MURCIA. Han pasado 20 años desde que se estrenara Deseando amar (In the Mood for Love). Casi de forma inmediata se convirtió en una película de culto y consagró a su director, Wong Kar Wai como uno de los grandes creadores contemporáneos. Se convirtió en símbolo de la modernidad cinematográfica, su estilo visual creó escuela y sus imágenes quedaron para siempre incrustadas en el imaginario colectivo cinéfilo.
Desde su primera película, As Tears Go By (1988) y más tarde con Días salvajes (1990), Chungking Express (1994), Falling Angels (1995) y Happy Together (1997) emprendió una serie de búsquedas estéticas que de alguna manera culminarían en Deseando amar. Al igual que Jean-Luc Godard en la Nouvelle Vague, el director hongkonés decidió desde el principio apartarse voluntariamente de la narrativa tradicional, explorando otras posibilidades a través de la composición del relato en forma de puzle fragmentario, episódico y no cronológico, también utilizó los puntos de vista para desdoblar las perspectivas, la música pop como medio para trascender el significado de las imágenes y el tiempo se convirtió en una unidad totémica, capaz de condensar o dilatar una acción dependiendo de las circunstancias.
En Deseando amar esa sensación de tiempo evanescente se encuentra presente desde el principio, pero sobre todo va adquiriendo importancia a medida que va avanzando la historia y nos damos cuenta de que, en realidad, lo que estamos viendo son solo instantes que han quedado suspendidos en la memoria del protagonista, algunos reales, otros imaginados. Una complejísima estructura en la que perderse y que le otorga a la obra una cualidad profundamente enigmática y sensitiva.
Quizás sea esa una de las razones por la que su visionado 20 años después (gracias a su reestreno y restauración en 4K) resulta tan revelador en muchos aspectos. Tiene algo de nostalgia, pero también de epifanía. También nosotros hemos tenido esas imágenes en la recámara de nuestro subconsciente, guardadas ahí como un tesoro y con el paso del tiempo cada uno las ha integrado en sus recuerdos de la misma manera desestructurada que el cineasta las creó.
Los ralentíes con la preciosa música de Shigeru Umebayashi (y su mítica Yumeji’s Theme), los travellings por el pasillo rojo que nos llevan a la habitación 2046, las idas y venidas de los personajes por el estrecho callejón para comprar tallarines, los estilizados vestidos (cheongsam) de Maggie Cheung, el humo de los cigarrillos de Tony Leung creando una nebulosa que se diluye, la lluvia intempestiva chocando en un farolillo de luz mortecina, las miradas expectantes, esa coreografía de roces imperceptibles en espacios diminutos, las simbólicas zapatillas bajo la cama, el juego con las imágenes en los espejos y detrás de las rejas con una cámara que espía los encuentros de los personajes, las sombras que se proyectan, el Quizás, Quizás, Quizás de Nat King Cole convertido en himno alegórico, el templo de Angkor Wat y el agujero de los secretos… La melancolía, el deseo insatisfecho, el peso de la culpa, la herida del desamor, el aliento lírico, la tristeza infinita.
Todos esos elementos, esos detalles siempre han acompañado, de una forma u otra, a aquellos que nos dejamos arrastrar por la belleza sublime de esta película hace dos décadas. ¿Cómo volver a enfrentarse a algo que te ha marcado de forma tan profunda?
No todas las películas sobreviven al paso del tiempo, al desgaste, a las modas. Pero Deseando amar parece pertenecer a esa escasa nómina de películas que quedan fijadas y encapsuladas sin perder ninguna de sus propiedades ni su esencia. Sigue siendo arrebatadora, de una delicadeza expresiva exquisita y turbadora y muchos de sus hallazgos continúan siendo portentosos: los encuadres a diferentes alturas, los movimientos de cámara sofisticados y envolventes de una fluidez hipnótica, sus fuera de campo y sus elipsis, la planificación secuencial en forma de danza (a veces en movimiento, otras, estática), la sensación de meticulosidad extrema, casi enfermiza, que no está reñida con la exploración de los sentimientos de una manera profunda, la fotografía de Christopher Doyle, la suntuosidad formal y el virtuosismo escénico. Maggie Cheung y Tony Leung convertidos en la esencia de la fatalidad, con todo lo que sienten y todo lo que callan.
Muchas de las películas de Wong Kar wai han girado en torno a las oportunidades perdidas, a lo que pudo ser y nunca ocurrió, a la creación de imaginarios paralelos que nos ofrezcen una vía de escape, aunque sea mental. Por eso nunca llegamos a tener claro si lo que vemos ocurrió o se trata de una recreación especulativa. El director abraza el misterio y apuesta por la forma para llegar al fondo, por la sublimación estética que desborda, a modo de Síndrome de Stendhal cinematográfico, y provoca fascinación. Como en un sueño.