En las narrativas científicas, políticas y de barra de bar sobre el paro y el desempleo, un auténtico chivo expiatorio es el robot, la encarnación sin carne ni hueso de la temida automatización. Mientras, la tecnofobia podría ser la detonante de una nueva oleada del terrorismo internacional a mediados de siglo
MURCIA. Hubo un tiempo no tan remoto en el que las oleadas se contaban por contagios no víricos, pero sí virales. Pese a que ya lo hizo antes el empleo (o la falta de él), la pandemia ha desplazado en las principales preocupaciones humanas al terrorismo. Alguna cosa buena había de traer el coronavirus, aunque sea un espejismo. Este fenómeno, uno de los más viles que puede acometer la Humanidad, representa un campo de investigación cuyo comportamiento los estudiosos describen en forma de oleadas, marcadas por el objetivo de las organizaciones criminales en cada momento. Como toda ciencia, en este fangoso terreno son clave las buenas preguntas, y al igual que entre quienes estudian las enfermedades, en el listado de quienes investigan el crimen nunca falta la causa.
'¿Cuál será la principal causa del conflicto terrorista en el año 2040?', se preguntaba un estudio de 2019 publicado en The International Journal of Intelligence, Security and Public Affairs, cuyos autores, investigadores de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla y de la Universidad de Barcelona, fechan en 2040 la quinta oleada de terrorismo moderno y señalan a la tecnofobia como principal detonante a largo plazo. Su título, Cinco distopías terroristas, se refiere al análisis de algunos de los escenarios posibles resultantes de cinco tendencias (o miedos colectivos): el desarrollo tecnológico en biomedicina, la aparición de nuevas ideologías, el cambio climático, el desempleo estructural asociado a la automatización y el crecimiento de las ciudades. ¡Y eso que ni sabíamos entonces dónde quedaba Wuhan!
La tecnofobia, vista por los autores como un ludismo digital en el que las redes sociales son la nueva Spinning Jeny, tiene en su carácter transversal su principal fortaleza, que afectará a numerosos segmentos de población sin mirar a sus orientaciones políticas o creencias religiosas -“incluirá a seguidores de extrema derecha o izquierda a ateos y creyentes”-, creando grupos de detractores “anti-tecnología”, defensores de un pasado analógico idealizado unidos por la insatisfacción y el descontento social. Un terrorismo potencial que tendrá como objetivo tanto creadores como usuarios de tecnología.
Cuando las fobias se generalizan como categoría diagnóstica pone los pelos de punta a los practicantes de la psicología científica, tanto como lo hace la tecnología en las personas que padecen tecnofobia, el rechazo a los dispositivos complejos y sus efectos no deseados, es decir, sudar como Dave en 2001: Una odisea en el espacio al desconectar la memoria del malísimo HAL 9000, siempre en lo más arriba de los malvados electrodomésticos de la ciencia ficción. Pero, ya se sabe, si no lo dicen los americanos del DSM, la enfermedad como tal no existe. Debates médicos aparte, el miedo a la máquina alimenta, sobre todo, a un género artístico que trasciende formatos. Aquí no se incluyen, a pesar de su forma epistolar, los envíos de cartas bomba elaboradas por el matemático y terrorista Theodore Kaczynski, alias ‘Unabomber’, como protesta por los efectos del desarrollo tecnológico en los años 90.
Para mantener la plasticidad de nuestra esponja flotante y una personalidad a prueba de fobias, una de las mejores medicinas es escuchar a la senectud, cuya productividad se mide por la potencia de las cascadas de reflexiones y recuerdos. “Estamos en un periodo prerrevolucionario, pero una revolución nunca es igual a otra”, me decía en una entrevista sobre su pasado bélico el entonces nonagenario Patricio (Pío) de Azcarate, aficionado a la historia, hijo rebelde del internacionalista Pablo de Azcarate, descendiente de la burguesía leonesa -pariente de los Entrecanales-, cachorro de la guerra y disfrutón de los tiempos de cuando la bohemia era barata (esta última, préstamo de Manuel Vicent), eterno Erasmus exiliado y jubilado en Alicante.
“Cómo las futuras tecnologías influirán en el diseño de las empresas, los salarios y los derechos, son preguntas que necesitan menos ficción”
Otro niño bien, que antepuso la historia académica a las ganancias del ladrillo, profesor idolatrado por promociones socialistas valencianas de las aulas de Economía de la Universitat de Valencia, era Josep Fontana. En una cena con el economista Jordi Palafox y la historiadora Teresa Carnero posterior a su disertación en La Nau, donde promocionó Por el bien del imperio. Una historia del mundo desde 1945, pregunté a Fontana si el 15-M no había tenido las consecuencias del mayo del 68. El historiador de historiadores respondió que aquellos del 68 vivían en las nubes, que el aumento de salarios que lograron los sindicatos fue lo que estimuló la economía francesa para que absorbiera a los jóvenes, y que, en cambio, nuestra sociedad no tenía esa capacidad y que las calles se llenarían. Era 2012.
“En el tercer trimestre de 2011, la economía norteamericana ha recuperado los niveles productivos de antes de la crisis, pero con seis millones de trabajadores menos. Se habla con alegría de la Tercera Revolución Industrial, la de fabricar sin tener que pagar salarios”, recalcaba Fontana con los datos del economista de Berkeley, Robert Reich, ex secretario de Trabajo de Clinton, y protagonista del documental Salvar el capitalismo, que Netflix produjo inspirado en su libro Saving Capitalism: For the Many, Not the Few (2016), contra la visión del capitalismo como culpable de todos los desórdenes mundiales y sobre la premisa de la necesidad de reinventarse para prevenir la proliferación del clientelismo, que erosiona la confianza en el sistema de libre mercado.
En las narrativas científicas, políticas y de barra de bar sobre el paro y el desempleo, si hay un auténtico chivo expiatorio del expolio de salarios y derechos en todo el globo, ese es el robot, la encarnación sin carne ni hueso de la temida automatización. No es poca la literatura teórica que especula desde hace años sobre lo que podría suceder cuando lleguen a todos los ámbitos del trabajo. Tan propio de la ciencia social, el baile de porcentajes de trabajadores afectados está servido. Por eso resulta muy estimulante todo lo que venga a sacudir el mainstream científico.
En el arte de aporrear teorías, hay que decirlo, los alemanes son muy buenos. Desplieguen este hilo tuitero -¡gracias por compartirlo, Albert Comellas!— que hilvana el economista Jens Südekum, en el que viene a celebrar el visto bueno para publicación a un estudio que él y sus colegas llevan intentando que vea la luz desde hace cuatro años. Hasta la aceptación de la Journal of the European Economic Association, el trabajo, con el título El ajuste de los mercados de trabajo a los robots, solo conocía el rechazo de las revistas. “Oh, sí, sus resultados son realmente interesantes y convincentes, pero son específicos del caso alemán. ¿Qué podemos aprender de ellos?”, les contestó uno de los varios referees -evaluadores de artículos científicos- que se resistieron al texto. Semejantes desplantes por sesgo de nacionalidad los que conoce bien la ciencia española. Pregúntele al alicantino Francis Mojica.
Ante el auge de la inteligencia artificial y demás tecnologías de automatización, los autores responden con un rotundo “no” a la pregunta de si los robots destruyen puestos de trabajo y provocan desempleo masivo, partiendo de un campo empírico poco analizado, el de la adaptación de los trabajadores y las empresas. El estudio recoge la experiencia alemana, cuyo tejido industrial se encuentra entre los más robotizados del mundo, un proceso que empezó a intensificarse en la década de los 90 y en el que los comités de empresa estuvieron muy atentos. Muchos de los pasos de la cadena de producción que antes realizaban los humanos (el montaje de automóviles), ahora eran pasto para los robots, pero las empresas no despidieron a los trabajadores desplazados. Los retuvieron y volvieron a capacitar, y la mayoría terminó realizando tareas nuevas y más complejas.
“Las empresas optaron por el ‘capital humano específico de la empresa’. Hay evidencia de que la estrategia de jubilación se eligió con mayor frecuencia en regiones con mayor densidad de afiliados sindicales, lo que refleja algún tipo de acuerdo entre la dirección y los comités de empresa. Así, los empresarios aceptaron a los mayores a cambio de futuras demandas salariales suavizadas. Al final, Alemania parece haber digerido el auge de los robots mejor que Estados Unidos, a pesar de que esté mucho más robotizada”, resume Südekum, cuyos resultados apuntan a una fuerte interacción entre los agentes del mercado laboral.
Los humanos seguimos siendo un importante mediador ante los efectos de los avances tecnológicos. Cómo las futuras tecnologías influirán en el diseño de las empresas, los salarios y los derechos, son preguntas que necesitan más investigación y menos ficción. Ya lo dijo en su memorable frase el físico (y cachondo) Richard P. Feynman, nombre clave del santoral del pensamiento crítico: “Para que una tecnología sea exitosa, la realidad debe prevalecer sobre las relaciones públicas, ya que la naturaleza no puede ser engañada”.
Pues eso, no se engañe. En 2001, la computadora no es el enemigo. Dave acaba percatándose de que HAL y la tripulación son víctimas de la mentira en la que se basó la misión de conocer los orígenes de la Humanidad: la confianza ciega en la inteligencia artificial que obvia lo humano (lo imperfecto) del producto. Tiene razón Adolfo Plasencia, después de mucho estudiar a los estudiosos de la digitalización, siempre hay que volver a pensar como los filósofos clásicos.