Sería imposible encontrar diez justos entre quienes ejercieron el poder en la España de Juan Carlos I. El rey emérito cosechó todos los elogios de esos poderosos. Los que le aplaudieron y conocieron sus tejemanejes ahora lo repudian. Son tan culpables como él de la corrupción del régimen. Pero él se ha ido y ellos, expertos en repartirse el botín del Estado, se quedan
En la cafetería de Les Dunes, frente a la playa de Levante de Benidorm, desayuno con mi madre. El servicio es bueno; el precio competitivo. Observo a la gente pasear con mascarillas. Los únicos que no llevan bozal son los perros. Qué pena de veraneo. Algunos bañistas toman el sol en la playa. Es uno de los escasos espacios no privatizados por el Ayuntamiento. Dos terceras partes del arenal están reservados para hamacas y sombrillas, con unos precios prohibitivos para la mayoría de los turistas.
Compro dos periódicos nacionales. Suelo conformarme con uno, pero cuando escribo este artículo todos traen una noticia “histórica” en sus portadas. Otro rey se va al exilio. Con su marcha, don Juan Carlos alarga una tradición muy asentada en los Borbones.
El día anterior la noticia me pilló conduciendo de Alicante a Benidorm por la autopista A-7 que alcanza, desde que fue rescatada, una saturación de tráfico parecida a la terrible N-332, a su paso por Torrevieja. Escucho los elogios de un periodista de la cadena de los obispos al rey emérito. Acaba su alocución con un “¡Viva España!”. Sólo falta el himno de la Legión. Cambio de dial. En la radio de los progresistas, analistas estivales ven insuficientes las medidas adoptadas por Felipe VI y algunos sugieren que la monarquía está tocada como institución, acaso de manera irreversible. Según ellos, el rey podía estar al tanto de las correrías del padre sobrecogedor.
Los diarios que estoy leyendo —ABC y El Mundo— hacen un balance positivo del reinado de Juan Carlos I, pese a los episodios turbios que conocimos desde que empezó lo malo, a partir de la cacería de Botsuana. Insisten, por si no nos hubiésemos enterado, en que fue el gran artífice del tránsito pacífico de la dictadura a lo que llaman democracia.
Mientras veo cómo el camarero que nos ha atendido desinfecta la mesa y las sillas utilizadas por otros clientes, pienso que lo sucedido el lunes fue un día triste para España y una jornada feliz para sus enemigos. La cuenta atrás prosigue.
En los últimos trescientos años nunca se ha vivido con más paz, libertad y bienestar como en el reinado de Juan Carlos I
El exilio de Juan Carlos I es un paso más hacia la demolición del denominado régimen del 78, aquel pacto de tahúres del franquismo y la oposición más avispada que evitó que los españoles nos echásemos de nuevo al monte.
Vivir es admitir las contradicciones. Vivir es aceptar los pliegues de nuestra moral y ensuciarse las manos. Dios escribe con renglones torcidos. Juan Carlos I, que bien pudiera ser el personaje corrupto que los indicios apuntan pero que se merece la presunción de inocencia como cualquiera, encarnó el mejor periodo de la historia de España en los últimos trescientos años. Esto no es motivo de controversia: es una constatación empírica. Nunca se ha vivido con más paz, libertad y bienestar como en el reinado del padre de Felipe VI. Esto no le disculpa de todas las trapacerías que pudiera haber protagonizado, pero es necesario reconocer, ahora que su legado se cuestiona, su aportación decisiva a la concordia entre los españoles.
En política lo mejor es enemigo de lo bueno. Puede haber personajes de dudosa moralidad como Juan Carlos I que encabecen una etapa de éxitos colectivos, y otros dirigentes sin tacha moral y rigor intelectual que fracasen en los regímenes que lideran. Basta citar dos ejemplos. Nicolás Salmerón renunció a seguir siendo presidente de la I República por negarse a firmar una pena de muerte. La I República acabó como el rosario de la aurora, con el general Pavía dando un golpe de Estado en las Cortes. Don Manuel Azaña, primero como jefe de Gobierno y después como presidente, encabezó una república sectaria y maximalista que desembocó en una guerra civil que el Gobierno actual se empeña en mantener viva.
Sorprende, por lo demás, cómo algunos que elogiaron a Juan Carlos I hasta el ridículo se rasguen hoy las vestiduras por su conducta impropia. Si se confirma que el rey emérito fue un corrupto, esto sería coherente con el Estado del que fue jefe máximo, un Estado en el que la corrupción es consustancial al sistema.
Si Juan Carlos I se enriqueció ilícitamente, lo mismo cabe decir de los grandes partidos que conocieron sus tejemanejes y que callaron porque les convenía. Ellos también robaban. Filesa, los ERE andaluces, los fondos reservados de Barrionuevo y Vera, Naseiro, Bárcenas, el 3% de la antigua Convergència, la “organización criminal” del padrino Pujol y sus hijos, Púnica, el ‘caso de Miguel’, vinculado a una mafia de ex altos cargos del PNV, todos estos y otros episodios de corrupción confirman el lado oscuro y omnipresente de esta segunda Restauración. Nada puede extrañar en un Estado en el que los partidos han secuestrado la voluntad de los ciudadanos.
Del Rey abajo no se salva casi nadie que haya tenido verdadero poder en España. Todos son culpables del hundimiento moral y material del país. Juan Carlos se ha ido, pero ellos, sanguijuelas del cuerpo nacional, se quedan celebrándolo con chacolí y cava.
Con los dos periódicos ya leídos arrastro los pies por las calles de Benidorm bajo un sol homicida que me ha dejado sin fuerzas. Acompaño a mi madre a comprar al supermercado. Yo disfruto de las cosas sencillas: pesar plátanos canarios (¡nunca bananas!) en una balanza me humaniza. A la hora de pagar me fijo en la altura del cajero, y me mira con los ojos azules de mi rey Felipe. En estos tiempos de ruido e incertidumbre, tal vez el joven cajero de un súper tenga más porvenir que un rey acosado, al que se le escapa el Estado de las manos.