MURCIA. Para finales del siglo XIX y durante el XX, la manera en la que los murcianos disfrutaron del verano cambió de una forma, por decirlo de alguna manera, brusca; de viajes a la playa de más de dieciséis horas, un balneario a poco más de diez minutos de la Ciudad y un autobús que bajada de El Valle e invitaba un café. Son algunas de las peculiaridades que conoceremos a través de la pluma del periodista y cronista oficial de la Ciudad de Murcia, Carlos Valcárcel Mavor (1921-2010), quien recogió en su libro ‘Viejos recuerdos’ (Gentes, fiestas, cosas y costumbres de la vida de Murcia, hace medio siglo), publicado en 1986. Historias, anécdotas y un sin fin de anécdotas que sumaron progreso y evolución a Murcia y su gente en el periódico estival.
Para 1895, un tren que congregaba grupos para visitar la costa y veranear en Alicante, conocido como el Tren Botijo llegó a Murcia. Si bien su trayecto a la costa alicantina era traer a los madrileños a la mar, fue un éxito cuando llegó a la Capital, no sólo para visitar la mar, sino acercar al centro y el sudeste de la península en su plan de vacaciones y hasta se programaron viajes para disfrutar de las fiestas de primavera. Entre las situaciones que se daban dentro de este medio de transporte se encuentra el uso del botijo para transportar la bebida durante el largo viaje, lo más importante, que se mantuviera fresca, para ello, estos contenedores se colgaban cerca de las ventanas y que el viento que recibían al desplazarse el tren lograba conservar el líquido de su interior a unos grados por debajo de la temperatura ambiente.
Estos viajes también se convirtieron en una forma de ir y venir de Cartagena. Los murcianos llegaban a la ciudad portuaria y disfrutaban "las famosas ferias de julio". quienes se presentaban "a ver los toros, los barcos del Rey y a comerse un arroz, que era famoso, en la Casa de Chulo", así lo relata el periodista en su libro
Hoy en día, los cuidados a la hora de exponerse al sol son conocidos y como prevención se toman medidas para evitar los daños que causan los rayos ultravioletas en la piel. En las primeras décadas del siglo pasado, no ponerse morena, no era una cuestión de salud, sino de estética.
Las fotografías de mujeres con sombrilla conservan esa singularidad de parecer un complemento más del atuendo de la modelo. Ante este gesto, más como un uso accesorio, fue casi una obligación, pues en aquellos días no estaba bien visto que las mujeres llevaran la cara morena. Para Valcárcel Mavor en una de sus líneas recoge que las mujeres de aquellos años: "Huían del sol como del mismo demonio, pues no había cosa más fea que un rostro tostado, según las normas estéticas de ayer". La sombrilla no discriminaba en clases, pues se cuidaban del sol y aún más en verano, las jóvenes y mujeres de la época, aquellas de la sociedad más escogida, como las del campo y la huerta.
Con la llegada del calor surge la interrogante de la conservación de los alimentos. En la actualidad, el frigorífico y el congelador solventan esta duda, pero ¿cómo era hace unos años, poco menos de un siglo?
El uso de las fresqueras para conservar el queso, las verduras y aquello susceptible a dañarse y que necesitaba estar en un lugar que mantuviera la temperatura lo más acorde con el producto para evitar su deterioro, es decir, fresco, de ahí su nombre. Contaba con rejilla en los distintos paneles de la caja, que tenía como función principal evitar la entrada de insectos y conservar en mejores condiciones los víveres que dentro de este sencillo, pero útil armario se encontraba. Esto no quedaba ahí, para tomar agua fresca y conservar algún otro producto que necesitara de frío, se utilizaban las neveras que en el fondo se rellenaban con hielo y donde estos se colocarían para su conservación.
Estas neveras, nada tienen que ver con lo que se encuentra en la actualidad, eran de madera, recubiertas de zinc y con amplios depósitos para ser cargados de hielo. De esta manera lograba distribuir el frío en aquel contenedor.
Así define ‘veranear’ el diccionario de la Real Academia de la Lengua: "Pasar las vacaciones de verano en lugar distinto de aquel en que habitualmente se reside". Para Carlos Valcárcel veranear se había convertido, según sus apreciaciones de la sociedad del momento, como en una obligación. Si no va a otro destino no ha veraneado, Él insiste en que pasar por la estacionalidad ya es la acción a la que hace referencia. Por lo que los murcianos pasaban el estío en la playa, en la montaña o en su casa, este último, como práctica habitual de la mayoría, quienes por distintos motivos como: el trabajo, una enfermedad, por temas económicos o porque no les gusta salir de su casa, no ‘disfrutaban’ de la temporada
Los que lograban y podían permitirse un traslado a la costa o la montaña, elegían entre los siguientes destinos:
En la conocida Sierra del Saler se hospedaban familias murcianas en los conocidos hotelitos. En sus laderas se construyeron estos hospedajes durante los años veinte, pero que en la década de los treinta se convertirían en chalets que conformaron una auténtica urbanización veraniega. para llegar a este enclave se contaba con tres rutas: la de Santa Catalina, la Fuensanta por Patiño y el maltrecho camino de Salabosque.
No todos los vecinos contaban con vehículo propio, un lujo para la época, así que Pepe ‘El Canillas’ quien cubría la ruta a diez céntimos, que a la vuelta invitaba a sus usuarios a un café en la Plaza de Camachos.
Santiago de la Ribera:
Terrenos que pertenecían a la familia Barnuevo, miembros en su mayoría de la Orden de Santiago, "de ahí el título del lugar, antepuesto al de la Ribera, de orilla o margen", aclara el autor de ‘Viejos recuerdo’. Esta zona era concurrida por la sociedad murciana, que se alojaban en sus sendas casas veraniegas, se distinguían la propiedad por contar con el izado de la bandera correspondiente a cada familia, como los condes de Falcón o los mismo Barnuevo. Entre tertulias, baños en el mar o paseos por la tarde para lucir los modelos veraniegos de las señoras y la elegancia y rigidez de los hombres con traje y corbata.
Torrevieja:
Este punto de encuentro de la también alta sociedad murciana, concentraba entre sus vecinos al "teniente coronel Gerardo Murphi, casado con una Fuster; los marqueses de Menahermosa, compartían territorio con familias pertenecientes a Orihuela como los de Arneba".
Este destino fue considerado ciudad, adicional a las actividades realizadas en Santiago de la Ribera, Torrevieja contaba con casino, teatro, cine, un desarrollado comercio y la comodidad de la luz eléctrica, cuestión que en la Ribera aún no llegaba.
Los Alcázares:
Esta playa es descrita por Valcárcel como: "la huerta de Murcia que se asombra al mar. O el mar que se metía en la huerta de Murcia". Hay quienes llegaban en carros y tartanas, tirados por caballos de paso lento y cansado, otros por mulas. Después de 16 horas de travesía, tocaba montar las barracas, unas de cañizo o de lona, otras cubrían los carros para protegerse del relente (humedad) y de los mosquitos que atacaban a los visitantes. Hay quienes lo hacían con el autobús que partía de San José de la Montaña. Lograban el destino en menos tiempo, unas dos horas de trayecto.
Este será el punto de encuentro de los veraneantes, así como lo que hay se montaría, desde el botijo, la bota y las comilonas, representaban sin querer lo que la huerta brindaba y es ahí donde el autor confirmaba "de la huerta en el mar o del mar en la huerta".