MURCIA. Para mí, el año nuevo comienza en realidad en septiembre, cuando terminan las vacaciones de verano. Pero saltarse de vez en cuando las propias normas está tan bien como cualquier otra cosa, así que me propuse encontrar una fecha para celebrar la llegada del año cuando, según el calendario, es nuevo de verdad. Pues ya la tengo: el 11 de enero. Es el día en el que empiezo a ver Supongamos que Nueva York es una ciudad, la serie documental sobre Fran Lebowitz dirigida por Martin Scorsese. Al terminar el primer capítulo ya estaba buscando entre el caos de mis estanterías -mis criterios para ordenar y archivar son tan absurdos que nunca sé dónde hay nada- Vida metropolitana, el primer libro de Lebowitz, que Tusquets tradujo allá por 1984. Lo compré entonces porque veía sus columnas en Andy Warhol’s Interview, pero como la mitad de las cosas se me escapaban, agradecí mucho poder leerla en castellano. “No soy una persona insensible. Creo que todo el mundo debería tener ropa de invierno suficiente, alimentación adecuada y un techo digno. Creo, sin embargo, que, de no ser que se porten de una manera aceptable, deberían quedarse en casa bien arropaditos y bien comidos”, escribía Lebowitz al principio del capítulo Modales. A los 21 años, reflexiones así me parecían de lo más lúcidas. A los 57, cuando empiezo a plantearme seriamente salir a la calle con un lanzallamas, me resultan imprescindibles. No olvidemos que, al menos en mi país, la mayoría de la gente necesita que se le prohíba hacer lo que por el bien propio y común no debería hacer; pero si no se le prohíbe y como consecuencia de sus actos mueren personas, entonces todo es culpa del Gobierno. Ver el documental sobre Lebowitz resulta tan liberador como releerla y encontrar párrafos como este:
“Si eres disc jockey, recuerda por favor que tu trabajo consiste en poner discos que gusten a la gente y no en impresionar con tus gustos esotéricos a otros posibles disc jockeys de visita en tu discoteca”.
El día que se cumplen cinco años sobre la muerte de Bowie escribo un artículo al respecto en este mismo espacio. ¿Cuántos artículos he escrito sobre Bowie desde que murió? Por supuesto, no me voy a poner a contarlos, de la misma manera que me niego a contar los discos o los libros que tengo, bastante tengo que con escucharlos y leerlos y acordarme de que los tengo. Como autor, repetir las cosas me parece fundamental porque me da la oportunidad de seguir profundizando en un tema. De seguir contextualizándolo. Una de las cosas que descubres cuando el presente se convierte en pretérito imperfecto y el futuro se convierte en presente, es que el significado de ciertas obras no deja de crecer. Y ahora que el inabarcable flujo de información puede contener cosas que no sabías pero que necesitabas saber (la gran mayoría no necesitas saberlas), esa tendencia a la revisión se me antoja cada vez más apasionante. Hay que insistir. No basta con decir las cosas una vez. Puede que nadie te preste atención, o puede que sí, pero al rato lo que has dicho se olvida porque ya están pendientes de otra cosa. A mí también me ocurre, por eso apunto todo aquello que me parece digno de ser recordado. Como esta sentencia de Lebowitz que acabo de recuperar:
“Los niños, vestidos de etiqueta, no lucen nada”.
En 2021 cumplo 39 años escribiendo sobre música. Hago hincapié en lo de música porque si pongo solamente escribiendo podría parecer que pienso que lo que escribía cuando empecé tiene algún valor. Tampoco puedo poner que cumplo 39 años como periodista porque me he hecho periodista sobre la marcha, escribiendo, pero no he estudiado la carrera. Sea como sea, me parece más apropiado decir que llevo 39 años siendo pesado, que entre otras cosas quiere decir que más o menos he estado hablando sobre lo mismo: lo que me gustaba o me parecía interesante. 39 años. No quiero esperar a la fecha redonda para decirlo. La gente ha enloquecido con las efemérides siempre y cuando sean cifras que acaben con ceros y cincos. Yo creo que cuando ha pasado el tiempo suficiente para recordar o conmemorar algo, lo de menos es la cifra. Que el primer disco de Suicide, Bilbao, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, Nada o Maxinquaye acumulen años sirve también para recordarte con qué tipo de aceites mantienes engrasados tu mente y tu espíritu. No necesito que Fear of Music cumpla 50 años para darme cuenta de lo importante que es para mí. También lo era cuando cumplió 42.
En el tiempo que llevo publicando he conocido gente que me ha dicho que alguno de mis artículos de la era analógica -de cuando no existía internet- le había hecho descubrir música que ha sido muy importante en su vida. Eso ya no ocurre en la era digital. Un artículo puede gustar mucho durante un rato, pero al día siguiente nadie lo recuerda porque todo el mundo está pendiente de otra cosa. Y es tremendo, porque yo me identifico muchísimo más con lo que escribo ahora. Así y todo, cuando hace 25 años publicaba algo que pudiera llegar a tener un cierto impacto en El País de las Tentaciones, ya pensaba que la página del artículo que leías hoy serviría para envolver el bocadillo de mañana.
Leo en Twitter que el escritor Salva Alemany recomienda Uncle Frank, de Alan Ball. Como es el artífice de A dos metros bajo tierra, una de las grandes novelas no publicadas en papel de este siglo, Alan Ball siempre cuenta con todo mi crédito. Es de esos autores a los que les perdono que meta la pata. Incluso le perdono que meta la pata a menudo. En Uncle Frank no hay metedura de pata alguna. Es una historia de la aceptación propia y ajena, de la homosexualidad en la América sureña en los años setenta, una película que consigue que hasta las persianas de casa lloren. En 1982, cuando empezaba a escribir, leí una declaración de Laurie Anderson que decía: “Si algo me hace reír, me lo creo. Y si algo me hace llorar, también me lo creo”. En 1984, las cosas que escribía Lebowitz me parecían muy acertadas. Ahora me río tanto con ella que me parecen de manual de supervivencia. Como esta manera de titular un capítulo (y el capítulo en sí mismo), que yo hago extensible también a la palabra “señor”:
La palabra “señora”: generalmente empleada para describir a una persona con la que no te detendrías a hablar ni cinco minutos.