A PROPÓSITO DE… / OPINIÓN

El amor y las flores

5/05/2024 - 

MURCIA. El día que llegué a mi nueva casa, al salir del ascensor, abrí un nuevo capítulo de mi vida y aterrizaba en un territorio desconocido, que en breve sería mi espacio familiar.

Se trataba de un rellano, bastante estándar en su disposición, con tres puertas correspondientes a los pisos en que se organizaba y una pared frontal que albergaba los ascensores. Frente a la puerta de la que ya era mi propiedad, se ubicaba un parámetro con rejilla de cristal abatible, soportada en una repisa de obra. Para mi sorpresa y desagrado, sobre ésta se disponía una variedad ecléctica de tiestos y macetas, con vegetales cuyos tallos y hojas se extendían hacia la luz de la celosía. Evidentemente aquel folclore era obra de la vecina del piso fronterizo con el mismo, quien, sin duda, debía considerar como propio aquel espacio por derecho de ubicación, por muy público que fuera.

"Me sentí invadida por esa explosión floral, como si la vecina estuviera reclamando un territorio que no le correspondía"

Los distribuidores son espacios colectivos a modo de muros invisibles que marcan distancia y dominio entre lo social y lo individual, también se comportan como tarjetas de presentación y delatan, en alguna manera, a los vecinos que habitan tras lo común. Tal vez por eso, me fijé en el entorno, en la decoración y su conservación. En los letreros de las puertas, sus tiradores y otros detalles, llamando mi atención, con desagrado, aquel huerto frente a mi puerta que desafiaba cualquier intento de armonía estética.

Mi reacción fue de desconcierto y disgusto: ¿Cómo podía alguien imponer su impronta personal, su sello en un espacio colectivo? ¿Qué autorizaba a la vecina a dar rienda a su libre expresión creativa con aquella mezcolanza de maceteros y vasijas extravagantes, cada uno de su padre y de su madre, en lo que era un universo compartido? ¿Qué legitimación tenía? Ninguna. Evidentemente.

Me sentí invadida por esa explosión floral, como si la vecina estuviera reclamando un territorio que no le correspondía. El descansillo es un lugar de paso, pero también un lugar de encuentros, una meseta al final de la escalera, donde se desarrollan las relaciones vecinales y su dinámica. En definitiva, se debate entre lo plural y lo individual. Como tal, debería mantener una apariencia neutral, sin imponer prioridades personales que puedan alienar a otros.

En un principio, pensé en proponer pautas comunes de decoración, teniendo en cuenta las preferencias de todos, pero pronto descarté esta idea por falta de confianza en la receptividad de la misma por los demás vecinos y por la percepción de que podría generar resistencia o rechazo en algunos de ellos. Teniendo en mí contra el hecho de que yo acababa de llegar y la vecina, que, además me doblaba la edad, era residente desde que se construyó el edificio, casi formaba parte de él. Sin contar con la complejidad a que, en su caso, llevaría cualquier intento de negociación con los miembros de la comunidad. Es decir, que imperó la política socialmente aceptada de hechos consumados, o lo que casi es lo mismo Costumbre contra Legem.

A la entrada o la salida de casa, aquel oasis ejercía sobre mí un efecto perturbador. Tocaba transigir y acostumbrarse, al entorno: no fue posible. La adaptación no tuvo lugar. Me hubiese habituado mejor a un cambio climático o a una nueva condición de vida que a aquel entorno floral improvisado.

De los cuatro elementos fundamentales: aire, sol, agua y tierra que las plantas necesitan para vivir, los dos primeros les llegaban a través del cristal movible, por donde la luz y el aire entraban sin reservas. De que no les faltaran los dos segundos se ocupaba ella. A menudo la encontraba allí de pie, metiendo en un tiesto un esqueje, poniendo derecha una rama o clavando la pared para agarrar la trepadora, que era como remacharme a mí las tripas. Lo peor sucedía cuando llegaban las visitas. Todas reparaban en el retablo y hacían su comentario y hasta alguna glosa, las de más fina ironía. En otras ocasiones cuando ella iba o venía, desde mi casa, oía las tres vueltas que daba a los cerrojos de su puerta, CLONC, CLONC y CLONC y a mi mente asomaba el vivero del rellano.

Es poco probable que las plantas percibieran mi disgusto, ya que carecen de sistemas sensoriales complejos como los de los seres humanos. Sin embargo, ante la duda de que mis miradas de censura pudieran causarles algún tipo de estrés o efecto negativo en su salud decidí ignorarlas. Y de este modo, ellas, ajenas y relajadas, se entregaban a su fotosíntesis, y yo las evitaba atenuando mi rabia.

Fueron pasando los años, durante los cuales tuve que conservar la postura y no caer en la embestida a la que me llevaba aquella provocación vegetal. La vecina se hizo mayor, sus hijos crecieron -¡Bueno, crecimos todos!- y el tiempo se deslizó borroso, con el presente y el pasado entrelazados en un torbellino de experiencias y emociones.

Un verano, de vuelta de vacaciones, me dicen que la vecina ha muerto. ¿De qué? ¿Cuándo? ¿De qué? De mayor ¿Cuándo? Hacía unos días. ¡Qué pena! ¡Cuánto lo siento!, exclamé nada original. Pero lo dije de corazón.

"Los objetos salían y con cada uno de ellos parecía irse un fragmento de tiempo que ya no volvería"

A partir de ahí, vi cómo poco a poco desalojaban la casa de la vecina. Los objetos salían y con cada uno de ellos parecía irse un fragmento de tiempo que ya no volvería. Cada mueble antiguo, cada marco, cada trasto viejo, cada caja de libros apilados parecía llevar consigo la exhalación y el gemido de una vivencia y no podía impedir sentir una opresión en el pecho y un estrujón en el estómago.

Era como presenciar el desmantelamiento de una vida entera, una vida llena de lo que están llenas todas las vidas, de momentos, de alegrías y tristezas, de sueños y desafíos. ¿Dónde se había ido aquel guion? ¿Se había esfumado sin más? ¿Sin registrarse siquiera, más allá de en un recuerdo, un retrato o una fotografía?

Una tarde noté el traqueteo de la llave en la cerradura. ¡CLONC!, ¡CLONC! Y en lugar del tercer CLONC resonó: Se acabó. Y una trágica sensación me invadió: la historia de la vecina y un pedazo de la mía se desvanecían en el aire del rellano.

Días después, me encontré atónita al descubrir que los tiestos aún reposaban imperturbables en su estante. ¡Las plantujas! Resonó en el hueco de mi mente. Pero, ¿cómo estaban allí? ¿Se habían llevado hasta el platillo del gato y no cargaron con las macetas?

Esa noche, en medio del silencio, pensaba que todo tiene un límite y el mío está rebasado. Se trata de estar en el sitio oportuno en el momento oportuno. ¿No dicen eso? Pues no sé si es el momento, pero el sitio es el sitio. ¿Y el momento? También: aquí y ahora. No se puede ser tolerante. Tanta permisibilidad y tanta pasividad y tanta... ¡La madre que...! Si hubiera quitado los matojos el primer día que llegué… Todos estos años aguantando el floreo y ahora. ¡Toma! Para mí. ¿Será posible? Ahora resulta que el jardín de... es mío. ¿No te...? Estos me han tomado a mí por ¿La jardinera entusiasta? ¿O qué? 

"¿Sería que los hijos, criados entre las aficiones botánicas de su madre, aún la sentían presente en aquel rincón?"

Todo eso me iba diciendo mientras que, a medida que se elevaba mi temperatura y se determinaba mi resolución, con paso decidido avanzaba por el pasillo de casa en dirección a la puerta. Salí al rellano. Una luz repentina, cortesía de los caprichosos sensores del presidente de la comunidad, iluminó el espacio, delatando mi propósito. Alargué la mano al tiesto y ésta retrocedió de súbito replegándose en mi regazo. ¡La tierra estaba empapada de agua! ¿Cómo era posible? Hacía más de veinte días que la casa estaba abandonada. ¿A qué se debía esto? ¿Sería que los hijos, criados entre las aficiones botánicas de su madre, aún la sentían presente en aquel rincón? De alguna manera, las plantas era lo único vivo que les quedaba de ella. Volví de vacío sobre mis pasos. La luz se desvaneció tras de mí.

Posteriormente, estando en casa percibí movimiento en el descansillo. Me asomé por la mirilla y vi al hijo de la vecina regando las flores con un botellín de agua. ¡Estaba en lo cierto! La noche que determiné quitar los floreros, una luz divina, como un guiño cósmico, iluminó mi mente con el pensamiento de que los hijos conservaban, aunque fuera en la ilusión, allí a su madre. Y me alegré de no haber consumado mi objetivo, porque el gesto, que en los años pasados, habría sido hasta legítimo en ese momento sería un crimen.

A la mañana siguiente, de camino al trabajo, esperando el ascensor me acerqué a las plantas. Percibí un cierto estímulo físico o químico en ellas al notar mi presencia, o a mí me lo pareció. En medio de la enramada advertí algún que otro brote, incluso florecillas esparcidas. Hojas de color saturado y tallos fuertes que parecían alejarse vertiginosos de sus raíces buscando la esbeltez. Entre la floresta advertí una trencilla que, como un cable, ascendía enlazándose con la caña de la enredadera. Una vaina tubular llena de… vasos sanguíneos. ¡Una arteria! La enganché y como un elástico reboto agarrándose con fuerza al tallo nudoso del poto. ¡Un cordón umbilical se adhería tembloroso a la trepadora de dorso gris azulado! Mi mano pegajosa se encogió, como la noche que note la turba mojada.

Ahora... la que temblaba era yo. Una sacudida me enterneció de pies a cabeza y sentí esparcírseme todos los poros, hasta la última capa de mi piel. El elevador subió y bajó. Bajo y subió… no sé las veces. Yo allí, imantada a la escena, solo acerté a pensar que es verdad, que llevan razón cuando dicen que todo tiene solución en la vida menos la muerte. Porque todo lo restituye el hombre y lo hace renacer de sus cenizas. Ciudades victimas de guerra, efectos desastrosos por eventos fortuitos, todo lo restaura, menos la tragedia irreparable de la perdida humana.

Pero que no es verdad, que no llevan razón cuando dicen que la muerte puede con todo, porque hay algo que se le resiste, con lo que no puede. Un Pegaso de blanca estampa que le saca su pecho inmenso y le planta cara. Un coloso de coraje indomable que no hay fuerza que lo arredre. Y ella reflejada, en su mirada desafiante, se ve diminuta, mezquina, miserable y se devuelve vencida, arrastrando su sombra negra. Algo con lo que no puede: el Amor.

Feliz día de la Madre.


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