el síndrome de Cotard incluso afirmaban que podían oler los nauseabundos vapores de su propia putrefacción. Esos cotardianos proclamaban su condición de finados con la misma firmeza con la que los demás solemos afirmar que estamos vivos. Sin embargo, no hubo empate: a juicio de los médicos, los cotardianos deliraban. En efecto, con las adecuadas drogas antipsicóticas muchos volvían a la realidad. A nuestra realidad. Pero los médicos no tomaron esa decisión basándose en los contenidos de las consciencias de los cotardianos, sino en los síntomas vitales de sus cuerpos. Aun siendo esos datos evidentes para nosotros, los cotardianos negaban su validez: creían que sus intestinos no funcionaban, que sus corazones se habían parado, etc. Pero los médicos, y con ellos casi todos nosotros, dictaminaron que no llevaban razón.

"según los espiritualistas, la vida consciente tras la muerte corporal es perfectamente posible"

Esa decisión contraria al parecer de los cotardianos solo está justificada si concedemos primacía a la vida corporal sobre los contenidos de la consciencia. Esa opción preferencial por la mirada externa respecto a la interna acarrea que todo individuo cuyo cuerpo viva se equivoca al decir que está muerto, pero sigue siendo verdad que todo ser consciente alberga alguna clase de vida. ¿Qué ocurre cuando, bajo los efectos de la anestesia, alguien se sume en la inconsciencia? Su cuerpo puede seguir perfectamente vivo, solo que su consciencia se ha inactivado o, quizás, desconectado del cuerpo.

De ese modo, sigue teniendo preponderancia la vida corporal sobre la consciente. Aceptamos que vive cualquiera cuyo cuerpo emita signos vitales, esté o no consciente. Tanto es así que los científicos atribuyen a un desorden mental el caso de las personas que, aunque sus cuerpos vivan, afirman estar muertas. En cambio, las opiniones se dividen cuando nos topamos con alguna entidad consciente que afirma provenir de un cuerpo fallecido. Según los fanáticos de la mirada externa, se trata de un error o delirio del testigo; según los espiritualistas, la vida consciente tras la muerte corporal es perfectamente posible.

Una escuela y otra difieren acerca de la naturaleza de nuestra consciencia: para los primeros, la consciencia resulta de la actividad corporal y se disipa con su muerte; para los espiritualistas, la consciencia, aun asociada transitoriamente al cuerpo, puede subsistir sin apoyatura carnal.

En resumen, caben cuatro combinaciones: cuerpo vivo y consciencia activa; cuerpo muerto y consciencia inactiva; cuerpo vivo inconsciente; cuerpo muerto y consciencia activa. Todos aceptan como reales las tres primeras posibilidades, pero solo los espiritualistas aceptan la cuarta. Y con eso comienza el espiritualismo.

JR Medina Precioso

jrmedinaprecioso@gmail.com

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