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crítica de cine

'Otra ronda': el alcohol no ahoga las penas

9/04/2021 - 

MURCIA. Thomas Vinterberg se dio a conocer internacionalmente al convertirse en el cofundador, junto a Lars Von Trier, del movimiento Dogma 95. A través de un Voto de Castidad compuesto por diez postulados, querían recuperar la pureza del cine, nada más y nada menos. Eran un par de provocadores, unos agitadores culturales dispuestos a hacer ruido y remover los cimientos del cine europeo y, aunque su propuesta estuviera llena de impostura, lo cierto es que consiguieron una enorme repercusión con sus primeras películas, que supusieron un soplo de aire fresco. 

En ese momento, Von Trier ya tenía una trayectoria asentada. Su anterior película, Rompiendo las olas, había ganado el Gran Premio del Jurado en Cannes, pero Vinterberg era un recién llegado, por lo que su aparición en el panorama con Celebración (1998), la primera película del movimiento Dogma, fue recibida como un auténtico acontecimiento. 

En ella ya se percibía que Vinterberg se sentía especialmente cómodo andando por la cuerda floja. No le importa especialmente si caía o no en pie con tal de llevar hasta las últimas consecuencias sus planteamientos. Celebración también delataba que era capaz de moverse con soltura tanto en la coralidad como en la individualidad y que su máximo propósito era extraer las miserias de sus personajes para evidenciar la hipocresía de la sociedad. 

Tras Celebración practicaría un buen puñado de géneros en películas muy diferentes entre sí: el thriller romántico (It’s All About Love), el western (Querida Wendy), la comedia loca (Cuando un hombre vuelve a casa) y el drama familiar (Submarino), pero sería con la controvertida y ambigua La caza (2012) gracias a la que volvería a adquirir reconocimiento internacional. 

Después de una etapa centrada en el cine de época o en determinados acontecimientos históricos (Lejos del mundanal ruido, La comuna o Kursk) ahora regresa con Otra ronda  para conectar con la actualidad a través de un tema peliagudo como es el papel que juega el alcohol en la sociedad actual. 

Para ello utiliza un dispositivo a medio camino entre la comedia, el drama reflexivo y el cuento moral en el que cuatro amigos, profesores de instituto de mediana edad y con diversas crisis profesionales y personales a sus espaldas, pondrán en práctica las locas teorías de un psiquiatra noruego que afirma que el cuerpo humano tiene un déficit de alcohol en la sangre y que se debería beber la cantidad adecuada para compensarlo. 

Armados con un alcoholímetro y un termo de café lleno de vodka integrarán una rutina milimétrica en su día a día a base de chupitos. Al principio se sentirán más desinhibidos, más seguros, pero poco a poco entrarán en fase adictiva y necesitarán una dosis mayor para mantener los efectos de la euforia. 

El director configura la narración de Otra ronda como si se tratara de las fases de una borrachera: los inicios chispeantes, la embriaguez embaucadora, la pérdida de la perspectiva y la sensación de no poder parar hasta desembocar en la catarsis etílica y la inevitable resaca. 

Al principio el viaje resulta divertido, pero por el camino descubriremos las miserias de los personajes, la crisis de la masculinidad en la que se encuentran sumidos y su intento desesperado e inmaduro de escapar de toda esa sensación de fracaso vital a través del autoengaño que los conducirá a una espiral autodestructiva. La película comienza con una frase de Kierkegaard, “¿Qué es la juventud? Un sueño. ¿Qué es el amor? El contenido de un sueño”, para certificar que nos encontramos en el territorio de la frustración y el abismo personal. 

Vinterberg se acerca con ternura a sus cuatro protagonistas, unos excelentes Thomas Bo Larsen, Magnus Millang, Lars Ranthe y en especial Mads Mikkelsen (todos juntos ganaron en San Sebastián el premio de mejor de interpretación) que se convierten en representantes de ese modelo de sociedad noruega del bienestar que el director siempre ha pretendido desmontar a lo largo de su carrera. 

Otra ronda está compuesta con tanta precisión que resulta difícil no rendirse ante su perfecto mecanismo. Quizás su mayor hallazgo sea encontrar el punto medio entre la luz y la oscuridad de sus criaturas sin resultar aleccionador, aunque en este sentido en algún momento de su parte final encontremos alguna trampa narrativa. 

Vinterberg intenta reflexionar en torno a ese concepto de felicidad tan etéreo que parece imposible de alcanzar dentro de un mundo competitivo, deshumanizado donde late el miedo a no estar a la altura de las circunstancias y donde se ha perdido la conexión entre las personas y la capacidad de sentir y emocionarse. Su celebrada y catártica escena final a ritmo de What a Life, de Scarlet Pleasure, es toda una declaración de intenciones por parte de un director que sabe lo que es el dolor más profundo tras haber perdido a su hija antes de comenzar el rodaje de esta película. 

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