vals para hormigas / OPINIÓN

El demonio y la carne

19/07/2021 - 

MURCIA. Jamás pensé que escribiría lo que van a leer a continuación. Y me sé de una que me lo va a echar en cara, aunque ya la aplacaré cantándole Love me two times de The Doors. Allá va. Voy a defender a Alberto Garzón. Mejor dicho, voy a defender sus declaraciones sobre el consumo de carne. Hago una pausa y me enciendo un cigarro para los que necesitan un momento para dejar de leer ante la mera mención de un ministro de Unidas Podemos. Continúo. Corren tiempos en los que confundimos la urgencia con la prisa. Hay que dar respuesta a demasiadas cosas que se nos han acumulado en la agenda de lo innegociable. La pandemia, la economía, el empleo, las infraestructuras, los servicios públicos. Es decir, salvo en el primer supuesto, lo de siempre. Y hay que actuar enérgicamente para solucionarlo. Pero mientras se alivia lo acuciante, hay que arremangarse para solventar lo verdaderamente urgente. El cambio climático. A pesar de que no es una medida que nos afecte directamente a los que ya tenemos una edad, sino a los más jóvenes y a los que vendrán. Porque, de lo contrario, como leí en Twitter, puede que este no sea el verano más caluroso de nuestras vidas, sino el más fresco de los que están por venir.

Probablemente, cabe argumentar que Garzón erró el tiro cargando las tintas contra los consumidores, aunque solo fuera con una recomendación. Lo digo yo, carnívoro confeso y con raíces en Extremadura, donde el cerdo, más que una religión, es un milagro del sabor. No es la mayor equivocación de un ministro que ha sido incapaz de poner coto a las casas de apuestas. Pero es urgente ir dando instrucciones a las diferentes industrias para que rebajen sus emisiones, para que ahorren agua y para que den prioridad al producto de proximidad. No solo a la cárnica, también a la energética, a la automovilística, a la aeronáutica e incluso a la informática, porque hasta enviar un correo electrónico incide en este asunto. Los que estudian carreras medioambientalistas ya salen con canas en las orlas, del terror que padecen al conocer la situación, como los papas que leían los misterios de Fátima. Convendría también que el resto de la humanidad vaya concienciándose de que el Apocalipsis comenzó hace décadas y que el infierno lo estamos construyendo nosotros.

De lo contrario, no tardarán demasiado los ciudadanos de Valencia y Elche, por ejemplo, en tener la playa que siempre han dicho que tienen, con esa ingenuidad de los niños que se creen todo lo que les dicen sus abuelos. La industria turística trasladará su máximo centro de atracción desde el Mediterráneo a Cangas de Onís y Sanxenxo, donde el clima será más benevolente. Y los descendientes de quienes ahora son incapaces de usar mascarilla en el transcurso de una fiesta tendrán que acostumbrarse a vivir con escafandra para sobrevivir en una atmósfera irrespirable. El coronavirus nos ha enseñado que no nos acostumbramos fácilmente a los cambios, porque creemos que coarta nuestra libertad de hacer lo de siempre. Pero también nos ha enseñado que la ciencia es capaz de responder con gran velocidad a las exigencias coyunturales. Hagamos caso. Pensemos por un momento que hemos de reparar lo que nosotros mismos hemos estropeado. Y empaticemos con las generaciones que aún no están ni pensadas. Porque los nietos de nuestros nietos también tendrán derecho a disfrutar de un chapuzón en una cala de Xàbia. Y se lo estamos negando.

@Faroimpostor

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