MURCIA. Hoy estoy más solo que nunca, a pesar de que hubo un momento, cuando la soledad se agarró a mí como un piojo negro, en que creí nunca podría estarlo más. Se ha ido, y consigo se ha llevado mis más ocultos secretos, esos que llamamos inconfesables. Hablar con él era como hacerlo con mi otro yo.
Se ha marchado silencioso, sin decir ni pío. Debió de ser de madrugada; no hacía mucho que nos habíamos quedado los dos dormidos, porque al despertar y tocarle todavía estaba caliente.
A pesar de hacer un sol insultante, yo lo veo todo en blanco y negro y al paisaje no le suben los colores, por más que blasfemo y maldigo.
Yo tuve abuelos. Todo el mundo los tiene, por eso puedo afirmarlo. Por pobres que seamos, por mucho que el azar o el destino no nos hayan dado o nos hayan quitado, abuelos todos tenemos, y padres y familiares. Lo de los amigos y las parejas, eso ya es otra cosa; amigos, lo que se dice amigos, dichoso puede llamarse el que tenga uno o dos en la vida, y lo de la pareja, lo que se dice pareja, eso sí está más difícil todavía.
¡Cuánto lo voy a echar de menos!
Esas tardes de confidencias, de silencios preñados de contenido, de complicidad y de paz gozosa.
Al llegar a casa, cuando meto la llave en la cerradura, por un momento fantaseo con la idea de que está allí esperándome. El eco de su vitalidad todavía flota en la atmósfera.
"después de una eternidad juntos, pasé de oír sus quejas a llevarle crisantemos; Eché de menos sus lamentos y odié la flor del trono japonés"
Cuando yo nací, se desgarraron las nubes y cayeron aguas torrenciales. El cielo, primero afligido y luego furioso, descargó inundando los campos. Al parecer, los estruendos de la tormenta alternaban con los rugidos de mi madre. ¡Cuál más alarmante! La noche se abrió paso y con ella se apaciguó el aguacero. En medio de la tregua, un sonido como el maullido de un gatito anunciaba que yo me estrenaba en este planeta. Lloraba sin consuelo, tal vez porque entendí que me desprendían de mi madre. ¡No sabía cuántas separaciones me aguardaban todavía! Aquel año fue la cosecha más productiva que se había recogido, quizás por eso mi padre brindó levantando la copa hacia el cielo escampado, porque ¡los hijos traen un pan debajo del brazo!
Después de aquellas hubo otras cosechas, también abundantes, pero no como aquella, en que por primera vez puse el pie en este mundo de fieras.
Y de una a otra fue transcurriendo mi infancia, una niñez resuelta, confiada, por qué no, feliz. Y sin darme cuenta había pasado la adolescencia y andaba metido en enredos del corazón. Desde entonces hasta hoy, la tierra ha dado muchas veces la vuelta al sol.
Y aun cuando yo nací hubo señales en el cielo, mi vida pasó, o mejor, se consumió vulgar y ordinaria como la del común de los mortales, sin hecho alguno digno de ser mencionado. De los sueños y delirios de la juventud pasé, no sin tropezones, a sentir la gravedad bajo mis pies, que se fijaron para siempre a la dura losa de la realidad.
Vinieron los retoños y con ellos los esfuerzos, las privaciones, las recompensas, las alegrías y los desengaños. El velo de la inconsciencia cubrió esta etapa, en la que el tiempo corrió sin tener percepción de que transcurría.
Con mi mujer, después de una eternidad de estar juntos, más que otra cosa por vivir el uno al lado del otro, pasé de oír sus quejas a llevarle crisantemos. Eché de menos sus lamentos y odié la flor del trono japonés.
"seguí adelante con la impresión de caminar entre ruinas con la mochila repleta de desengaños, frustraciones y hasta patinazos"
Y así, mi estado civil pasó a ser el de viudo, aunque yo más bien me sentía tullido. Como incompleto para afrontar el presente que se me ofrecía. Más lo que en principio me pareció infranqueable, pronto se despejó. Los hijos, que ya estaban crecidos y andaban diseñando su vida con planes y proyectos, volaron como pájaros de un árbol al estallido de un disparo. Y el espacio enmudeció y se llenó de ausencias. Licenciado del trabajo por edad, que no por inutilidad (a veces pienso si no hay una cierta sinonimia), de sentirme disminuido pasé a experimentar una sensación parecida a la orfandad, similar a la que debí percibir aquel, tan lejano, día en que cortaron el cordón umbilical que me amarraba a mi madre. Pero fanfarroneé con la idea de que me bastaba a mí mismo. Inflé mi ego como un grano de maíz estallado. Y me sumé a la leyenda urbana de que, en mi situación, se abría una nueva etapa de la vida.
Y seguí adelante, no obstante, con la impresión de caminar entre ruinas con la mochila repleta de desengaños, frustraciones y hasta patinazos, diría yo.
¡Cuánto lo voy a echar de menos!
Yo era un campo despoblado y solitario y de pronto se llenó de amapolas. Del crudo invierno pasé a la cálida primavera como si el cielo, desde lo alto, me lanzara una sonrisa de colores tras la opaca tormenta. Estaba sin nadie que me amparara en los anocheceres fríos del invierno o los profundos, como sótanos, del verano. La soledad tiene la facultad de hacer inmenso e interminable lo que toca. Hasta que apareció él, y desde entonces creí en Dios y en la buena suerte. No pude tomar mejor decisión que la de abrirle la puerta de mi hogar e invitarle a compartir mi vida. Con él conocí el amor más incondicional. ¿Quién lo iba a pensar? ¿Cómo podía haberme imaginado yo estos sentimientos? ¿Qué viviría esta experiencia? Sin decepciones ni puñaladas en el alma, que ya la tenía muy perjudicada.
Fue en el invernadero, víspera de Todos los Santos, me acordaré siempre. Yo estaba en mi rutina de comprar flores y allí estaba él. Desde entonces hasta hoy que la muerte nos separa. ¡Es ley de vida!, me dicen. Y yo contesto que hay leyes inhumanas.
Antes de conocerle andaba de un lado a otro, sin rumbo ni propósito alguno. Arrinconado como un zapato en desuso, desensamblado de la sociedad. Un electrodoméstico desenchufado en el trastero. Los hijos alejados en el espacio y remotos en el ansia, con esa distancia e indiferencia que la juventud pone con todo aquello que ha sido su testigo. Se llega a un momento en que todos y todo parecen no tener necesidad de ti, y lees en las miradas de los demás que ya has hecho lo que has venido a hacer a este mundo. Y, así, con la impresión de que has pasado tu vida sembrando y abonando una cosecha que, acaso, otros recogerán, se deshojaban los días de mi marchitada vida.
Pero el destino me dio otra oportunidad para arrebatármela luego, el más triste de mis días.
El otro día se fue, así sin avisar, como se van los mejores, los que abren un boquete en el estómago y dejan una vacante, sin cobertura, en el alma. Sin quejas ni reproches.
¡Cuánto lo voy a echar de menos!
Dejó caer la cabeza sobre el pecho y por la mañana, casi al amanecer, todavía caliente, me lo encontré tieso en la jaula.