Cuando todo lo que importa de la pandemia se reduce a confirmar la fecha para desenmascararnos definitivamente en interiores, la comunidad científica internacional se propone sacudirnos, otra cosa es que lo consiga, alertando al común humano de que la ciencia todavía anda rastreando el origen del coronavirus covídico. Que después de dos años aún no puedan probarse los hechos con sólidas certezas, pese a la era de los datos accesibles, la culpa recae precisamente en quien se niega a compartirlos, que no es otra que China. De esta manera cuece el caldo de cultivo global, del que antes emanará la receta para que la sociedad cambie para mejor que una nueva Declaración de Impacto Ambiental del Puerto de València.
Saber cómo el SARS-CoV-2 saltó de los animales a las personas queda en manos del historicismo, de momento y tal vez para siempre si la ciencia abierta no lo remedia. Así es, poco podemos esperar. Basado en los grandes conceptos de la colaboración, la transparencia y la accesibilidad, el nuevo paradigma científico viene a ser al factor de impacto, el estándar del éxito académico en las clasificaciones, lo que el coche eléctrico al motor de combustión en la transición energética. Todo en orden cuando las experiencias piloto se realizan en países de bien, normalmente los que baña el Mar del Norte, para asegurar que la transformación garantice la estructura.
Frente al círculo vicioso que nutre la competitividad por el número de artículos y citas, conocido con el aforismo publish o perish (publicar o perecer), en la carrera por la apertura (openness), que supera el acceso libre y gratuito de las publicaciones científicas (open access), todo son expresiones cuquis: la ciencia abierta es la que promete persianas subidas en los datos de investigación, las metodologías y los procesos y vincula a la ciudadanía en un entorno de investigación e innovación responsable (RRI) para hacer accesible los avances financiados con fondos públicos, potenciando la reproducibilidad y la reutilización de los resultados y fomentando el intercambio desde el inicio. Aquí, como ven, nadie habla de costes.
En esa tendencia que ya da nombre a un buen número de seminarios al cobijo del Horizonte 2030, los Países Bajos, los nuevos líderes de la transición hacia la ciencia abierta, se afanan en cambiar estructuralmente la forma de concebir la investigación y la difusión de los resultados científicos.
Los neerlandeses cuentan con el valioso precedente de atreverse a registrar el fraude científico, y en los últimos tiempos, se añade el movimiento de la Universidad de Utrecht en promocionarse como la vanguardia en Europa del open science, implementando una nueva fórmula de reconocimiento y recompensas a la gente que se dedica a investigar evaluando sus cualidades más allá de las métricas, una buena idea que se traduce, eso sí, en más trabajo: cada departamento debe customizar sus estrategias para identificar a los investigadores y académicos que contribuyen de forma más significativa en sus campos. Y no olvidemos el riesgo que asumen al ser los primeros. Colateralmente, la nueva evaluación crea inseguridad entre los jóvenes al encontrarse potencialmente en desventaja competitiva si buscan trabajo en una institución diferente.
No puede negarse que sea saludable el objetivo de aumentar la rendición de cuentas y la equidad en la producción de conocimientos, favoreciendo el acceso a los datos en repositorios de alta calidad y a los artículos de investigación libres de suscripciones ni tarifas de lectura. Pero las buenas pretensiones son caras. Solo las instituciones ricas pueden permitírselo, porque publicar en abierto no queda libre de peaje. El beneficio de la lectura gratuita se contrarresta por nuevas barreras a la autoría, lo que sigue creando desigualdad.
Según sus defensores, la ciencia abierta ha venido a plantarle cara al elitismo, sin embargo el planteamiento no se puede simplificar a “abierto” o “cerrado”, por mucho que nuestras dicotomías cotidianas sean hijas de Barrio Sésamo. La ciencia abierta va más allá de una simpática osadía del movimiento hacker, aunque sea uno de sus orígenes. La ciencia compartida, íntegra y responsable, que concierne a la industria y la economía, no puede solo abarcar el sistema de investigación de una universidad o de un solo país, como tampoco se puede confiar la toma de decisiones a las generalizaciones propias de organismos internacionales como la UNESCO, que no dejan de ser una orientación iniciática.
No pase por alto que la apertura de los resultados científicos es una acción más de política que de ciencia. Esto se ve muy bien con el ejemplo de Estados Unidos, donde a partir de enero de 2023, una buena parte de las 2.500 instituciones que integran los Institutos Nacionales de Salud deberán proporcionar un plan formal para compartir públicamente los datos generados por su investigación.
Por mucho que los políticos lo califiquen como un avance hacia la ciencia abierta, entre cuyos objetivos se apunta combatir la mala ciencia, la iniciativa mantiene algunas deficiencias del pasado. Replicar un estudio requiere muchos recursos, pero el sistema científico no recompensa de la misma manera a los investigadores que reproducen los resultados, cuando la replicabilidad debería apreciarse como esencial en cualquier investigación para garantizar su integridad. A esa debilidad se le añade una preocupación más, sobre el aumento de la carga de trabajo y los desafíos financieros de los requisitos para preparar un plan detallado, lo que obligará a los investigadores a dotarse de apoyo de personal capacitado para hacerlo.
Recrearse en la sofisticación del marketing científico repleto de calificativos biensonantes (accesible, pública, transparente y colaborativa) sin valorar las consecuencias, no solo lleva a definir la ciencia abierta como una amalgama de utopías, en nombre de la buena ciencia y en contra de la métrica, como dicen hasta sus defensores, sino que obvia algo tan fundamental como la otra cara de la investigación, la que se hace en el terreno privado, y, además, pasa por alto la vergüenza de que algunos gobiernos impidan directamente la apertura del conocimiento compartido. Lo peor que puede pasarle a la ciencia abierta es reducirla a lema de conferencia o cumbre internacional. Bastante tenemos con las del cambio climático.