MURCIA. El próximo mes de mayo se cumplirán 25 años de la primera proyección en el Festival de Cannes de Crash de David Cronenberg. Como no podía ser de otra manera, de inmediato adquirió una dimensión controvertida y polémica. Para muchos se convertiría en una película de culto, para otros, en una abominación.
A pesar de las reticencias del presidente del jurado, Francis Ford Coppola, Crash obtendría el Premio del Jurado por su ‘audacia’, mientras Secretos y mentiras, de Mike Leigh se alzó con la Palma de Oro en una edición memorable en la que, Rompiendo las olas, de Lars Von Trier, consiguió el Gran Premio del Jurado.
No hizo falta asistir al certamen francés para certificar la incomodidad que producía la adaptación de la novela de J.G. Ballard entre los espectadores. Tengo un recuerdo muy nítido de la sesión a la que asistí en los cines Aana de Alicante, de los murmullos, de las frases de indignación que se escuchaban y de la paulatina salida del público a medida que avanzaba el metraje. Mientras, yo asistía a una especie de éxtasis, de epifanía y me dejaba arrastrar por una excitación confusa y morbosa que nunca había sentido.
Mi entusiasmo erógeno no tenía que ver con entender o simpatizar con las ideas de los personajes, seres alienados y perturbados que se sentían atraídos por los accidentes de coche, que necesitaban sentir esa adrenalina del choque que los enfrentara a los límites entre la vida y la muerte a través de la unión que se producía entre la carne herida y el metal destrozado de los automóviles para canalizar así sus pulsiones vitales más primitivas y autodestructivas.
La fascinación procedía de la trasgresión. De la capacidad para ir más allá de los límites de la moral y el puritanismo y provocar una sacudida a tus cimientos a través de la ruptura total de los tabúes.
Es difícil encontrar películas como Crash que se atrevan a materializar lo inconfesable, la perversión a través de ideas abyectas y censurables. Lo que hizo David Cronenberg fue plasmar con una precisión de cirujano a través de las imágenes la prosa enfermiza de J. G. Ballard en su novela más perturbadora y a la vez fascinante. El escritor hablaba de una sociedad enferma, vacía, a través de un grupo de personajes que convertían sus carencias y frustraciones en una patología que terminaba convirtiéndose en el centro de sus existencias.
Crash hablaba en realidad de la adicción, de la necesidad de escapar de la realidad represiva, de la falta de estímulos reales en un mundo falso y prefabricado en el que el ser humano se había convertido en una entidad sin tripas ni corazón, fría y hueca, obsesionada con encontrar algo que diera sentido a sus existencias.
Como ocurre en buena parte de las películas de Cronenberg, el arco evolutivo de la narración pasa por la idea de transformación después de la inoculación de un virus, en este caso el de la curiosidad derivado del post trauma. James Ballard (James Spader) y su esposa Catherine (Deborah Kara Unger) tienen vidas acomodadas, pero nada parece llenarles realmente. Tienen amantes ocasionales para darle algo de morbo a la relación, pero poco más para saciar su rutina. Hasta que James sufre un accidente de coche y entra en contacto con la mujer del hombre fallecido en el siniestro, Helen Remington (Holly Hunter) y el misterioso Vaughan (Elias Koteas) que los introducirá en un universo oscuro, casi a modo de secta, en el que el cuerpo se convierte en fuente de dolor y de placer y está preparado para entrar en otro estado evolutivo a través de la tecnología.
Crash siempre fue una película adelantada a su tiempo, no porque hablara de parafilias, sino por la forma de acercarse al cuerpo. En ella se dilapidan las fronteras entre los sexos y el cuerpo se erigía en entidad suprema más allá del binarismo. Cuerpos que se buscan en espacios de paso (aparcamientos, garajes, desguaces), que se desean sin culpa, que disfrutan lamiendo las cicatrices, que se excitan pensando en el sabor del semen. No hay cuerpos bonitos ni feos, solo carne, nueva carne, un amasijo de piel, vísceras, metal y cables.
Es cierto que estamos ante una película muy fría y hermética, minimalista hasta el extremo y austera, pero en ella late una convulsión interna. Un arrebato, una forma de alcanzar el éxtasis. En ocasiones no sabemos si lo que estamos viendo corresponde a la realidad o a las fantasías fetichistas de los personajes. Cronenberg se encarga de suspender el tiempo, de diluirlo y de convertir al espectador en voyeur de todas esas elucubraciones retorcidas en las que nos da miedo sentirnos reconocidos porque en ellas, de algún modo, se encuentran reflejadas muchas de nuestras miserias.
La insatisfacción, la represión, el sexo compulsivo como escape, la búsqueda desesperada de algo que dé sentido a nuestras vidas, la relación que establecemos con nuestros monstruos internos y nuestras perversiones inconfesables, la tentación de traspasar la línea de lo prohibido, la certeza de que no hay que rascar mucho en la superficie para que brote la podredumbre moral, la hipocresía de lo que nos rodea. Y, por supuesto, la eterna pulsión entre Eros y Tánatos. Crash se sustenta en una base psicoanalítica que crea toda una mitología alrededor del choque automovilístico que se convierte en una base de liberación de energías, de los cuerpos, del deseo más allá de la razón.
Ahora se restrena en una versión restaurada en 4K y lo hace a modo de acontecimiento. Han pasado 25 años y su esencia sigue intacta. A lo largo de este tiempo, ¿cuántas películas se han atrevido a llegar tan lejos? Crash sigue siendo una sátira sobre el vacío en la era tecnológica, ahora más que nunca en esta era pandémica.