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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Los músicos negros importan

14/06/2020 - 

MURCIA. Las vidas negras importan, o eso venimos proclamando insistentemente hace unos días. Los artistas negros importan. En el terreno musical en el que soy especialista, los negros son el comienzo de todo. Son el blues, el jazz, las raíces más profundas del rock & roll. Los negros son exactamente aquello que los Rolling Stones hubiesen querido ser, pero como transformarse en Chuck Berry y Bo Diddley era imposible, tuvieron que limitarse a ser jóvenes blancos al servicio del rhythm & blues. Lo cual, dicho sea de paso, resultó milagroso para la entonces naciente cultura pop, no hay mal que por bien no venga. No veo que suponga un problema que los blancos cojamos elementos culturales de los negros. El problema es que no lo reconozcamos ni le demos a sus orígenes el valor que merecen, y que incluso seamos capaces de despreciarlos. Existen inercias que para mí es primordial eliminar. Una de las más importantes es no olvidar a las artistas femeninas que son tan fundamentales como cualquiera de sus homónimos masculinos. Si no lo hago así, caigo en ese vicio que va más allá del simple despiste porque fomenta una invisibilidad que es una injusticia histórica. Con los músicos negros me ocurre lo mismo. Sé que soy sincero cuando me indigno por la crueldad del sistema policial estadounidense, pero a la hora de enumerar discos de música negra que hayan sido muy influyentes para mí, los blancos siempre tienen preferencia por el único hecho de que me acuerdo inmediatamente de ellos. 

En mis primeros años de afición musical, la música negra era algo secundario. Canciones que me gustaban dentro de un fondo heterogéneo que rara vez elegía yo y que venía dado por la televisión y la radio. Sin embargo, me gustaba mucho la música disco, música hecha en su gran mayoría por artistas negros. El discotequero era un estilo mal visto por casi todos los hijos del rock & roll, que se creyeron con derecho a hacer lo que les diera la gana, inclusive valiéndose de una música que no era la suya. En España, durante muchas décadas, lo negro -al igual que lo latino y lo gitano- era contemplado como sinónimo de horterada y mal gusto. Los negros hacían la música barata y facilona; los blancos, en cambio, la música que molaba. Y si bien la música discotequera estaba plagada de productos de usar y tirar, de voces y rostros a las órdenes de un equipo de producción, no hay que menoscabar algunos de sus logros. Hasta Boney M, que no eran más que la puesta en escena de las ideas de un productor alemán llamado Frank Farian, resultaban rompedores por su imagen y su puesta en escena. A mí siempre me lo parecieron, especialmente las tres mujeres del conjunto, que formaban como una especie de unidad carnal y sexual -siempre aparecían juntas- independizada del espasmódico vocalista. Donna Summer era una cantante negra que a mí me cautivó al escuchar su voz planeando sobre la construcción sintética del italiano Giorgio Moroder. I Feel Love, música europea que tenía como contraste una de las voces negras más sensuales de la historia, abrió las puertas del futuro de la música pop. 

Durante los inicios de mi adolescencia, mis fuentes de alimentación musical fueron esencialmente blancos. Hasta que caí rendido ante Chic, un grupo negro que quería hacer en clave de funky una música tan sofisticada como la de Roxy Music. Al principio solamente identificaba sus canciones con el trasfondo hedonista de mis primeras sesiones de discoteca. Sesiones marcadas por una música que parecía que únicamente se podía disfrutar plenamente en una sala de baile. Nunca compré ninguno de esos discos -sin embargo, sí compraba singles como Miss You, que eran los Stones haciendo esa música- hasta que tomé conciencia de lo mucho que me gustaba Chic. fue el primer disco que compré de ellos. Estaba en las cubetas de música de importación de saldo de Viuda de Miguel Roca. En esa misma tienda encontré, en circunstancias muy parecidas, uno de los primeros álbumes de Prince. Una facción de la música neoyorquina que tanto me gustaba -con Blondie a la cabeza- me ayudó a ver que la música negra era importante y que, en lugar de segregarla o ignorarla, había que celebrarla. Blondie grabaron Rapture en 1980 y un año antes habían elaborado su propia mutación de I Feel Love, una canción llamada Atomic.

Nueva York me enseñó que había que abrazar la música negra. Talking Heads me descubrieron primero a Al Green y luego, la música africana. James Chance me enseñó que la vanguardia y la pista de baile también podían estar cerca. Y todo esto lo supe en un momento en el que València comenzó a crear una escena de ocio alternativo basada en disc jockeys que daban la espalda a la música discotequera en favor de sonidos mayoritariamente ingleses y blancos. Algunos de esos artistas bebían de la electrónica europea, pero también había muchos que idolatraban a Bowie, sobre todo al Bowie de Young Americans, el disco que marcó su idilio con la música soul. Cualquier cosa que sonase a funk negro era rechazada en las noches valencianas. Es cierto que todos estábamos hartos de la omnipresencia de George Benson y The Crusaders, machacados sin cesar en los locales de moda. Pero aquella tendencia implicaba, entre otras cosas, darle la espalda al imprescindible Don’t Stop Til You Get Enough de Michael Jackson. Dos años después, Jackson se convertiría en un fenómeno mundial haciendo una música negra que celebraba el mestizaje. Y así y todo, canciones como Wanna Be Starting Something sonaban irresistiblemente negras. Una de las reinas del verano de 1982 fue Grace Jones con su I’ve Seen That Face Before. Jones venía de la música disco, pero por aquel entonces reivindicaba sus raíces jamaicanas en la base rítmica de un estilo que también se abría a otros estilos. El reggae también era negro, pero al contrario del funky, era una música que no te rebajaba al nivel de hortera. Quedaba bien escuchar a Bob Marley -supongo que eso sobre todo se debía a que su música iba ligada al consumo de porros- pero tenías que dar muchas explicaciones si escuchábas a Chic. Ese tipo de cortapisas siguen presentes a la hora de poner música en un bar donde habitualmente suena música indie. Puedes poner a Tame Impala en cualquier momento, pero hay que pensarse muy mucho cuándo y cómo poner a Michael Jackson, a pesar de que el primero bebe descaradamente del segundo. Lo mismo ocurre con Daft Punk y Prince. Mezclar según qué cosas sigue siendo un tema delicado. Pensaba en todo esto el otro día cuando colgaba fotos de artistas negros en las redes junto al hashtag #blaklivesmatter.

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