CARTAGENA. El caso de José Antonio Griñán, expresidente socialista de Andalucía, ilustra perfectamente las contrapuestas concepciones de los liberales y los colectivistas sobre el manejo de los fondos públicos. Hace unas semanas participé en sendos debates sobre el liberalismo en el Casino de Murcia y la Sociedad Económica de Amigos del País de Cartagena. En ambos casos se planteó la dificultad de decidir cómo identificar a los liberales. En opinión del tibio, era muy sencillo: un liberal es alguien que antepone la libertad a la igualdad, mientras que la preferencia se invierte en el caso de los colectivistas. Sólo los más fanáticos de los liberales llegan a maximizar la libertad aun a costa de mantener a una parte de la población en la miseria; análogamente, sólo los colectivistas más fanáticos pretenden imponer la máxima igualdad a costa de aniquilar por completo las libertades de las personas.
"a un liberal no le importa la igualdad, sino la pobreza, mientras que un colectivista da más importancia a la igualdad"
La inmensa mayoría de los europeos aceptamos paliar la pobreza mediante un sistema fiscal redistributivo, pero no hasta el grado de que los impuestos devengan confiscatorios y de perder nuestras libertades en el intento. En resumen, a un liberal no le importa la igualdad, sino la pobreza, mientras que un colectivista da más importancia a la igualdad no ya que a la libertad, sino incluso a la pobreza.
Partidario del colectivismo, el Gobierno español tripartito del que disfrutamos, con ejemplar imparcialidad, no sólo nos ha subido los impuestos, sino que ha logrado elevar la deuda pública desde el 32% del PIB con el que empezó al actual 136% del PIB. En sus manos, cada español debe ahora unos 30.000 euros a nuestros acreedores. El bienintencionado ministro de Consumo ha declarado que no le preocupa la deuda porque nunca la pagaremos. Es posible que lleve razón, pero lo que sí pagamos son los intereses de la deuda, que ya constituyen una buena parte del presupuesto estatal. Y eso va en detrimento de la estabilidad de los servicios que dicen querer aumentar.
Un liberal, en cambio, prefiere reducir el gasto estatal al mínimo compatible con asegurar unas ciertas condiciones de bienestar a todos, pero sin pretender que todos vivan igual. Desde el punto de vista liberal, propiciar la eficacia del gasto estatal es básico para garantizar su viabilidad y facilitar la creación de trabajo productivo y de empresas lucrativas.
Esa discrepancia en el manejo de los fondos estatales se refleja también en sus visiones de la corrupción. Los liberales opinan que lo malo de malversar es malgastar, pero no ven del todo mal aceptar algunos sobornos si con eso crece la economía y el empleo. Según dicen, un empresario dispuesto a sobornar es un empresario dispuesto a invertir y crear puestos de trabajo. De hecho, hay estudios empíricos que demuestran que, en efecto, un nivel leve de corrupción favorece el crecimiento económico, convirtiéndose en dañino cuando alcanza un nivel excesivo. En cambio, malversar en subvenciones electoralistas o en obras innecesarias les parece mal a los liberales porque deteriora la eficacia económica y causa empobrecimiento.
Los colectivistas opinan, por el contrario, que no hay corrupción mientras la autoridad no se lucre personalmente. Contrarios a la propiedad privada, no les preocupa otra cosa. Han publicitado ese criterio y lo han inscrito en el Código Penal. Para ellos, no hay nada inmoral en malversar dinero estatal en financiar golpes sediciosos o transferirlo y sea a criaturitas en riesgo de desempleo, ya sea a prometedoras empresas de amigos y conocidos. En ese sentido, las autoridades andaluzas condenadas por malversación se sienten víctimas de una mala interpretación de ese delito. No se enriquecieron y se limitaron a repartir unos 680 millones de euros saltándose los controles previstos con el único ánimo de agilizar los pagos, afirman. Y ahora están en la cárcel injustamente, aseveran.
"Carente de poder, ya no representa ningún peligro para la sociedad y, en consecuencia, se pierde una de las funciones de las condenas"
Dentro de ese grupo, el caso de Griñán es especial porque no ha ingresado en prisión para recibir tratamiento de un cáncer de próstata que, a sus 76 años, padece. Ahora un informe de los servicios médicos de la cárcel Sevilla-1 asegura que es factible compatibilizar la vida carcelaria con la quimioterapia y la radioterapia. De hecho, hay más de 600 presos en esas condiciones en España. A la vista de esos datos, causa un gran daño político que Griñán no ingrese en prisión, pues trasmite a la ciudadanía el desastroso mensaje de que la justicia no es igual para todos. Ahora bien, habida cuenta de su edad, de su situación sanitaria y de los varios servicios que ha prestado a España, el tibio considera que urge indultarlo. Carente de poder, ya no representa ningún peligro para la sociedad y, en consecuencia, se pierde una de las funciones de las condenas. No es necesario rehabilitar a Griñán porque no está en condiciones de volver a delinquir. Al indultarlo se lanzaría un mensaje de equidad, siendo la única alternativa que ingrese en la cárcel. Sería vergonzoso que los asesinos etarras y los separatistas sediciosos hayan sido objeto de beneficios penales y que una persona como Griñán, que nunca tuvo conciencia de delinquir, acabe en el trullo. Por su bien, pero sobre todo por la salud pública, urge indultar a Griñán. Y debe hacerlo el Gobierno actual, sin pasarle la pelota, como ha hecho con las pensiones, al futuro Gobierno del PP y Vox.
JR Medina Precioso