MURCIA. Durante los felices años 80, 90 y 2000 tengo la sensación de que las tres o cuatro generaciones que tuvieron el protagonismo durante ese periodo estaban tan obsesionadas con el futuro que rompieron todos los lazos con el pasado. La Guerra Civil volvió a la memoria colectiva, para muchos adultos por primera vez en su vida, a golpe de fosa y exhumación. Imágenes traumáticas. Luego fue la interminable crisis que se inició en 2008 la que empezó a descongelar recuerdos como el fenómeno de la desindustrialización e incluso puso de actualidad episodios políticos clave de los años 70 y 80. Esas tres décadas (por fortuna) erótico festivas cayeron como un muro sobre el pasado a todos los niveles y parece que ahora hay una urgencia por recuperar esos vínculos.
En cuestiones históricas, no hay que engañarse, salvo trabajos académicos que pasan desapercibidos para el gran público, tenemos una verbena con farolillos de todos los colores. La guerra total de propaganda política exige justificar victimismos actuales en tergiversaciones pasadas. Se produce mucho material que, afortunadamente, en su formato físico tal vez sirva algún día para poner estuco en hogares necesitados de eficiencia energética. Con respecto a la cultura popular, el nivel de precisión que se ha alcanzado permite hablar ya de años dorados. La cantidad de documentales y libros de altísima calidad que se publican sobre artistas de la época analógica son como un paraíso para el anciano de nuestro tiempo. Llegan a un nivel de detalle nunca soñado.
Sin embargo, entre estas miradas atrás, existe también la más delicada. La de la reconciliación con los antepasados. Tratar de entender a las generaciones que te han precedido, pero no en el hemiciclo ni en los escenarios, sino en la vida. Con el sello de la editorial Xordica, llega Virtudes (y misterios) de Xesús Fraga. Obra originalmente escrita en galego que el propio autor ha traducido al castellano. El libro está construido a base de retales de vida, de detalles aparentemente banales e intrascendentes que, no obstante, introducen al lector en la saga familiar creando un vínculo emocional con él. Es una sensación parecida a la que tuve con Naturaleza infiel, de Cristina Grande, si bien aquella era de ficción (o eso se supone) y la de Fraga entra en el terreno de las memorias autobiográficas.
La huella de la historia en esta familia la marca el hecho de que se trata de tres generaciones de emigrantes y emigrados, aunque finalmente el autor se estableciera en Betanzos para emprender una exitosa carrera como periodista y traductor. El punto de partida está en la ausencia del abuelo. Se marchó a Venezuela y dejó de dar señales de vida. La mujer que dejó a atrás, la abuela de Fraga, siguió adelante en Londres con un estoicismo que van revelando todos esos aludidos pequeños e inocentes detalles.
A partir de ese punto la progresiva y después definitiva falta de noticias solo permitía conjeturas. Por un lado, se podía leer un episodio de fracaso, la figura bien conocida del emigrante que, lejos de alcanzar sus sueños de gloria, malvive en una pobreza que le impide el regreso y por orgullo tampoco pide ayuda para hacerlo. Por otro, el caso de quien ha formado una nueva familia, anclándose así a la tierra de acogida hasta convertirla en definitiva y borrar toda aspiración a un retorno. Ambos caminos eran factibles, incluso conciliables.
La personalidad de la mujer que se había comido esa espantada, la profunda herida que tenía dentro y solo podía cicatrizar con su carácter, es universal. No entiende de culturas ni de naciones. Fraga destaca que escondía las emociones por miedo a que fueran percibidas como una debilidad, pero en las siguientes páginas se transmite algo más, que la incomodaban, que podían resultarla incluso desagradables. Por contra, se comunicaba con sus seres queridos a través de los paquetes que enviaba desde Londres. Estar ahí, trabajando y proveyendo, quizá fuese lo que daba sentido a su vida después del palo. Como es obvio que aquí se trata de un abandono familiar, no hay ningún juego novelesco con el origen de ese desapego, pero ¿quién no ha tenido familiares con ese tipo de dolores impenetrables y ha ido descubriendo a lo largo de su vida el porqué de su conducta? De todos modos, el cierre de esta historia, en el antepenúltimo capítulo, es de lo mejor del libro.
En la parte de los padres está hasta el último detalle. No en vano, parte de las memorias de estos capítulos están basadas en los diarios de su madre, donde se refleja sobre todo el trabajo extenuante y las angustias económicas que marcaron su vida en esa época. Además, no falta la maldición del emigrante, que nunca es del lugar al que va, ni vuelve a ser del que se marcha:
"-¿Tu madre es inglesa? La sorpresa que me causaba aquella pregunta nunca llegaba a menguar, por más veces que la escuchase, en especial los primeros años después de volver a Betanzos, precisamente su lugar de nacimiento. No reparábamos en la extrañeza que producía, a oídos poco acostumbraos a la variedad de lenguas, su costumbre de dirigirse a mí en el mismo inglés que había sido nuestra habla cotidiana en Londres y con el mismo nombre propio de allá: Tony"
Desde una óptica social, el lector descubrirá en esta obra aspectos de Galicia que no se corean diariamente en los medios nacionales. Hablábamos la semana pasada de que era una tierra en la que el capitalismo destruyó la economía campesina, pero era un capitalismo tan débil que no pudo absorber la mano de obra que desalojaba. El resultado es que ahora quizá sea la parte de España más parecida a Balcanes, tanto en fisonomía del terreno como en carácter, sentido del humor y el hecho nada casual de que todo el mundo tenga familiares en América y la Europa con mayor concentración económica. De hecho, Virtudes (y misterios) destaca por su amplitud. Es una saga de trabajadores, sin más, es muy difícil no reconocer situaciones semejantes en tus antepasados si entre ellos también hubo gente humilde.