MURCIA. Comentábamos la semana pasada en esta columna la serie de FX que ha distribuido HBO, Snowfall, thriller mafioso con todos los clichés del género, bastante entretenido, situado en los barrios de Los Ángeles desde donde empezó a extenderse el consumo de crack. También hacíamos mención a Kill the messenger, una película que contaba la historia del periodista que destapó el tráfico de drogas en el que estaba involucrada la CIA para financiar guerrillas contrarrevolucionarias en América Latina. Un reportero, Gary Webb, que fue difamado públicamente, perdió su empleo y apareció muerto en un supuesto suicidio; supuesto pues tenía dos tiros en la cabeza, aunque había enviado cartas a sus familiares anunciando sus planes y despidiéndose.
Ahora Netflix contraataca sin ficción. Con un documental, Crack: Cocaine, Corruption & Conspiracy, en el que pone en perspectiva el daño que sufrió la comunidad afroamericana cuando se extendió el consumo de crack. Es un gran reportaje porque sitúa la gravedad del fenómeno en los factores complejos: Uno, la desigualdad económica y la pobreza extrema; dos, unos medios de comunicación irresponsables; tres, políticos oportunistas, y cuatro, la criminalización de sectores de la población por el color de su piel.
El origen del problema lo sitúan en las medidas neoliberales que impuso Ronald Reagan desde su llegada al poder. Como ocurrió en otros tantos países, la solución que se dio a la segunda crisis del petróleo fue la sociedad dual. A unos sectores de la población les va bien o aceptablemente y a los que no, quedan excluidos y abandonados a su suerte, igual que sus hijos y nietos. Concretamente, el documental denuncia la eliminación de la ayuda social de medio millón de personas, los cupones de comida a un millón y los programas de comedor infantil a 2,6 millones de niños. Todo con una coletilla en los discursos muy curiosa, "... to make America great again".
Esta situación coincidió con el auge de la cocaína como droga recreativa y el descenso de su precio cocinada para venderla en base. Por primera vez era asequible para las capas populares. En familias donde no había ingresos, un menor de edad pasando crack podía ganar en media hora lo mismo que en meses trabajando en el McDonald's, donde a su sueldo mínimo de 3,5 dólares la hora, tenía que descontarle los impuestos. Fue dinero fácil para muchos de ellos y se lanzaron a su comercio sin pensar en las consecuencias. Antiguos camellos entrevistados en el documental dicen que se convirtieron en "capitalistas callejeros" y citan casos como llegar a venderle crack a sus propias madres. Un chaval espabilado solo necesitaba 200 dólares para invertir en cocaína, cocinarla y empezar así su negocio.
Estas consecuencias fueron por todos conocidas. Tanto dinero supuso la adquisición muchas armas y las batallas entre bandas de traficantes se convirtieron en enfrentamientos entre, prácticamente, señores de la guerra. La policía también se corrompió. Salían de casos como su involucración en el tráfico de heroína de Nueva York en los 70 y volvían a meterse en otra.
Con los cadáveres tirados en la calle, los medios entraron en escena. Siguió una campaña sensacionalista como pocas que puso el acento en personajes tan dispares como las embarazadas negras. Lograron que fueran acusadas de facilitar drogas a menores a través del cordón umbilical y que muchos médicos se dedicasen a denunciar a toxicómanas en estado en lugar de asistirlas. Entretanto, la CIA era partícipe del lucrativo negocio de esa demanda de cocaína para financiar a los sicarios de las dictaduras latinoamericanas de espaldas al Congreso, que no daba su aprobación.
El resultado fue la criminalización de toda la comunidad afrocamericana. Estaban incontrolados porque se metían crack, se metían crack porque estaban incontrolados. Esta neurosis llevó a los políticos a iniciar una competición por la mano dura en las elecciones de 1986. Con leyes como la Antidrug abuse act se imponían penas de cárcel según los gramos que se llevase encima, pero con cierta desproporción. Un gramo de crack era un año de cárcel, como cien gramos de cocaína. La nueva ley estaba dirigida a un colectivo y la policía, básicamente, solo actuaba sobre él. Un código penal similar al de la Ley Seca, que también tenía una faceta racista al estar dirigida sobre todo a los trabajadores católicos, como los italianos, alemanes e irlandeses.
Bush y Clinton continuaron con esa espiral de mano dura. Se militarizó a la policía y se llenaron las cárceles hasta alcanzar los niveles más elevados del mundo en una supuesta democracia. Un documental de Ava DuVernay analizó este fenómeno en un extraordinario documental, 13th, en el que enlazaba la War on drugs con el auge de las cárceles privadas, el trabajo de los presidiarios y los beneficios que obtienen de él grandes empresas, conformando un sofisticado sistema de pura y llana esclavitud que afecta, fundamentalmente, a negros y latinos.
La paradoja es que en la actualidad, cuando la epidemia de opioides ha afectado a la clase trabajadora blanca, los medios la han tratado en términos sanitarios, no criminales, denuncian los entrevistados. Por eso no es casual que Dave Chappelle comentara en uno de sus últimos monólogos que cuando ha visto a tanto blanco enganchado a la heroína por fin ha podido saber lo que sentía un blanco, porque, decía: "me da igual".