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Bitácora de un mundo reinventado  / OPINIÓN

La fatiga y sus metáforas

10/03/2021 - 

El señor Bancini, asténico entrañable de Alguien voló sobre el nido del cuco, gozaba de un guión monocorde y fácil de retener. “Estoy cansado ─decía entre silencios, muy cansado”. ¿Será el mantra de esta década? 

La metáfora del Covid agudo puede ser el símil que hizo famoso al entrañable Forrest Gump y su caja de bombones; nunca se sabe lo que va a tocar, ¿un resfriado común? ¿La muerte por asfixia? Pero el Covid persistente entra en la categoría de las enfermedades de origen oscuro y alivio dudoso, aquellas que según Susan Sontag “tienden a hundirse en significados”

“Ya no tengo miedo a que el Covid me mate les dejo caer a mis compañeras de camino a la máquina de café ─ lo que me acojona es el cansancio” Ríen aliviadas porque habían aguantado la respiración a la espera de una nueva majadería. Pero no. Amo la vida. Lo que me aterra es la fatiga crónica. El Covid persistente es ya una realidad que aterriza entre las cifras de muertos y sube como una marea silenciosa en una sociedad ya de por sí cansada. El 10 % de quienes han pasado la enfermedad siguen acarreando al menos uno de cincuenta síntomas duraderos y el campeón es la fatiga (58%), seguido del dolor de cabeza (44 %). 

Sólo faltaba. Hace décadas que me peleo con ambos síntomas y se me hace difícil dejar atrás alguno de estos males porque son el peaje que pago por ser moderna. Byung-Chul Han ya lo describió en La sociedad del cansancio, que es el reverso fatal de la “sociedad del rendimiento” y no lo atribuía a un virus sino al exceso de positividad. En 2010, cuando publicó su ensayo, lo infeccioso se consideraba erradicado pero no la lucha contra nuestros límites. La sociedad que bascula alrededor del Yes We Can crea individuos frustrados o reventados, Bellas Durmientes, miembros, como yo, de la Liga de los Tumbados. Y ahora, además, nos ha caído una pandemia encima.

La energía, como las rayitas de la batería en el móvil, se hace traslúcida con el avance de la semana. Antes la carga daba para cinco días, ahora empieza a escasear el miércoles. Show must go on: me afano al teléfono y sonrío al pensar que los pacientes no verán mis ojeras. Una depresiva grave tenía cita presencial pero no ha venido. La mujer excusa su falta de asistencia con una metáfora poderosa: la ropa no le vale. “No puedo ir a verte porque no sé qué ponerme, todo me ha quedado pequeño…” No ha ganado peso, más bien al contrario. Lo más común en estas melancolías es el delirio de ruina o de ser contagioso. Existe una variante extrema que supone el vacío somático, sin vísceras, la experiencia del hueco sensoperceptivo, la cosificación del cuerpo y su mutación en cáscara vacía. La melancolía es la gran metáfora del cansancio, la connotación hecha denotación, el término imaginario que se come al real. Un tipo de extenuación hecho carne y hueso.

Los melancólicos se sienten vacíos pero no les mengua la talla de la ropa. “Nada que ponerme”, insiste esta mujer. Las quejas de mi paciente son insólitas y sonrío al auricular porque a mí me pasa lo mismo cuando miro el armario y no lo voy a confesar. Yo también he pensado estos días que la “ropa” me quedaba pequeña. Embuto en la agenda del día más cosas de las que pueden tolerar mis costuras. Las tenso. Las abro con cada movimiento. Las voy sometiendo cada día más y no conquisto otra cosa que la cama cada noche: cuando me tumbo me asalta la pregunta de por qué he tardado tanto en volver al mismo sitio. Qué pretendía sino encontrar la cama de nuevo, la vuelta al arrope infantil, al seno materno de los psicoanalistas. Más de doce horas se me representan en ráfaga cuando me dejo caer y me doy cuenta que creía buscar otra cosa pero sólo ansiaba la horizontal. 

Leo la premiada novela de Bárbara Blasco cuando llega la tarde del viernes y el dolor en las sienes me hace desaparecer bajo el edredón. Es el escenario idóneo para leerla. En Dicen los síntomas, la enfermedad sirve como eje y excusa para explorar los grandes temas de forma ácida e incisiva. La protagonista le da vueltas al tiempo, el dolor, el lenguaje, el fingimiento, el pasado, el amor y, por supuesto, la muerte, reflexiones a pie de cama de su padre comatoso. Yo no he caído enferma pero me regodeo unas cuantas horas en los privilegios del malestar. La pausa filtra otra velocidad, crea el tiempo de los detalles, de la caída de la luz en el ventanal, de los ruidos tamizados desde la calle. Si hemos de vivir enfermos, me digo, firmemos una tregua con la dolencia. Adoptemos los buenos gestos del sanatorio, ese microcosmos, mundo “blanco” para Blasco, por el que desfilan los cuerpos descarnados, sinceros, que se hacen fiables de tan reales. “Este espacio junto a la cama es una conquista de la realidad en la que planto bandera”, proclama su protagonista. 

Cada época tiene su enfermedad paradigmática y una metáfora asociada que remite a la sociedad que la engendró. Puestos a psicologizar la fatiga crónica de nuestros días, parece que con ella nos haya caído el castigo merecido por nuestra locura plusmarquista. En el paradigma capitalista del crecimiento infinito, el exhausto parece un residuo congruente. Susan Sontag, poco dada a culpabilizar al enfermo con teorías psicológicas, repasa el dibujo que los románticos hacían del tuberculoso y los contemporáneos del canceroso. Leo La enfermedad y sus metáforas y decido que se cabrearía mucho al leer mis líneas. No cree que el cáncer fuera “prerrogativa de la revolución industrial (existía ya en la Arcadia), ni pecado exclusivo del capitalismo”.

Tampoco defendería una visión ecologista según la cual nuestra pandemia actual (como el cáncer) fuera “una rebelión de una ecosfera agredida: la Naturaleza se venga del malvado mundo tecnocrático”. Descreía, en fin, de toda teoría psicosocial, estetizante o demonizante de las patologías, que a fin de cuentas culpabilizara más al individuo. Acababa de superar su primer cáncer cuando lo publicó y no le gustaba un pelo oír aquello del tipo caracterial oncológico al que se describe inhibido, poco emotivo y reprimido. Detestaba, a la postre, que se juzgara al enfermo por reprimir sus pasiones o dejarlas correr. Protestaba contra “las vastas deficiencias de nuestra cultura y la falta de profundidad de nuestro modo de encarar la muerte”. Y, sin embargo, como hija de su tiempo que era, murió a los setenta por un segundo cáncer y sin aceptar su final inminente. 

Yo, que moriré en alguna década de este siglo que bosteza y no sé cómo, sólo puedo invocar la letanía del señor Bancini. 

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