MURCIA. Constantemente trazamos analogías con la tecnología actual y formas de vida cotidianas del pasado. Se ha dicho muchas veces que Sálvame, por ejemplo, tiene la función social que antaño tenía la corrala. Ahora, con formas de vida más individualizadas, ese centro neurálgico del cotilleo y las risas malsanas se encuentra en la televisión. En el documental Arcadeología, de Mario-Paul Martínez, también se traza una. Se compara el salón recreativo con las redes sociales.
Ir a echarse unas máquinas y encontrarse con los habituales no es muy distinto de cómo se consumen ahora los videojuegos. Muchos mirando, chateando mientras y otro jugando y llevando la voz cantante. Además, como también se apunta en el documental, el mecanismo no era nada edificante. Los juegos de las máquinas estaban diseñados para que no parasen de entrar monedas en su interior. Buscaban la adicción con todo tipo de trucos y funcionaba, acudíamos como moscas.
Es curioso porque el motivo fundamental para ir a los recres, aparte de encontrarse con la gente, era perder el tiempo. Eso no debe haber cambiado mucho. Yo valoraba 100 pesetas porque sabía que podían ser una hora y media de entretenimiento si las invertía en máquinas que dominase. Me ponía los cascos y me sumergía en esa burbuja para salirme de todo lo demás y matar el tiempo.
Fueron muchas horas. E igual que en la actualidad se han creado mundos, jerga y hasta un sentido del humor en torno a los videojuegos, los que jugamos en los 80 y 90 sentimos algo más que nostalgia hacia todos aquellos juegos. Hay sentimientos más profundos. Es absurdo explicárselo al que no lo entienda, pero de alguna manera esos mundos de píxeles se habitaban, eran lugares en los que estaba.
Mi problema ahora es que puedo volver a verlos, cargarlos en la Mame o en emuladores de Amstrad o Amiga, pero no jugarlos. No tengo paciencia ni muchas ganas, el tiempo apremia. Eso que antes era tan difícil de llenar, ahora está colapsado. Lo escaso son las horas muertas, esas que antes había tantas y tan generosas en lentitud. Sin embargo, sí me gusta ver algunos segundos de un gamer alemán con CPC que cuelga pequeños clips en Instagram, y me encanta la música que tenían, tanto la original como las nuevas mezclas. De eso no me quito. Digamos que el enganche no se pierde nunca del todo.
En este documental en torno al museo de máquinas recreativas de Alicante, el Museo Arcade Vintage, están todas las pistas que explican ese anhelo de volver a ellos y sobre todo ese empeño que ha tenido mucha gente, generalmente por su cuenta y riesgo, de rescatarlos del olvido. Algunos haciendo los emuladores, otros preparando las roms y alguien colgándolo todo en una web que sirva de archivo. Un entrevistado que se dedica a la emulación explica que es una labor ardua, tiene que pasarse meses tocando código, que es solo ver números, hasta que todo encaja.
En este caso hay mucho más, los responsables de esta iniciativa se centraron en las máquinas en sí. Parece que había muchas en España apagadas, rotas, algunas incluso destrozadas deliberadamente por puro entretenimiento salvaje. Una que llegó de Francia la habían usado de gallinero. Su intención fue recuperarlas y arreglarlas para que volvieran a funcionar. Con los arcades es un trabajo, pero con los pinballs, una auténtica obra de artesanía y tecnología, según explican, porque tienen cierta complejidad.
Resulta curioso cuando comentan que reproducir ahora los juegos tal cuál eran en un ordenador supone un problema, estaban hechos para pantallas de poca calidad y ahora los que quedan deslucidos son los juegos si se ven perfectamente. No obstante, el usuario busca su caramelo de nostalgia con toda la intensidad del sabor. Quiere jugar y obtener las mismas sensaciones que tuvo en su momento. Es un momento magdalena de Proust en toda regla, pero deliberado.
Otro aspecto revelador es que se explique que buena parte de la tecnología actual, sobre todo la relativa a la imagen y los gráficos, tenga su origen en el desarrollo que supuso la competencia salvaje de la industria del videojuego de aquellos años. Mientras unos tenían la carrera armamentística, con sus avances, otros tenían esta que pudo ser complementaria, especialmente en las presentaciones en 3D o las máquinas que iban más allá, las que no eran arcade, sino simuladores y se movían.
La cuestión es que la recuperación de toda esta memoria y nostalgia ya no está en manos de los empresarios, sino de los viejos usuarios. Indiscutiblemente, es una forma de cultura. Un ejemplo que se pone es que nadie hubiese introducido a los Rolling Stones en una historia de la música en 1970, pero ahora a nadie se le ocurriría no hacerlo. Todo este legado de arcades viene a ser lo mismo. Hay que tener en cuenta que, como se apunta, vamos a un futuro en el que ser jugador profesional de videojuegos no va a dejar de adquirir relevancia y está previsto que en dos décadas no solo iguale, sino que pueda superar a los deportes tradicionales.
Los videojuegos, sentencian, son la industria cultural que más factura a nivel mundial. Más que el cine. De ser una extravagancia, ahora empiezan a ser una muestra de prestigio para las políticas culturales. Además, son intergeneracionales. Tanto a los salones retro como a este museo acuden padres con sus hijos y ambos disfrutan lo que están viendo por igual. La diferencia es que esos juegos eran totalmente intuitivos y la historia de fondo se comprendía al instante, en eso han cambiado, pero eso es precisamente lo que hace que ahora mismo sean un lenguaje universal.