El futuro ya no es una película de marcianos con trompetillas. Este año que termina hemos visto el porvenir imbricado en nuestros días y hemos temblado. Leo que un barcelonés celebra estos días la implantación en su cráneo de dos aletas y vuelvo a sentir que se necesita más imaginación para hacerse futurista porque los viejos iconos de lo venidero se han ajado.
El chico de las aletas se hace llamar Manuel de Aguas. Aún no parece claro que sea un animal acuático atrapado en el cuerpo de un humano, más bien una “identidad en exploración”, como él declara, con afán de añadir nuevos sentidos a los que ya posee. Sus aletas detectan cambios de presión, humedad y temperatura que los transfieren a través de un microchip de conducción ósea. La plasticidad neuronal y los fenómenos de neuroadaptación harán el resto, me digo, pero el artista se reservará para sí hasta dónde ha ido con el salto cualitativo. De momento ha recibido reacciones de rechazo tan intensas que se hace difícil que confiese la ventaja real de sus nuevos miembros.
Exploramos nuevas identidades, ¿es sólo insatisfacción? La biomejora va en aumento y pronto dejará de ser un tema de debate ético. Hace mucho que traspasó la línea de la salud para saltar al puro capricho y lo bello, lo olvidamos fácilmente, es un mero consenso. Si uno se remonta al primer intento de transgredir la naturaleza, la vista se pierde hasta el origen de la humanidad. Desde los primeros rituales ha estado presente y pasa por la irrupción de los antibióticos y las prótesis mamarias o los transplantes de órganos. Harbisson, el primer ciborg o humano unido biológicamente a la tecnología (tiene una antena, no la lleva), discrimina entre los transhumanos y los transespecies que, como él, no aspiran a tener superpoderes sino a estar mejor conectados con el entorno. Por ello lidera la Fundación Cyborg, que opera hace diez años, y ayuda a los interesados a seguir su estela. De Aguas, de tanto fotografiarlo en Barcelona, se ha acabado integrando en sus filas.
Oímos estos días los recelos de quienes no quieren pincharse la vacuna del Covid por si pudiera hacernos transgénicos. Se olvida que la pureza quedó ya muy lejos de nosotros. Y que pronto habrá que definir de nuevo lo humano y lo transhumano, porque todo estará hibridado.
Manuel declara que cuando hay más humedad, un sonido de burbujas se activa en su cerebro y le traslada a la ficción de estar dentro del mar. Leer un buen libro puede proporcionar experiencias así de intensas, pero este artista cyborg necesita la inmediatez de un artilugio altamente sofisticado. No es tan distinto de la predilección de mis hijos por el audiovisual antes que las novelas.
“No me sentía transespecie antes de mis aletas ─declara─. Este proyecto nace de una curiosidad de artista por explorarme a mí mismo y mi conexión con el entorno”. No voy a decir que esté loco pero sí fuera de la norma. Me gusta investigar los motivos profundos de la gente disidente y, si puedo, dar con algo que me identifique antes de emitir un juicio. Y la crisis de valores es lo primero que me sale al paso.
En la sociedad de la opulencia las cosas hace tiempo que no funcionan como sería esperable. Byung-Chul Han la califica de sociedad del cansancio. Unos buscan el equilibrio en el despeje y la renuncia de lo superfluo, en la vida llana y la aceptación. Pero esta liga que se exilia de lo humano parece tomar el camino contrario. Rompen con su especie y se someten a dolorosas cirugías, implantaciones de chips, tatuajes masivos y humillaciones caninas. Si mis tataranietos mantienen la costumbre de salir los sábados por la noche, el garito que frecuenten puede ser como la del mítico bar de Star Wars en su primera entrega. Los imagino acodados a la barra entre hombres híbridos, mujeres reptil, seres velludos y provistos de unicornios o escamas. La tecnología puede llegar a proveernos de todo, menos de salud mental. ¿O sí? Es un viejo debate.
Desde propuestas artísticas hasta un auténtico trastorno de identidad, la cuestión que me intriga en estos renegados de su especie es lo mal parado que queda el avance que supuso la Declaración de los Derechos Humanos. Los hemos pisoteado tanto que ya nadie siente apego por ellos. Si has sentido una identificación poderosa con tu mascota, tanto da renunciar a tu condición de Sapiens. Acaricio a mi perra Noa mientras medito estas idioteces y paso revista a las veces que he querido ser ella: horas de parque, pienso de importación, siestas en las que sueña en voz alta y agita las patas. La veo enroscarse en el sofá cuando me voy a trabajar y la llamo Mantenida. Muchos animales son fáciles de mitificar porque ofrecen un trato sencillo, sin traiciones ni dobleces. Sin lenguaje en el que dar una mala réplica. Cada vez observo más parejas jóvenes que se conforman con un par de mascotas y colman de forma fácil su instinto maternal y de cuidado.
Nuestra identidad es un constructo de la imaginación. Hay condicionantes ambientales muy poderosos para inclinar la balanza del género pero, ¿se puede aplicar esta ley para la especie? Quizá en cien años estas preguntas estén llenas de telarañas. Si una pareja decide que su niño debe suplir el hueco que ha dejado en la familia el perrito Boby, puede que en el 2120 lo orienten desde la cuna a conducirse como Boby y hasta la ley lo ampare. Hay quien asume este tema como la estela natural de las conquistas que han obtenido las nuevas formas de diversidad sexual, pero yo no acabo de verlo. Se me hace fácil entender cómo se deconstruye el binarismo de género y se expande la identidad, pero no capto la disforia de especie. Soy hija de mi tiempo.
Pessoa, en su Libro del desasosiego, parecía un precursor de este tipo de desclasados. Se confesaba “indiferente a lo divino y despreciador de lo humano”. Su incapacidad para adorar la humanidad como hacían sus contemporáneos lo había lanzado a una tierra de nadie. “Este culto a la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una forma de revivir los cultos antiguos, cuando los animales eran considerados como dioses o los dioses tenían cabezas de animal”. Sabemos que el escritor lisboeta sufría difusión de identidad, al menos a nivel creativo. La explotaba de forma brillante. Si viviera hoy y algún cirujano japonés lo hubiera seducido para operarse y liberarse de su insatisfacción, quizá no disfrutaríamos hoy con páginas tan hermosas. Nos deja para siempre su desasosiego. Escritos muy humanos donde se debate su crisol de personalidades para que ninguna triunfe sobre las otras. “Si el corazón pudiera pensar ─escribe─, se detendría”.