MURCIA. Solo él puede romper el silencio. La mañana se despereza despacio en el parque y ni siquiera han llegado aún los demás perros con sus amos. Rafa discurre relajado sobre cualquier cosa y yo sólo sé mirar las carreras de Noa y la punta de mis zapatillas, que se oscurecen a medida que aplastamos el rocío del césped. La luz es hermosa, la voz de Rafa también. Sé que espera que diga algo. Sé que sabe que no lo haré, que aún estoy dormida, y que hay amor en su tolerancia. Señala uno de esos pájaros negros que picotean solitarios en los arbustos, uno de pico amarillo. Nos da rabia desconocer su nombre, siempre señalamos con el dedo y nos encogemos de hombros. No sabemos de pájaros ni de árboles. Sin los nombres, sospecho, la belleza parece más volátil y hay más dolor en ella. La cosa empeora cuando se trata de un paisaje doméstico, unos árboles y unos pájaros que se han hecho íntimos con la repetición: de seis y media a siete y veinte, de ocho de la tarde a nueve. El pájaro hace su exhibición distraída y Rafa arranca con la observación de que comen mierda. Él los ha visto picotear en las cacas de los perros y también los ha oído cantar de maravilla. En mi cabeza se forma una conexión, el esbozo de una metáfora, pero no lo comparto, se estrella en una mueca que forman mis comisuras. Todavía me aplasta la flacidez del sueño.
"El barrio vacío; la pascua se juega en las playas, en los montes. Ni siquiera el aparcacoches está a la vista entre las aceras despobladas"
Después abre el tema de mi permiso, cuándo empezaré, cómo voy a organizarme, cómo hay que contárselo a los niños, ¿contárselo a los niños? Jamás pensé que hubiera que incluir algo así en el repaso de la cena, al lado de cuándo tienes el próximo examen, te has lavado los dientes, recoge tu ropa del suelo, mamá se va a coger un permiso. Permiso sin sueldo, ¿qué es eso? Su madre dejará de ir diariamente al hospital y no está enferma ni despedida. No tiene vacaciones pagadas ni la someten a confinamiento. ¿Cuál es el peligro? Que lo interpreten como una rendición, supongo. “Tienen que saber que somos ahorradores, y que no todo en la vida es el trabajo. Que hacemos otras cosas”. Le miro con profunda admiración, pero no sé si lo nota. Guardo silencio. Otro pájaro negro se cruza en el camino y me sonrío porque el pensamiento que me asalta rompería la gravedad de sus palabras. Supongo que yo también picoteo y canto, medito, que debo alternar todos los planos. En cada cosa está su dualidad y yo no soy diferente a ese pico amarillo: yo también como mierda para emitir después un dulce canto. Y en la escritura me lleno, o me vacío, y acudo de nuevo a la vida en su crudeza. Al lodazal. Y me embarro otra vez. Me lleno. Me vacío.
El caso es que las amapolas han irrumpido hace semanas en la cuneta de la carretera al trabajo. Antes puede que ya estuvieran, pero yo no tenía aún esta mirada periférica, no entraban en mi campo. Mi viaje al hospital era un movimiento de succión, una visión monocarril y un edificio chato e irregular al fondo, feo como una almendra garrapiñada. Desde que la directora médica me dio el ok, las amapolas me interpelan, su tersura mecida por la brisa me saluda cada mañana, su insolencia roja y silvestre; todo me dice que no pegan con nada, pero pueden crecer donde les dé la gana. Sólo necesitan la primavera.
Y a todos los compañeros que me han preguntado les he dicho que sí, que estoy bien. Los más allegados se preocupan por mi salud, una amiga me llama por si ya he caído enferma y lo desmiento entre risas. No he caído ni quiero comprobar si lo haré. Pero todo el mundo asume mi desaparición sin sorpresa. Ni siquiera tengo que dar muchas explicaciones, sólo dejo que especulen en voz alta, que se respondan ellos mismos, que los brotes, los suicidios, los ansiolíticos, que el otro día en una guardia. Dejo que hablen de lo mucho que les gustaría también a ellos desaparecer por un tiempo. No les hablo de la neurosis, la culpa, de lo que cuesta dar el paso. De los meses en los que remoloneé, tejí una red de excusas, incluso pensé que era presa del síndrome FOMO (fear of missing out). Supongo que ya no queda nada que me pueda perder y esto inaugura un mundo, puede ser algo nuevo, frágil y luminoso, difícil de decir en voz alta. Supongo que ya no me siento esencial y eso roza la esperanza en su capa externa. Intuyo que la pandemia se debilita, boquea, agota su virulencia. Quién puede discriminar entre lo real y lo deseado, a quién le interesa. A mí ya no, desde luego.
Esta semana sólo quedaba anunciarlo en el equipo, asumir esos ojos puestos en una que proyectan de todo, desde el desdén a la empatía, la envidia, la nostalgia anticipada. Hay chascarrillos, confesiones. Soy una invitación. Un cuestionamiento. Por momentos tuve que vencer una extraña emoción emparentada con la disidencia: soy un otro dentro de esto que ves. En el departamento de personal me pidieron una justificación formal de mis “motivos personales”. Un par de párrafos en texto libre donde no dije nada de mi novela, ni de mi padre, ni del gusto de echar a perder las zapatillas en el rocío de la mañana, ni de las amapolas o los picos amarillos.
El barrio vacío; la pascua se juega en las playas, en los montes. Ni siquiera el aparcacoches está a la vista entre las aceras despobladas. Somos dos porteadoras silenciosas, la niña el carrito, yo las bolsas. Ha visto a los clientes que pueblan los pasillos vacíos del súper y se ha preguntado, como yo, qué hacen ahí, cuál es su historia, en qué mundo viven. Me lo suelta mientras sortea los bordillos con pericia y no levanta los ojos de la acera. Le comparo la experiencia con el que acude de madrugada a un hospital porque no puede conciliar el sueño, pero a la niña no le sirve, “ahí tú ya sabes su historia, mamá, yo lo que te pregunto es qué hace alguien en un súper a las tres de la tarde, ¿cuál es su historia?” En mi cabeza estaba claro, yo también he sentido el desgarro de la soledad al buscar sus ojos escurridizos, puedo trazar puentes entre una figura y otra pero ella no. Su mundo es bullicioso, satinado y mullido, sólo tiene 13 años. Cuando saco las llaves del portal he desistido de intentar que lo entienda.
El movimiento pendular que enseña la lucidez o las sombras tiene su máxima expresión en la exploración psiquiátrica. Desde el asiento del copiloto le cuento a Rafa el capítulo final de El Quijote, que releo estos días, y se lo prescribo como quien confía en una inyección revitalizante. Es prodigioso, insisto, porque se da un momento en espejo, y cuanto más cabal es lo que dice don Quijote más locas resultan las réplicas de sus allegados (la sobrina, Sancho, el cura, el bachiller y el barbero), que buscan en sus palabras una nueva treta o un anuncio de muerte inminente. El loco no puede morir porque es quien hace cuerdo al interlocutor. Si está cuerdo, morirá, si vive: debe perpetuar su locura; hay un empeño desesperado en mantener la identidad del Quijote demente a salvo. Sancho es el más tierno de todos y el más apasionado; le propone no dejarse morir “Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver”. “Déjense burlas aparte ─responde Alonso Quijano el Bueno─, y tráiganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento”. Rafa, que parecía atender la carretera con una atención tangencial a mi charla, se gira determinado y responde que sí, que esa es la actitud, no sólo ante un loco que se recupera. Defiende la escucha descontaminada, natural, abierta, la escucha realmente amorosa. Es la única que da por viva la lucidez en el otro, que sigue su rastro infatigablemente. Todo el mundo debería dar por cuerdo al contrario antes de desacreditarlo.
Medito y descubro que esa es la médula de nuestro trabajo diario y me siento como los zahoríes detrás de pozos de agua, como los antiguos buscadores de la fiebre del oro. Pero es lo que me tiene enganchada a los enfermos y, por ende, a las personas. Ese momento delicado, escurridizo, en el que un pensamiento sensato se abre paso en lo que parecía un edificio en ruinas. O, al contrario, ese instante cegador, como unas luces largas que te aturden en la autopista, en el que el discurso descarrila o el afecto no acompaña las palabras. La pérdida de la congruencia. Ese momento en que el otro ya te ha dado la espalda y es una silueta menguante aunque te siga mirando a la cara. Aduaneros. Velamos por el paso fronterizo y debemos hacer de él un puente abierto 24 horas, franqueable. Garantizar que paso a un lado u otro sea ordenado. Reversible. Metódico. Todo el mundo debería tener un grado en aduanas.