Al llegar al molino de Quintín nos detenemos para escudriñar el mar. Es la segunda mitad de agosto y el sol se esconde a la derecha del Cabezo Gordo. Desde la playa de La Mota la luz que declina se recrea tenuemente con la superficie tranquila del mar. Las embarcaciones a lo lejos, el Carmolí embrumado, embarcaciones con las velas arriadas, los edificios de La Manga con reflejos dorados. La gente pasea sin prisa por el brazo de tierra que separa el Mar Menor y las salinas. Es envolvente todo aquello, sí.
A un lado las montañas de sal, las palmeras aisladas, los flamencos en las charcas, las pasarelas para los baños de lodo; al otro lado, los suaves encrespamientos de un mar plácido, los bañistas más allá de la línea de boyas, los barcos, el puerto, los altos edificios de La Ribera. Es un espectáculo de luz, de color, de sabor. Un espectáculo para la vista.
Desde hace años este mundo está cambiando. Primero, lenta e imperceptiblemente; desde mediados de la década que acaba, con heridas cada vez más visibles y con un acercamiento a las mismas cada vez más resignado. Se sabe que algo muy nuestro se muere, algo que a pesar de su deterioro sigue siendo hermoso y digno de admirar. De ahí aquella referencia del Consejero de Fomento e Infraestructuras a que el Mar Menor sufría una crisis de paisaje. La respuesta, entre otras muchas, sería redefinir el paisaje, claro.
En realidad, en un mundo de crisis múltiple, el deterioro del Mar Menor es una historia secundaria dentro del gran relato de la crisis medioambiental, donde la Covid-19 es un efecto más. Alrededor se escuchan las voces que exigen abrir más la herida, hurgar en ella, anestesiarla para ir tirando unos años más con un modelo de desarrollo que nos aboca al desastre. Porque en realidad, en palabras del presidente López Miras, nadie tiene la culpa de lo que está ocurriendo, a no ser una sociedad a la que se le inculca que el consumo es la solución a todos los males. Los agentes económicos anteponen, después de denunciar el maltrato que sufren por parte de las administraciones públicas y organizaciones conservacionistas, sus necesidades depredativas o de supervivencia. La solución es desregular, desproteger, dejar hacer, dejar fluir el tiempo…
Estamos viviendo un verano extraño, seguramente el más extraño de nuestra vida. Mucha gente prefiere bañarse en el Mediterráneo, en las playas de La Torre Derribada, La Llana, La Barraca Quemada, Punta de las Algas y, ya en Alicante, la de Las Higuericas. Ello supone más presión sobre espacios naturales protegidos. Al atardecer, paseando en bicicleta entre las charcas, se ve a la policía local anotando las matrículas de vehículos mal aparcados.
Un autobús casi vacío traslada veraneantes a las playas del Mar Mayor, algunos grandes aparcamientos disuasorios permanecen cerrados, solares donde antes se aparcaba han sido rodeados con cintas para impedirlo. Sin embargo, el Mar Menor permanece hermoso, con sus majestuosos amaneceres y crepúsculos, con su superficie serena solo agrietada por la blanca estela dibujada por una canoa o por el chapuzón de un ánade, por los contornos oscuros de sus islas… Pero sabemos que un paisaje tal solo es un tenue recuerdo de la grandiosidad postrada de nuestra laguna salada, un 'déjà vu' vivido como experiencia colectiva.
Declaraciones como las del presidente de los promotores de la Región de Murcia solicitando una revisión de la Ley del Suelo para hacer un urbanismo más ágil, campañas publicitarias, como las de la Fundación Ingenio, negando relación entre la agricultura intensiva y el deterioro del Mar Menor, decretos leyes publicados en pleno confinamiento, como los aprobados por el Gobierno Regional, para relajar la ya de por sí laxa protección de nuestro medio ambiente, la terca persistencia en no considerar otro modelo económico que no sea el del ladrillo o el de la agricultura no sostenible, van a seguir propiciando que el Mar Menor siga siendo un sumidero de todas nuestras vergüenzas depredativas.
Y sin embargo, lo hemos dicho antes, ¡qué hermoso es nuestro mar!. A pesar de que todos lo sabemos enfermo, moribundo, es fascinante contemplarlo a cualquier hora del día, con sus molinos, sus largos atardeceres, sus fondos dorados, su cielo majestuoso, su vida que todo lo desbordaba…