Cuando toca de cerca, un muerto suele ser suficiente. Un familiar, un amigo, ese profesor que descarriló el tren cómodo y sin rumbo en el que viajabas durante tu adolescencia. Incluso puede que jamás te cruzaras con él, basta con un jacklemmon, con una almudenagrandes, con un kobebryant que hubiera podido conseguir esa pizca de ilusión que el entretenimiento, la cultura o el deporte entresacan del plástico diario e incorruptible de nuestra rutina. Yo he llegado a padecer por la muerte de un caballo en un videojuego, no voy a decir cuál porque odio reventar las tramas. Fuera de nuestro círculo de influencia, la cosa cambia. Ya depende de las circunstancias. La muerte de los menores suele doler mucho. La de las mujeres víctimas de violencia doméstica, también. La de un accidentado en carretera, ya no tanto. Para cualquier profesional sanitario, para cualquier agente de la ley, para cualquier periodista de sucesos, la muerte no es más que gajes del oficio. Curiosa palabra, gaje, que puede significar gratificación y molestia al mismo tiempo, según la RAE. Supongo que la condición que vuelve indisolubles nuestra vida y nuestra muerte dificulta establecer los límites de un estómago revuelto.
No es fácil determinar cuántas muertes hacen falta para comprender que ha muerto demasiada gente, como escribió Bob Dylan en Blowin’ in the wind. Sé, por ejemplo, que jamás olvidaré la profunda sensación que me causaron las tres víctimas del parricida de Elche, en febrero de 2022. Padre, madre y hermano menor. Pero lo viví de cerca, como decía al principio, visité su casa, hablé con los vecinos, pisé los bancales repletos de alcachofas y granados del entorno, traté de contarlo.
"No es una cuestión de cifras. Necesitamos una conexión para sufrir"
Seguro que la muerte de tres alpinistas austriacos en plena escalada a un ochomil del Himalaya me habría llamado la atención, pero no me habría afectado tanto. Así que, probablemente, no es una cuestión de cantidad. Aquel niño kurdo de tres años, Aylan, que apareció ahogado en una playa de Turquía agitó más las conciencias que los miles de náufragos que se traga el Mediterráneo cada año, por ejemplo. Su familia trataba de escapar de la guerra de Siria, que es lo mismo que si hubiera salido del horror de Yemen o de la hambruna de Haití. Conflictos que apenas son la guarnición con la que acompañamos la comida durante algún informativo ocasional. Meras flores que reciben las muchachas de jóvenes que acaban alistándose en una guerra y mueren para servir de abono a nuevas flores. El ciclo de la rutinaria amenaza humana que relató Pete Seeger en Where have all the flowers gone. Poco más.
Un muerto, tres muertos, 35.000 muertos. Seis millones. No es una cuestión de cifras. Necesitamos una conexión para sufrir. Quizá con la declaración de este martes, por la que España, Irlanda y Noruega reconocen el Estado de Palestina, cobremos más conciencia de lo que está pasando en Gaza y Cisjordania. Los españoles, los irlandeses, los noruegos, los europeos en general. El atlas geográfico casi al completo, si atendemos a lo que sucede en las bancadas de la ONU. El Gobierno de Israel –no su población, que seguro que cuenta con miles de detractores del espanto, al igual que en toda la comunidad judía- no puede escudarse en una desmedida y atroz respuesta a un terrorífico atentado de Hamas, como tampoco podría esconderse detrás de un dios que tampoco existe o de un interés material en los terrenos desolados, para justificar tanta muerte. Para explicar cómo es posible que Netanyahu desconecte tanto de su propia condición humana para que no le afecten 35.000 víctimas inocentes. O tres. O una.
@Faroimpostor
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