Vaya por delante mi opinión de que las mujeres se quejan poco en relación a las desigualdades que todavía tienen que soportar en España, y no digamos en la mayoría del resto del mundo, donde están peor o mucho peor. El 8M sirve, entre otras cosas, para que hagamos balance de la evolución hacia la igualdad, para que nos demos cuenta de cuánto hemos avanzado y, a la vez, de lo mucho que falta para alcanzarla.
En el ámbito laboral, las mujeres se enfrentan todavía brechas salariales significativas y a condicionantes –entre ellos, el de la maternidad y la conciliación– que les dificulta acceder a puestos directivos. En muchos sectores donde ellas son mayoría el trabajo está peor remunerado que donde ocurre al revés. En el ámbito doméstico, las mujeres continúan asumiendo una carga mucho mayor que los hombres, igual que en el cuidado de los hijos y personas dependientes, lo que limita sus opciones de desarrollo profesional.
Y en el ámbito social, apenas se vislumbran avances en la lucha contra la violencia de género –si atendemos a las grandes cifras–, aunque quiero pensar que sí que hay un descenso paulatino de las agresiones que queda ensombrecido por el aumento de las denuncias gracias a las campañas de concienciación para que nadie tenga miedo de llamar al 016.
Solo en el terreno de la política veo un claro avance gracias a las cuotas, que se han demostrado muy eficaces para alcanzar la paridad. Quedan pocos techos de cristal en las administraciones –las presidencias del Gobierno y de la Generalitat valenciana, entre ellos–, y ha quedado sobradamente demostrado, por si alguien tenía alguna duda, que las mujeres con mando lo pueden hacer igual de mal que los hombres. La única diferencia, todavía por corregir, es que las críticas contra ellas –ad mulierem– rezuman en ocasiones un machismo innecesario. A izquierda y a derecha, como demuestran los casos de Irene Montero e Isabel Díaz Ayuso, señaladas con frecuencia como tontas, locas o incapaces.
En este contexto, debería preocuparnos el resultado de una reciente encuesta del CIS que señalaba que el 44% de los hombres y el 32,5% de las mujeres están de acuerdo o muy de acuerdo con la siguiente afirmación: "Se ha llegado tan lejos en la igualdad que los hombres están discriminados".
Lo primero que me vino a la cabeza al leerlo es que quizás la pregunta esté mal planteada. Para mayor claridad, el CIS debería haber preguntado si los hombres "salen perjudicados", porque el término "discriminados" –según el diccionario "dar un trato desigual" a una persona o colectividad por motivos de sexo u otros– viene condicionado por la "discriminación positiva" que existe en nuestro ordenamiento jurídico como protección a un grupo social históricamente discriminado, en este caso, las mujeres. Y en toda discriminación positiva hay, al menos, un colectivo no beneficiado, es decir, discriminado. Así pues, preguntar si los hombres están discriminados –stricto sensu es así– puede llevar a respuestas afirmativas que no necesariamente sean críticas con esa discriminación, como la de un servidor.
Pero aceptemos que ese "han llegado tan lejos" del inicio de la frase implica un rechazo por parte de la mayoría de quienes respondieron que están de acuerdo o muy de acuerdo con la afirmación. ¿No supone esto un cierto fracaso de las políticas de igualdad y, concretamente, de cómo se están comunicando?
Lo fácil es considerar que el 44% de hombres y el 32,5% de mujeres no han entendido nada, que son machistas sin remedio y potenciales votantes de Vox. Lo cómodo es no tener en cuenta lo que sienten ni por qué los sienten, puesto que se quejan sin motivo. Pero esta gente luego vota. No se trata de que haya que darles la razón, sino de analizar por qué cerca de la mitad de los hombres y un tercio de las mujeres en España cree que las políticas de igualdad en España han ido demasiado lejos.
Una posible causa es que el péndulo argumental e informativo –los medios de comunicación tenemos una responsabilidad– ha oscilado demasiado, hasta el punto de que las mujeres serían las únicas que sufren o, en caso de sufrimiento colectivo, las que más sufren. Una especie de 'sufrimiento de género' del que los hombres como colectivo están excluidos y como individuos no tienen derecho a quejarse.
Un ejemplo extremo: la víspera de hallarse el cuerpo de Olivia, una de las dos hermanas asesinadas por su padre que la Guardia Civil llevaba mes y medio buscando en el mar, con enorme cobertura mediática, una mujer confesó en Sant Joan Despí (Barcelona) haber asesinado a su hija de cuatro años para hacer daño a su exmarido. La noticia –junio de 2021– pasó inadvertida porque no casa con el relato feminista, no hubo minutos de silencio y las instituciones ni siquiera dieron el pésame al padre de la niña, quien lamentó el "olvido" en una respetuosa carta que tampoco fue noticia: "Sé que no todas las violencias son iguales, pero el dolor de las víctimas sí que lo es". La Generalitat le recibió y le pidió disculpas seis meses después.
El sesgo de confirmación de los medios se observa en datos como que el índice de mortalidad en la covid fue mayor entre la población masculina, que se omite por irrelevante para poner el acento en los efectos socioeconómicos de la pandemia, que afectó más a las mujeres. En el caso de los políticos, ese sesgo roza el ridículo cuando se escuchan cosas como que "las mujeres son las que más sufren en cualquier conflicto bélico", que dijo la ministra de Igualdad, Irene Montero cuando estalló la guerra de Ucrania. Una afirmación que denota, además de ignorancia, una deshumanización de los hombres, que parece que ni sufren, ni mueren, ni quieren a sus hijos. O que son "bastante violadores", como dijo de los españoles toda una secretaria de Estado de Igualdad.
Hasta tal punto ha llegado la 'discriminación informativa' de todo aquello que no confirme la desigualdad que padecen las mujeres, que hemos visto en periódicos muy serios a columnistas mujeres aclarar que no todos los hombres son malos.
Es la ultraderecha la que pretende recoger a todos aquellos que creen que se ha ido demasiado lejos haciendo lo mismo pero al revés, destacando en sus medios afines aquello en lo que los hombres salen mal parados. Véase a Díaz Ayuso celebrando el 8M hablando de lo mucho que sufren los hombres.
Se puede luchar contra eso con sus mismas armas, pero parece más inteligente dar normalidad a los padecimientos masculinos sin dejar de subrayar que son muchos más los femeninos. Porque un 44% de hombres y un 32,5% de mujeres son demasiados.
Los españoles nos merecemos un gobierno que no nos mienta y una Abogacía del Estado que sea rigurosa y no se preste al trilerismo político. Como conté en esta columna el pasado 18 de febrero, la Abogacía del Estado rechazó facilitar a este periódico un informe, alegando que el Ministerio de Hacienda no podía revelarlo mientras estuviesen en fase de elaboración los Presupuestos Generales del Estado (PGE), ya que podría "dar lugar a que los operadores económicos puedan anticipar comportamientos no deseados". El pasado 6 de marzo, el propio Ministerio que dirige María Jesús Montero hizo público el documento sin haber presentado los PGE, ¿dando lugar, según la tesis de la Abogacía, a que los operadores económicos puedan anticipar comportamientos no deseados? Más bien, dejando con el culo al aire a la abogada general del Estado, Consuelo Castro.