MURCIA. La prensa local nos contaba en los últimos días del pasado mes de mayo que un incendio en el enclave chabolista situado a espaldas del recinto de la antigua Fica, y formado por unas 25 infraviviendas habitadas por alrededor de 70 personas, había motivado la intervención de los bomberos, que se hicieron con la situación sin que hubiera que lamentar heridos, aunque sí la pérdida de una de las chabolas.
Precisamente, unas semanas antes, los vecinos de la zona denunciaban el crecimiento descontrolado del asentamiento y los problemas de salubridad que de ello se derivaban.
Y no es el único poblado que se alza en los alrededores de la ciudad, pues durante muchos años ha sido noticia el situado a las afueras de Patiño, fuente también de diversos problemas, como enfrentamientos entre clanes, según puede leerse en periódicos de hace algo menos de un año.
Del que no se habla demasiado es del que, de modo sorprendente, por la situación y la permisividad de la autoridad, ha ido tomando forma en el Martillo del Palacio Episcopal, bajo los arcos que, cedidos en su día por el Obispado, permiten el tránsito peatonal entre la Glorieta y la acera del Instituto y la Consejería de Hacienda.
Un dormitorio callejero, como otros muchos repartidos por la ciudad, y abundantes en el centro urbano, pero más concurrido y mejor pertrechado desde que algunas piezas de las obras de inmovilidad (barreras New Jersey, parece que se llaman) pasaron a reforzar temporalmente el establecimiento.
"la mendicidad ha sido un problema de todos los tiempos"
Mientras las autoridades competentes afrontan, o no, este asunto, al tiempo que el de la proliferación de mendigos, estos ayeres encaminarán al lector al mismo lugar, pero en los años 30 del siglo XIX, cuando un escribidor murciano señalaba la importancia de que "por la noche, se haga una rigurosa requisa por la Glorieta, rincón de Palacio, Almudí y otros muchos sitios tenebrosos, que sirviendo de triste asilo a la mendicidad, a la vez son el abrigo de la más lastimosa corrupción de costumbres".
Añadía que después del toque de oraciones, aquél que marcaba el paso del día a la noche, cualquiera que saliera de su casa se veía "acometido de multitud de aquellos que se llaman vergonzantes, que formando un semicírculo no lo dejan andar, atronándole con sus importunas peticiones", a lo que se añadía la aflicción, por "cierta clase de mujeres que, abandonadas a una vida pecaminosa, corrompen en todos sentidos a la juventud inexperta” y la compasión, al comprobar la presencia de "algunas niñas pobres", encaminadas a emprender “un rumbo detestable”.
Este relato, de junio de 1836, no era sino la constatación del problema que representaba la mendicidad, no ya en Murcia, sino en cualquier ciudad de aquella España turbulenta del siglo XIX, envuelta en un conflicto sin fin político, social y bélico, y en la fecha señalada, con la primera de las guerras carlistas en curso.
Pocos años antes, en 1833, aún en vida de aquel Fernando VII que pasó de ser el ‘deseado’ a quedar para la historia como ‘felón’, (o lo que es igual, el que comete felonía: "deslealtad, traición, acción fea", apelativo recuperado del olvido para aplicarlo a algún político de nuestros días), se promulgó por el Ministerio del Fomento General del Reino la norma legal por la que se creaban Juntas de Caridad en todas las capitales y cabezas de partido de las provincias del Reino. En el caso de la entonces provincia de Murcia eran dichas cabezas de partido Caravaca, Cartagena, Cieza, Lorca, Mula, Murcia, Totana y Yecla.
Las Juntas de las capitales tendrían el carácter de superiores en sus respectivas provincias y se compondrían del arzobispo u obispo, del intendente, de un magistrado de la Chancillería o Audiencia, de los subcolectores de Espolios y Fondo Pío Beneficial y de tres vecinos "de los más acomodados, desocupados y conocidos por su honrada conducta y amor a la humanidad".
Entre las atribuciones de las juntas se encontraba colectar los fondos que habían de invertirse en el socorro de los mendigos; abrir suscripciones y excitar la caridad de las personas pudientes en beneficio de los pobres; vigilar en todo tiempo la conducta de los mendigos, dando parte a la autoridad de lo que considerasen digno de corrección; y "ocupar a los mendigos en la reparación de caminos vecinales, construcción de trochas o travesías, composición y apertura de alcantarillas, desagüe de lagunas o pantanos, aprovechamiento de aguas de los manantiales"… de modo que conserven el hábito del "trabajo y se eviten los males que originan la vagancia y la ociosidad".
También habían de facilitar alojamiento a los mendigos en las horas de descanso "para evitar los funestos resultados de la intemperie"; y proporcionarles médicos, cirujanos y medicinas en sus enfermedades, "prefiriendo la hospitalidad domiciliaria, en cuanto sea posible, a la reunión de muchos enfermos en un solo edificio".
Por supuesto que la mayor parte de estos planteamientos fueron papel mojado, y las Juntas de Caridad se activaron de forma episódica para atajar las consecuencias en la población de grandes calamidades, como las recurrentes inundaciones.
En tanto, la mendicidad ha sido un problema de todos los tiempos y todos los regímenes, que en los días de la II República se encontró con la contundente respuesta de la llamada Ley de Vagos y Maleantes, una norma aprobada con el consenso de todos los grupos políticos para el control de mendigos, rufianes sin oficio conocido y proxenetas que pronto derivó en abusiva.
Aquel Joaquín Soler Gámez que activó la idea de erigir en Murcia el monumento a Juan de la Cierva escribía en los primeros días de 1975 sobre la situación de la mendicidad en Murcia: "Ha de impedirse la presencia de mendigos en nuestras calles. Puede darse el caso de que el mendigo se rebele contra circunstanciales medidas, ya que, como antes indicamos, a muchos de ellos les va mucho mejor el negocio, sobre todo cuando hay niños por medio a los que suelen explotar para lograr la máxima conmiseración pública. A los que de tal forma se produzcan, a los que hagan de la mendicidad un escabel para abusar de la caridad cristiana, no habría otra solución que la aplicación tajante, inexorable, de la ley de vagos y maleantes".
Y añadía: "A los otros, a los que piden por verdadera necesidad, sin molestar a las gentes, y siempre dentro de los límites de un comportamiento digno y honrado, debe proporcionárseles adecuado trabajo, con la debida remuneración para que no pasen hambre ni sufran las consecuencias de la miseria”. Y en esas seguimos hoy, como ayer.