El idílico no-lugar imaginado por Tomás Moro en el siglo XVI, las sociedades piratas, las primeras comunas y el panafricanismo son algunos de los proyectos utópicos del pasado que la escritora y editora Layla Martínez reúne en su último ensayo. Un contrapeso necesario a la oleada de ciencia ficción catastrofista que invade la producción cultural desde hace décadas
MURCIA. “Hay quienes observan la realidad tal cual es y se preguntan por qué, y hay quienes imaginan la realidad como jamás ha sido y se preguntan por qué no”. Este aforismo, atribuido a George Bernard Shaw, nos pone en carril para hablar de un fenómeno sociológico y cultural relativamente reciente: estamos perdiendo la capacidad de soñar mundos mejores. El futuro, que hasta hace unas décadas se percibía como un lienzo en blanco para el progreso, se ha oscurecido en la subjetividad colectiva. Ya no es un horizonte de esperanza, sino un lugar del que cada vez esperamos menos. Un ánimo de resignación se ha adueñado de nosotros de forma casi imperceptible, instalándonos en un inmovilismo que cada vez preocupa a más pensadores, politólogos y sociólogos.
Esta ola de descreimiento puede explicarse parcialmente por hechos objetivos, como el efecto psicológico que tiene en los seres humanos el cambio climático y la idea de que nos acercamos al punto de no retorno (Si todo pinta tan mal, si no hay nada que hacer, ¿por qué perder el tiempo pensando en el futuro? Abracemos mejor el presente. Claudiquemos al imperativo del goce inmediato y olvidémonos de lo demás).
Pero existen otro tipo de causas. En su último ensayo, Utopía no es una isla (Episkaia, 2020), la escritora y analista cultural Layla Martínez nos recuerda que la forma en que imaginamos el futuro está fuertemente condicionada por los productos culturales que consumimos. Y resulta que la inmensa mayoría de los libros, cómics, videojuegos, series y películas que pueblan nuestro imaginario desde hace décadas son distopías. Black Mirror, Colapso o Years and Years, El cuento de la criada. Y antes de ellas, 1984, Fahrenheit 451, Blade Runner… “La intención de muchas de estas distopías era alertar sobre los peligros que se avecinaban si no cambiaban las cosas, concienciar sobre los riesgos del capitalismo salvaje o la deriva autoritaria de las democracias. También servir de catalizadoras de miedos y ansiedades colectivas -escribe la autora-. Sin embargo, su efecto ha sido devastador. La ciencia ficción distópica ha sido fundamental para fijar el mantra de que no hay alternativa”. “Obligados a pelear para no seguir perdiendo lo que nos queda, el tiempo de la lucha política se limita al presente y las reivindicaciones se cierran en una actitud defensiva”. El corolario de todo ello es que corremos el peligro de que estos relatos catastrofistas se conviertan en profecías autocumplidas.
Simultáneamente, en el mundo contemporáneo se ha extendido el descrédito hacia los grandes relatos. Las historias que hablan de cambios disruptivos que dan lugar a un sistema de organización social y político diferente y más justo se reciben a menudo con una mueca torcida de ironía. “Cuando leemos una novela utópica de otra época nos parece ingenua e infantil. Autores como Ursula K. Le Guin o Kim Stanley Robinson han tenido que introducir elementos que rebajasen el contenido utópico para ganar verosimilitud”. “No hay en el presente nada similar a las revoluciones liberales de la modernidad, a los grandes discursos, a las declaraciones recogidas en las cartas constitucionales o a las declaraciones de independencia”, lamenta. El problema no reside en la conveniencia de que se escriban distopías o no, sino en el hecho de que no se compensa con una ciencia ficción que defienda un discurso contrahegemónico.
Entonces, ¿se ha convertido la ciencia-ficción distópica -independientemente de su calidad artística y su trasfondo bienintencionado- en un subgénero esencialmente conservador? ¿Qué otras razones hay detrás de la reticencia de los creadores a imaginar mundos mejores? Layla Martínez (Madrid, 1987) lleva tiempo dándole vueltas a este tipo de cuestiones a través de artículos periodísticos, talleres y, de forma más amplia, desde su papel como editora en Antipersona. Sus primeras conclusiones, apoyadas a su vez en las teorías de pensadores como Frederick Jameson o Mark Fisher, quedan recogidas en Utopía no es una isla, un ensayo que a la vez es un catálogo de mundos mejores.
Oscilando entre el estilo literario y el ensayístico, Martínez recorre algunos de los proyectos utópicos que marcaron la historia política de los últimos siglos. Retrocede al siglo XVI para hablarnos de Utopía, la isla imaginaria con la que el humanista británico Tomás Moro inauguró un subgénero literario basado en la proyección de sociedades más justas y mejor organizadas -un ideal utópico que Cervantes reflejó después en el personaje de Don Quijote de la Mancha-. Las sociedades piratas, las primeras comunas socialistas, los sueños utópicos soviéticos y el panafricanismo son otros de los ejemplos del pasado que se abordan en el libro. En él, la autora también ha querido incluir ejemplos actuales de ecosocialismo, como el que representa la revolución de Rojava en el Kurdistán sirio o la insurgencia naxalita en la India.
Según Layla Martínez, las utopías empiezan a perder terreno a finales de los años setenta y principios de los años ochenta del siglo pasado, coincidiendo con el nacimiento de la ideología neoliberal. “Primero fue Chile y su sangriento campo de pruebas, y después se extendió con Thatcher y Reagan”, señala. Comienza a instaurarse lo que el crítico cultural Mark Fisher denomina “realismo capitalista”: la idea de que el capitalismo no es solo el mejor sistema económico posible, sino también el único posible. A principios del siglo XXI, esta noción de las cosas “había conseguido convencer también a aquellos que debían haber asumido la tarea histórica de articular una propuesta contrahegemónica”. “He dado los talleres en muchos sitios, desde asociaciones de ciencia ficción a universidades o centros sociales autogestionados, y la respuesta a la pregunta de cómo veían el futuro era siempre la misma: deterioro de las condiciones laborales, pérdida de derechos, aumento de la crisis ecológica, capitalismo de megacorporaciones, tecnología mejorada pero aplicada al control social… Me respondían eso incluso militantes de la izquierda radical, que en teoría se supone que deberían creer que lo que hacen puede conducir a otra sociedad”.
Martínez sostiene de hecho que el neoliberalismo es radicalmente antiutópico, porque ni siquiera defiende las utopías capitalistas (aquello de crear una familia, tener un coche y una casa en los suburbios, trabajar entre semana y dedicarte con ahínco al consumo en tu tiempo de ocio). En la ideología neoliberal, defiende en el libro, no hay verdadero compromiso ni con la familia ni con el conservadurismo. Solo con la monetización de todos los aspectos de la vida.
El debate sobre todas estas cuestiones, y la búsqueda de nuevas formas de proyectar el futuro con optimismo, congregará a ponentes de distintas partes del mundo en el curso virtual Utopías en el siglo XXI que dirige Layla Martínez y que se desarrollará desde el 6 hasta el 9 de octubre. Unos meses más tarde, a comienzos de 2022, el Observatorio Cultural de la UV organizará un seminario sobre Utopías y Narrativas del Desarrollo en el que participará también Martínez junto a Carmen Flys, pionera en el campo de la ecocrítica en España.