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ofendidita / OPINIÓN

Todos deberíamos ser una señora

6/10/2020 - 

MURCIA. Tal y como está el panorama informativo, sé que lo normal sería que dedicara este espacio a divagar sobre alguna ultimísima hora, algún sesudo asunto político y sanitario. Pero mira, esta vez no. Esta vez, me voy a dedicar a uno de mis temas favoritos, un asunto muy alejado de las portadas y la rabiosa actualidad, pero muy pegado a la vida. Hoy voy a hablar de mis referentes fundamentales: las señoras.

Sí, sí, las señoras. Esas mujeres que se han pasado gran parte de su existencia pariendo y criando; fregando y alimentando. En definitiva, cuidando. Exprimiendo las horas y los recursos para llegar a todo, para tapar todas las grietas. Quedándose siempre con el huevo frito más feo de la comida. Y haciéndolo, además, en silencio, sin esperar nada a cambio, porque tenían grabado a fuego que era el papel que les había tocado asumir. Años y años encargándose de sus hijos, sus padres, sus nietas y sus suegros. Del tío soltero, de la prima viuda. Porque ya se sabe, comprobar que el abuelo se ha tomado las medicinas es cosa de la parienta. Desarrollar inquietudes artísticas, intelectuales o políticas, pues ya no tanto. Y claro, servidora, como buena feminazi que soy, cada vez que leo acerca de esos escritores tan prolíficos, esos sabios que solo se dedican a sus ideas o esos ejecutivos que aman la autoexplotación salvaje, no puedo evitar preguntarme quién les lavará los calzoncillos y les preparará la sopa cuando lleguen a casa agotadísimos de contarle al mundo cómo se deben hacer las cosas.  La respuesta resulta obvia: casi siempre es una señora.

Y aquí viene la paradoja más cruel. Por una parte, se limita el valor de estas mujeres a hacer croquetas y, por la otra, se mantiene el empeño de seguir considerando lo doméstico (esas mismas croquetas) como un ámbito secundario de la vida, en vez de aceptar que constituye la columna vertebral de la sociedad. Que esas croquetas de tu madre no llevan 75 años haciéndose solas, José Miguel.

No lo olvidemos, en ese menosprecio a las señoras se conjugan a las mil maravillas los prejuicios de clase y género. “Explícalo para que lo entienda tu madre” es una frase común en ecosistemas tan fálicos como el periodismo, dando por hecho, que, obviamente, tu madre es una vieja fuera de onda incapaz de asumir conceptos medianamente complejos. ¿Cómo van a poder tener una opinión formada sobre la subida de los alquileres o los derechos trans si son señoras mayores? ¿Cómo van a entender la situación política si algunas tardes ven Sálvame y se siguen emocionando con Casablanca en lugar de analizar el cine de Nolan? Que a lo mejor no han leído a Houellebecq y les dan absolutamente igual las puñeteras memorias de Woody Allen, pero al menos no se creen que Elon Musk sea el gran héroe de nuestro tiempo y Amazon un Disneylandia para adultos, que tú también eres un poco bobo, José Miguel, hijo.

Pues nada, no hay manera. Las opiniones de estas damas que tararean a Rocío Jurado se consideran irrelevantes; sus intereses, frívolos y sin sustancia. Y ante una sociedad que las ignora y no las considera interlocutoras legítimas para los ASUNTOS IMPORTANTES (porque para preguntar dudas del potaje sí que os sirven, ¿eh bribonzuelos?) ellas deciden vivir su vida. Total, ya han escapado de la dictadura de la juventud y de esos cánones tiránicos que nos abocan a una inalcanzable perfección constante. Ya no se sienten interpeladas por los anuncios de cuerpos milimétricamente normativos o por la ficción, donde raramente aparecen representadas más allá de alguna actriz secundaria que hace de madre o abuela de alguien.  En ese vacío social al que se ven abocadas, las señoras se vuelven libres. Con sus dolores de espalda, sus geranios, sus coplas, sus tertulias y sus batas (ay, qué maravillas las batas, las batas son hogar, las batas son revolucionarias. Ojalá las declaren Patrimonio de la Humanidad).

Luego te ves a mucho pseudointelectual y mucho emprendedor con sus frases motivacionales de medio pelo y su wanderlust que las observan por encima del hombro y les piensan en la cara un “Menudas marujas”. Una panda de mediocres con ínfulas que todavía no se han dado cuenta de que esas mujeres llevan en sus bolsos comprados en rebajas más sabiduría que todos los libros de autoayuda que algunos desperdigan por su salón para parecer más proactivos, más empresarios de sí mismo.

Es una conversación recurrente en mi grupo de amigas. Con nuestra treintena, nuestras precariedades e incertidumbres a cuestas las vemos a ellas: esplendorosas con un buen puñado de décadas cumplidas, gozando del café con leche y el croissant y tejiendo todavía esa red de afectos que les ha ayudado a sobrevivir hasta ahora. Asumidos sus achaques y fragilidades, sus estrías y sus dolores. Hartísimas de aguantar sandeces, de vuelta de todo. Dispuestas a recuperar todo el tiempo perdido en esa trampa de las dos jornadas laborales: la de fuera de casa y la de dentro.

Ante un mundo que olvida su existencia, que ya no las considera objeto de deseo ni de consumo, ellas se lían la manta a la cabeza y se lanzan al disfrute de sí mismas con ese poder casi absoluto que te otorga la autoconciencia. Por ello, son ellas las que llenan las sesiones de tarde en los cines, las que mantienen vivos muchos teatros, las que se apuntan a baile, a cerámica y a pilates en lugar de estar dando lecciones preñaditas de condescendencia sobre qué tendría que estar haciendo el Gobierno o por qué los jóvenes son la peste (sí, Felipe González, te estoy mirando a ti). Y ahí te las ves, rebosantes de vida, encadenando refranes y renegando un poco, a ver si después de toda la vida sirviendo a los demás, no puede una soltar de vez en cuando algún “es la primera vez que me siento en todo el día” o un “Señor, llévame pronto, que el cuerpo me pide tierra”. Están en todo su derecho.

 Reinas, cracs, máquinas, las señoras son lo máximo. Todos deberíamos permitirnos ser una señora de vez en cuando.

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