MURCIA. Antes de todo y sin más preámbulos conviene decir que no hay anticuario sin amante del arte y de las antigüedades, ya sea en formato de coleccionista compulsivo y estudioso, o de comprador o visitante ocasional. No es algo tampoco original puesto que tampoco hay librero sin lectores y así otras tantas profesiones. Ambos se reclaman, se necesitan. El anticuario echa el cebo que son sus preciados tesoros, y espera que llegue quien sufra el flechazo, se los apropie, y en definitiva quien los quiera hacer suyos. Busca el aprecio, y como prueba de ello el precio que sus clientes están dispuestos a desembolsar, en algunos casos haciendo un esfuerzo importante para limitadas economías doblegadas por la pasión de tener en exclusiva un trozo de pequeña historia o gran relato, o simplemente de belleza. Hoy más que nunca vivimos en unos tiempos en los que se defiende desde los medios una forma de vida que no pasa por tener, sino por usar. Pero, ciertamente, no todos los bienes son equiparables para aplicar esa filosofía del uso frente a la de la propiedad. Una obra de arte no es un vehículo eléctrico para moverse por la ciudad. De hecho, el arte o los objetos antiguos son bienes nacidos para ser apropiados por quienes desean poseerlos y tenerlos cerca todos los días, en su ámbito más privado. En el caso del arte los artistas necesitan para su subsistencia, como tales y no en calidad de pluriempleado, de aquellos que desean hacer suya una de sus creaciones, no de simplemente quienes quieren gozar de su presencia temporalmente. Como he dicho en alguna ocasión, se promueve una sociedad del disfrute sin apropiación, a poder ser gratuita, a través de toda suerte de eventos urbanos, y de experiencias, pero dejando en un segundo plano un tanto vergonzante la adquisición exclusiva, en régimen de propiedad, del arte mediante. Así, en este estado de cosas la creación artística es inviable e insostenible.
Los anticuarios son un dique de contención para evitar que aquello que tuvo una función, un uso en el pasado, que estuvo de moda, que fue chic o simplemente que embelleció un lugar, sea succionado por el agujero negro del tiempo, o mejor, del olvido. El anticuario es guardián de que la evolución, que es inevitable, no sea un permanente borrón y cuenta nueva. De hecho, mucha gente que vive inmersa en la modernidad, sin una mirada mínimamente retrospectiva se sorprende que se pueda vivir de comprar y vender cosas que realmente no tienen una utilidad práctica en el presente post industrial, el mundo de la nube y las plataformas de internet. El anticuario piensa que la historia no puede quedar únicamente en las páginas de los libros y en las tesis doctorales. La Historia escrita no puede ser aceptada como un auto de fe. La autenticidad y belleza de estos vestigios del pasado deben seguir conviviendo con nosotros como rastros físicos de otra época, como testigos de cargo de lo que nos cuentan los historiadores.
Raro es el caso de un anticuario que no cuente entre sus amigos alguno de sus clientes habituales puesto que comparten una pasión. El roce hace el cariño y las conversaciones y tertulias son habituales en tiendas y galerías más allá del horario de cierre. Esas sillas isabelinas que pasan años hasta encontrar comprador, cumplen una función esencial para acomodar al visitante necesitado de compartir con su interlocutor sus últimas adquisiciones y las anécdotas que las envolvieron, lo cual es replicado por el anticuario al relatar sus andanzas buscando tesoros.
Los anticuarios cuentan historias y la Historia a través de los objetos. Visitar una tienda de antigüedades es hacer un recorrido por la historia española y europea. Los estilos coinciden con reinados: Luís XV, Carlos IV, Imperio, Fernandino, Isabelino, las escuelas geográficas son de uso habitual, y suenan más los nombres de Santos y Vírgenes que en muchos templos.
Los anticuarios creen de la segunda oportunidad promoviendo la recuperación de las piezas y dándoles una nueva vida más digna si cabe. Es aquí donde surge la figura del restaurador como un profesional necesario en casos en que la obra o el objeto han iniciado una imparable carrera a la degradación. Una carrera que en ocasiones se detiene in extremis poco antes de llegar a un punto de no retorno. La desidia, el abandono, la falta de apreciación por el anterior propietario han dado lugar a que millones de objetos del pasado dejen de ser tales y acaben desapareciendo de las más diversas formas tras siglos de existencia más o menos azarosa.
Los anticuarios también son también coleccionistas y momentos de ofuscación les hacen olvidar que aquel objeto es su sustento económico. A parte de la colección que comprende aquello que ha buscado y encontrado en los lugares más inverosímiles, y que pone a la venta en su espacio, es muy difícil que un anticuario no se lance a acaparar, aunque sea durante un tiempo, algunos objetos que caen en su mano resistiéndose a decirles adiós para siempre, dándoles acomodo en su casa. Así el anticuario se acaba convirtiendo en un coleccionista frustrado en mayor o menor medida, puesto que el sino de su profesión es despojarse de objetos de los que en muchas ocasiones se enamora. La paradoja se produce cuando hay que hacer compatible la alegría de una buena venta con la tristeza de la despedida de aquello que adquirimos en un acto de amor. Quién de nosotros no ha sufrido la pérdida, despidiéndose de aquello de naturaleza irremplazable (esto es importante), que durante un tiempo fue suyo, pero que necesita vender para que la rueda continúe girando y que lo que se va pueda ser sustituido por lo que viene.
Los anticuarios piensan en su trabajo hasta durmiendo. Es difícil que desconecte y cualquier momento es bueno para una conversación sobre el algo relacionado con su profesión: Una compra en ciernes, una venta por cerrar, un objeto u obra por estudiar.
Los anticuarios aportan su cuota parte en hacer más divertidas, cultas e interesantes las ciudades junto a otros comercios culturales como las galerías de arte o las librerías. Es un hecho constatable que si hay algo que caracteriza a las urbes del siglo XXI es la uniformidad de sus centros. El diseño de estos espacios urbanos, más allá de los monumentos del pasado, pues suelen coincidir con la parte antigua de la ciudad, bien marcado por las directrices estéticas y de consumo impuestas por las grandes marcas y las franquicias globales que han ido arrinconando el comercio tradicional y a los comercios históricos que singularizaban nuestras poblaciones, regalando carácter y personalidad. El comercio cultural, una muy concreta hostelería y cierto comercio de proximidad, son los últimos espacios que combaten en desigualdad de armas la adormecedora uniformidad que nos inunda.
Los anticuarios, finalmente, estudian todos los días y cada día aprenden varias cosas. La formación continua es una parte de su profesión, e incluso aquí aprender de los errores cometidos a la hora de adquirir una obra cobra especial importancia. El territorio temporal en el que el anticuario se desenvuelve comprende siglos de creación vastísima e inabarcable, que han generado una información literalmente imposible asimilar (estilos, autores, escuelas, iconografía, materiales…). Las piezas que el anticuario recibe, o que despiertan su interés, significan, en ocasiones, una novedad irrepetible, una aparición, y tal como llegan se marcharán para no volver a ser vistas, puesto que aquí no hay pieza de repuesto que se pida al fabricante. Una sola pieza merece toda su atención y estudio, aunque sea por primera y última vez.