MURCIA. Según la definición del diccionario de la RAE entendemos por ciencia "el conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente". Para mí que se les olvidó incluir la palabra "ensayo" entre la observación y el razonamiento, sobre todo si nos referimos a las denominadas ciencias experimentales (física, química o biología, entre otras), en las que el método científico podemos resumirlo en dos palabras: observo y experimento.
Es decir, partiendo de lo que ya sabemos y de nuestra observación, emitimos una hipótesis o presupuesto de lo que entendemos que ha de suceder y luego ponemos en marcha los experimentos necesarios para contrastar nuestra hipótesis con la realidad en unas determinadas condiciones reproducibles. Finalmente, los resultados-hallazgos obtenidos son dados a conocer, publicados, con objeto de que puedan ser verificados por otros científicos en cualquier otra parte del mundo y en otras circunstancias. De este modo se puede llegar a establecer principios o certezas que, mientras no se demuestre lo contrario, sirven como "campamento base" desde el que seguir avanzando hacia la adquisición de nuevos conocimientos.
La ciencia se alimenta con el debate y la confrontación de los resultados de las investigaciones. Sólo cuando se pude repetir una y otra vez un experimento, y los resultados que se obtienen son los mismos, es cuando se alcanza un grado de consenso suficiente para establecer una ley general. Y aun así, dicha ley puede y debe ser cuestionada permanentemente. Lo contrario es fundamentalismo, del que tantos ejemplos tenemos a lo largo de la historia.
Así, podemos afirmar incluso, que los mayores avances de la ciencia se los debemos a lo que hoy conoceríamos como disidentes o negacionistas, que tuvieron el valor de enfrentarse a las mayorías oficiales de turno amparadas en supuestas certezas científicas incuestionables. Baste recordar al clérigo católico y astrónomo Copérnico que se atrevió a disentir, con su teoría Heliocéntrica, de la certeza científica políticamente correcta de la época, y que desde Ptolomeo defendían que la Tierra era el centro del universo alrededor de la cual giraban todos los astros. O más recientemente, a Darwin, con su teoría de la evolución, otro negacionista de lo peor, por citar sólo dos ejemplos notorios.
Y digo todo esto porque actualmente, en un mundo en el que gozamos de los avances de la ciencia tanto o más que en ninguna otra época de la historia, sin embargo, al mismo tiempo, vemos cómo desde instancias políticas y los medios de comunicación de masas se nos secuestra el debate científico en cuestiones que nos afectan a todos. Una actuación de silenciamiento que obliga a los pocos que quieren estar informados a buscar en medios y redes alternativas otras opiniones y puntos de vista.
Me estoy refiriendo a las llamadas vacunas COVID o a las pruebas PCR para su diagnóstico, que desde el dominio hegemónico y absoluto de los medios de comunicación, los poderes públicos y privados, secuestraron cualquier posibilidad de debate y se denigró y estigmatizó a cualquiera que osara cuestionar su oportunidad o su eficacia. Por cierto, una campaña mediática que en España avalaron con aquel comité ficticio de expertos del que nunca se conocieron sus miembros ni sus conclusiones, y que recientemente reconoció el propio Gobierno que nunca había existido.
Lo mismo sucede con el incuestionable discurso oficial del cambio climático y, sobre todo, del cómo hay que combatirlo, y en el que, a poco que se indaga, aparecen como grandes beneficiados económicos de las medidas a implementar las grandes corporaciones y los grupos de inversión, ya que son los únicos capaces de realizar las inversiones multimillonarias en instalaciones fotovoltaicas, coches eléctricos o aerogeneradores. Un discurso oficial amparado, en este caso, por el panel intergubernamental sobre cambio climático de la ONU y en el que se incluyen muchos supuestos expertos que no son científicos y se excluyen a otros que sí lo son, pero disienten de los postulados oficiales, como es el caso del cofundador de Greenpeace, Patrick Moore, que afirmaba no hace mucho que la supuesta catástrofe climática es "estrictamente una campaña de miedo".
Una presión mediática hegemónica que ahoga cualquier atisbo de debate y que aboca al heroísmo a aquellos que osan cuestionar lo políticamente correcto. Baste recordar cómo se denigró públicamente al Nobel de Medicina en 2008 Luc Montagnier, virólogo descubridor del virus del SIDA junto a Francoise Barré-Sinoussi, cuando se atrevió a cuestionar las verdades oficiales en relación a las vacunas COVID.
Recuerdo, no hace muchos años, la contestación que se organizó desde los grupos ecologistas frente a los alimentos modificados genéticamente –OMG-, o alimentos transgénicos, y que consiguió la moratoria de las leyes que iban a permitir su cultivo generalizado en Europa. Entonces sí hubo un debate en los medios de comunicación y una contestación en la calle, y los científicos con opiniones contradictorias eran invitados a debatir en público en diversos foros. Yo mismo publiqué en la editorial Mac Graw Hill sin ningún tipo de problema un librito de divulgación científica sobre estos nuevos alimentos y en el que abordaba las posturas a favor y en contra de los OMG.
Hoy, sin embargo, la censura, la cancelación de los que opinan lo contrario a lo políticamente correcto se ha instalado en nuestras vidas consiguiendo resultados verdaderamente sorprendentes e impensables hace tan solo unos pocos años. ¿O no es increíble que la práctica totalidad de aquellos que se negaban a comer alimentos que pudieran contener trazas de soja transgénica, en base a que existía una remotísima posibilidad de que dichos genes interfiriesen con el genoma de la microbiota de nuestro intestino, hoy se dejan inocular intramuscularmente sin pestañear las vacunas experimentales que contienen secuencias de ARN capaces dar órdenes directas a su genoma?