MURCIA. En los últimos años, muchas marcas e instituciones han interiorizado que el 8 de marzo y, en general, todo este mes constituye una oportunidad fabulosa para hacerse un lavadito de cara a base de agua violeta. Semanas estupendas para lanzar unas cuantas campañitas superficiales con las que fingir que les importan una barbaridad las mujeres (así, en general), aunque luego sus oficinas sean una barra libre de machismo. Sorteos de productos ‘para chicas’, merchandising rosa, frasecitas inspiradoras sobre lo hermosa que es la feminidad… Y, por supuesto, los avatares en redes sociales en color morado, que se note muy fuerte lo comprometidos que están con nosotras. “Miradnos, miradnos, las mujeres nos parecen súper bien. Si tuviéramos que votar, votaríamos a favor de que siguieran vivas”. Luego ya en abril apoyarán al lince ibérico y en mayo el reciclaje de plástico, qué más da. Claro, tremenda hipocresía multiplica mis ganas de comprar algún libro de magia negra, conjurar a unas cuantas fuerzas oscuras y desatar un infierno de fuego y destrucción en las calles que haga parecer a los cuatro jinetes del apocalipsis un crossover de Los Morancos con Bertín y Arévalo. Sin embargo, hay otra corriente en esta ‘celebración de la mujer’ que, aunque produce menos vergüenza ajena, también hace bullir cada gota de mi sangre feminazi. Se trata del fenómeno que llamaremos Un café con Margaret Thatcher.
"Pues, qué queréis que os diga, para esa revolución feminista de pacotilla no hacían falta estas alforjas"
Me refiero a ese empeño de vendernos como referentes inspiradores a esas “mujeres fuertes e independientes que pueden con todo”. Mujeres brillantes, únicas. Mujeres pioneras, que baten récords. Casi siempre blancas y ricas, claro, no vaya esto a desmadrarse. Las mejores entre las mejores. ¡Mejores incluso que algunos de los hombres que las rodean, si es que eso es posible! Mujeres que lideran, que triunfan en su campo. Una de cada ámbito, sin pasarnos. Porque, nena, si no vas a ser la Marie Curie de tu especialidad, ni lo intentes. Mujeres singulares a las que poder poner en un pedestal. Y así, un día descubrimos que nos tenemos que tragar como icono feminista a Ana Patricia Botín, toda poderosa ella, y que el éxito consiste en imitar los modos tradicionales de conducta masculina para ascender laboralmente. Lo que viene siendo entrar ‘en el club de los chicos’ y seguir reproduciendo esquemas de opresión, pero con blusa vaporosa. Pues, qué queréis que os diga, para esa revolución feminista de pacotilla no hacían falta estas alforjas. Por cierto, eso de que es más fácil llegar muy alto si vienes de un entorno pudiente lo dejamos para otra ocasión.
Total, que el mantra que se acaba asumiendo es que las únicas mujeres dignas de admiración, de entrar en el canon, en los libros de texto, en las recopilaciones de lo mejor del año y la década son aquellas que pertenecen a ese minúsculo grupo de figuras sobresalientes. El resto no existen ni han formado parte de la historia o tiene un legado que valga la pena reivindicar. No hay que ser astuta como una zorra para intuir que esa loa a las féminas excepcionales constituye una trampa para las demás. A nosotras se nos exige ser cum laude para recibir una mínima atención, demostrar continuamente que nos lo hemos ganado, que somos válidas, las emperatrices de la meritocracia. Ni un fallo ni un momento de debilidad.
Vivimos siempre bajo la sospecha: si nos acusan de inventarnos violaciones para llamar la atención y malos tratos para joder a un ex (porque además de incompetentes somos mentirosas y vengativas), ¿cómo no iban también a pensar que cada logro es fruto de alguna artimaña sucia? “A saber lo que habrá hecho esa para llegar hasta ahí”. Y así vamos, acarreando un síndrome de la impostora del tamaño del área metropolitana de Buenos Aires. En cambio, ¿cuántos tipos mediocres hay por ahí ocupando puestos de responsabilidad, tomando decisiones, siendo directivos y jugando al jefecillo inflexible? ¿Cuántos creadores mediocres publican sus libros, filman sus películas y son cabezas de cartel sin que se cuestionen sus capacidades o, en todo caso, se les juzgue con mucha mayor tibieza que a sus homólogas?
De hecho, resulta, digamos, curioso que el gran temor de muchos señores cuando se habla de cuotas de género sea que se vaya a dar cabida a mujeres “que no se lo merecen”. Pues, José Miguel, tipo inane con traje de Emilio Tucci comprado en El Corte Inglés, a ver si el que no te lo mereces eres tú, amigo, que la última vez que tuviste una idea original fue en 2003 y llevas toda la vida siendo beneficiado por un sistema de privilegios diseñado por y para tipos como tú. Ay, ay, ay José Miguel, a ver si resulta que una tía tan anodina como tú tiene derecho a disfrutar de las mismas oportunidades de las que has disfrutado. No una mujer sobresaliente, no una mujer que hará historia. No, una chavala normal y corriente, como tú, José Miguel, como tú.
Reventar los techos de cristal está muy bien, pero no debemos hacerlo a cambio de olvidar los suelos, esos que limpian las kellys por menos euros la hora de lo que cuestan unas bravas en cualquier bar. Queremos la igualdad en las cúpulas, pero también en los sótanos. Queremos poder ser tan imperfectas como cualquier señor imperfecto y no por ello vernos penalizadas. Queremos poder cagarla como la cagan todos esos tipos sin que inmediatamente se pongan en tela de juicio nuestros méritos. Queremos dejar de ser percibidas como una anécdota, como una minoría, como una nota de color en un ecosistema dominado por corbatas. Queremos quitarnos esa presión de estar garantizando continuamente nuestra valía. Queremos la mitad de autoconfianza que cualquier hombre blanco de mediana edad. Míralos, pontificando a diestro y siniestro sobre temas de los que no tienen ni idea sin mostrar ni una migajita de duda. Y luego míranos a nosotras, menudas pringadas, todo el día pidiendo perdón por existir.
Mientras intentamos quitarnos de encima esa viscosa sensación de no ser nunca suficiente y aunque en estas semanas vuelvan a contarnos que el verdadero feminismo es presidir el Santander, yo dejo aquí un pequeño recordatorio. Mujeres que falláis, mujeres precarias, mujeres débiles, mujeres a las que la historia ha engullido por no ser consideradas tan excepcionales, mujeres obviadas, ninguneadas, amordazadas. Mujeres que os habéis dedicado a cuidar en silencio. Mujeres que no habéis llegado a ser la Marie Curie de vuestra disciplina y, por tanto, quedáis descartadas de la memoria colectiva. Mujeres mediocres, el presente es vuestro.