MURCIA. Es frecuente comprobar que se asume, como si de un axioma se tratase, la idea de que la cultura no debe estar politizada. Lo más curioso es que quienes suelen defender y promocionar este planteamiento son políticos que, haciendo bandera de una supuesta neutralidad, a lo que aspiran es a ocupar el espacio ganado por quien representa una ideología antagónica. Y ello con la obvia y decidida finalidad de hacer política.
El juego de la política se ha convertido cada vez más en un enredo basado en mostrar en público al contrincante como titular de todas las acciones del club de alterne propiedad de su rival, apareciendo este como guardián de la moral pública. Vamos, la institucionalización del cierre del Rick´s de Casablanca por el capitán Renault, escandalizado por que se jugase en el local, al tiempo que recibía sus ganancias de la noche.
Con relación a la cultura, la destreza de este juego radica en hacer pasar como inaceptable intromisión política cualquier movimiento del adversario y en arropar con otro tipo de vestimenta, que tenga que ver con sentimientos elevados, ideales irreprochables y gestos admirables, las actuaciones propias, todas ellas concebidas en el contexto de una meditada y planificada estrategia política.
Si se premia un libro y resulta que el autor deja ver en su obra que el mundo que le cautiva es de color amarillo se hará hincapié en que el premio quiere ensalzar la denostada concepción del ser humano que vienen defendiendo los amarillos a lo largo de la Historia. En cambio, si el autor del libro premiado es un reconocido partidario de los marrones, en lugar de sacar a relucir los muchos trapos sucios de los marrones se aludirá a la sensibilidad del autor y a su dominio de la metáfora y otros recursos estilísticos. El foco se sabe orientar donde interesa.
La alabanza o la crítica se manejan convenientemente por los jugadores y sus redes, y es notorio que no todos tienen la misma cintura, los mismos recursos, los mismos medios ni la misma capacidad para que el contrincante aparezca peor retratado mientras que uno ofrece su mejor rostro.
La ingenuidad de unos radica en la insistencia por hacer de su caricatura retrato y la habilidad de los otros consiste en convertir en referencia moral cualquiera de sus movimientos, aunque sea un traspiés involuntario.
Lo más patético viene cuando quien se maneja peor en el juego asume como estrategia, por miedo a estar siempre recibiendo el mismo castigo, parecer que hace suyos los postulados del rival, pero sin cambiarse el traje de faena. Entonces es como entrar en el burdel sin quitarse la sotana, no habrá mirada que no se posé en el recién llegado, ni pérdida de credibilidad más sonada.
La cultura paga un alto precio en manos de jugadores tan desatinados, unos por torpes y otros por demasiado avispados. Esta forma de hacer política rinde un flaco favor a la cultura y al conjunto de la sociedad, porque pone de manifiesto cómo se instrumentaliza por unos y cómo se trivializa por otros. Hipocresía y simpleza representan el modo en el que se gestionan los intereses de todos en algo de tan primera necesidad y tan valioso como la cultura.
La cuestión es si podemos aspirar a otro panorama y cómo conseguirlo. Sinceramente, creo que está en nuestra mano. La democracia necesita madurar más de lo que lo ha hecho, uniendo al voto, y al mandato que incorpora, mecanismos adicionales de vigilancia y contrapoder. Para eso está la “sociedad civil”, que muchos consideran tan invisible como el espíritu, otros directamente manifiestan su completo agnosticismo al respecto y sólo unos pocos nos sentimos compelidos a hacer que sirva de fuerza reconstituyente para nuestra sociedad.
El artículo 44 de la Constitución Española de 1978 establece que “los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”. Leyendo bien este precepto se entiende que el papel de los poderes públicos es promover y tutelar. Es decir, que conseguir que el derecho de acceso a la cultura por todos se materialice no corresponde a los poderes públicos, sino a aquellos a quienes se tutela y promueve para ello. ¿Y quienes son estos? Pues ni más ni menos que los mismos destinatarios de dicho derecho, es decir, “todos”, el conjunto de la ciudanía. El mensaje de la Constitución no puede ser más claro: ciudadanos organícense para alcanzar un derecho tan esencial como el de poder cultivarse como personas en su doble dimensión individual y social y entender el sentido trascendente de su existencia y cuenten con el impulso y la tutela de los poderes públicos para ello.
Como personas y como colectividad somos un libro que, teniendo en un principio la totalidad de sus páginas en blanco, se va escribiendo en el tiempo. Cada uno de nosotros representamos una entidad cultural y juntos una superestructura con la que nos identificamos. La construimos entre todos y podemos hacer de ella algo excelso y en progreso o algo irrelevante y languideciente.
Por ello a quienes les otorgamos la representación política les tendremos que recordar que el mandato no va dirigido a que nos digan lo que tenemos que pensar o entender. Su acción política respecto de la cultura no consiste en modelarnos ni individual ni colectivamente. Al igual que los poderes públicos no están para comprarnos una vivienda digna, sino para favorecer las condiciones económicas que permitan la materialización del acceso a esta, tampoco están para establecer tendencias ni imponer formas de pensar.
La cultura nos pertenece y por supuesto que es una herramienta política, pero no en manos de nuestros representantes sino en las nuestras. Ha de utilizarse como lo hicieron Goya, Cervantes, Picasso, Unamuno o Machado, para reflexionar sobre nuestro ser, nuestras aspiraciones, sueños miedos y contradicciones y, para transmitir a quienes nos representan en qué dirección queremos avanzar. También como lo hicieron y los siguen haciendo las entidades culturales que, nacidas del espíritu ilustrado del siglo XVIII, como las reales academias, las sociedades económicas de amigos del país o los ateneos literarios, continúan todavía prestando un servicio impagable a la cultura, y el conjunto de fundaciones o asociaciones, vinculadas a empresas o a proyectos individuales o colectivos que agrupan a innumerables personas cuyo interés común es conocer y vivir la creación artística, literaria o musical, las obras del pensamiento, las artes visuales y escénicas y en general, el conjunto de nuestro acervo cultural.
A la sociedad organizada desde su base en entidades tan plurales como la sociedad misma en las que quepamos todos, pensemos como pensemos y creamos en lo que creamos, le corresponde el liderazgo de una tarea en la cual las administraciones han de estar a su servicio, contribuyendo, eso sí, a vigilar y preservar que la pluralidad y el funcionamiento democrático constituyan reglas básicas de dichas organizaciones, pues de lo contrario, estaríamos trasladando el juego sucio a quienes, además, tienen una representatividad limitada.
Quien tiene el mandato, desde la responsabilidad pública, de impulsar y tutelar el acceso a la cultura ha de ser muy sensible con la idea, también presente en la Constitución, de que su trabajo ha de realizarse en favor de todos y no de unos pocos a los que complacer por afinidad o interés. Además, ha de entender que su labor se enmarca mucho más en la acción de fomento que en la de intervención.
En fin, asumamos el protagonismo que nos corresponde si no queremos que nos caduque por falta de uso o que la inteligencia artificial nos acabe sustituyendo.
Luis Trigo es presidente de la Fundación El Secreto de la Filantropía