Fotos: C. M. M.
MURCIA. Hace poquitos días regresé de Chauen, Tetuán y Tánger. Ha sido un viaje mágico del que extraer valiosos aprendizajes con los que hacer un diario viajero para atrapar la belleza de una tierra cargada de historia, sabrosa gastronomía, bonitos paisajes, tradiciones únicas y personas acogedoras. Me doy cuenta de que es un país desconocido, o preconcebido, para la gran mayoría de españoles. Dejando ese diario para otro momento, el enfoque de esta columna va sobre turismo sostenible en el que respeto al ecosistema, a la población local y al patrimonio cultural priman. Porque allá donde vaya, inevitablemente, el Mar Menor viene conmigo y mis conexiones.
Chauen ha evolucionado en poco tiempo hacia un turismo mundial con sello de calidad. Y es una calidad entendida como identidad propia. A este hecho lo acompañan unas nuevas infraestructuras en forma de amplias carreteras salpicadas de rotondas decoradas con las omnipresentes banderas del país (afrontar una rotonda en Marruecos es un artículo aparte, no escrito en ningún manual de autoescuela). Hasta para estas nuevas avenidas han tenido gusto identitario con un alumbrado público compuesto por farolas de gran belleza dejando de lado los cuatro palos minimalistas tan en boga. Lo que el visitante percibe es que cuando se dieron cuenta de su interés turístico para el resto del mundo más allá de los valles de Ketama, pusieron en valor la belleza de sus paisajes, la de sus poblaciones, la de su etnografía e historia, y todo ello bien enraizado en su génesis comerciante altamente heredable que impregna todo con un halo de relaciones sociales sorprendentes.
"Son calles alegres, intergeneracionales, multiculturales de visitantes, seguras, llenas de vida en una amplia franja horaria y también con muchas sonrisas"
Las calles de la medina de Chauen son un lugar limpísimo a pesar de la gran densidad de visitantes y residentes que soportan, inclinadas como están en pendientes y escaleras imposibles que impiden el paso de maquinaria tipo camión Terminator que nos aborda en las nuestras (anoto que les queda atender correctamente el destino final en vertederos para no cometer errores medioambientales). Además, estas vías son un lugar bello que se siente cuidado por la población y las instituciones como fuente de ingresos y como modo de vida. Son calles alegres, intergeneracionales, multiculturales de visitantes, seguras, llenas de vida en una amplia franja horaria y también con muchas sonrisas. Se encuentran salpicadas de establecimientos hoteleros, riads en su mayor parte, con un encanto fuera de las guías escritas. La gastronomía se compone de alimentos cuya cadena de distribución y procesado previo es prácticamente nula. Y se nota muchísimo en el sabor, más allá del sabio uso de las especias que ejecutan en cada plato. No se necesita ni una gota de alcohol para mantener el interés de los visitantes. De hecho, es imposible encontrarla excepto en un único local destinado a ello y lleno de turistas ansiosos por una cerveza perfectamente prescindible de no haberla.
Con todo, lo que más me agradó fue comprobar que quienes visitamos el territorio rifeño del Norte de Marruecos, nos sentimos atendidos con amabilidad y respeto, aun regateando un precio. Y me fue inevitable pensar en la carencia de ambas cosas en los meses de estío en nuestras costas, cuando pedir una caña se convierte demasiadas veces en un ejercicio desagradable ante un personal que atiende al público quemado e irritado. Se entiende ante las altas temperaturas y la afluencia de la masa, pero se deja de comprender cuando se trata de una actividad económica motor de la zona que, además de contar con un producto de calidad, debería tener un servicio acorde. En la perla azul de Chauen o en la paloma blanca de Tetuán, hasta los taxistas te hacen de guía en unos zocos inabarcables para foráneos, te ayudan incluso con el idioma (son absolutamente prodigiosos para comprendernos, además de que chapurrean el español con salero; vamos, que hasta en lengua de signos nos entendimos) o a la hora de adquirir productos. Y todo ello lo hacen cobrando, por supuesto, pero un precio acordado por el propio cliente y, lo que es mejor, con una amabilidad y tranquilidad que poco te parece haber pagado. De alguna manera, son conscientes de desarrollar una actividad económica que garantiza el sustento de las familias y lo hacen lo mejor posible. A fin de cuentas, comercio y turismo son servicios y ser servicial sin ser sumiso ni pelota es precisamente su valor. Es quizá su histórica tradición de artesanos y comerciantes lo que les ha impregnado de una habilidad adquirida y educada ante la que, aun sintiendo que te abordan con sus productos, solo puedes sonreír y disfrutar de las negociaciones.
Así que tengo que decir que cien vueltas nos dan en turismo y comercio, y aquí lo digo ya nos rasguemos las vestiduras. Que va siendo hora de espabilar y convertir la zona del Mar Menor en un enclave amable. El consabido turismo de calidad que dicen los inversores se traduce en campos de golf y hoteles de 5 estrellas. O en aplicar tecnologías de conteo del número de plazas de aparcamiento y de afluencia de visitantes. Estoy viendo venir que cuando todo esté perdido de cámaras y la asistencia personal sea una utopía, los visitantes, en lugar de mirar en derredor, estarán con su atención centrada en el móvil. Así, conocerán el Mar Menor por lo que les cuenta el dispositivo, aun estando en su orilla, y comprarán el souvenir por Amazon. Acabemos con el cuento, que la castaña tecnológica que te llena de ansiedad va a más. Abramos los ojos a la realidad turística sustentada en las personas. Porque de "destino inteligente" vamos escasos a la vista de modelos turísticos rentables y con agrado en el país vecino.