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Tribuna Libre / OPINIÓN

Todos somos culpables

Foto: A.MARTÍNEZ/EP
26/11/2024 - 

Es la frase que aparece como un leitmotiv en la obra de suspense Los hermanos Karamazov de Dostoyevski. Uno de sus personajes, Dimitri, la expresa una y otra vez a lo largo de la trama para que el lector caiga en la cuenta de que la realidad es mucho más compleja de lo que parece: el asesino no es el único culpable del terrible crimen cometido. Sin duda alguna, darse cuenta de lo que verdaderamente sucede no es fácil. Y son pocos los que lo hacen y, además de darse cuenta, lo dicen o lo escriben. Esto es un arte. Supongo yo que por eso Flannery O'Connor afirmó que el «descubrir la extrañeza de la verdad es asunto del artista». Se cuentan con los dedos de la mano los escritores que agudamente describen la realidad y logran despertar al lector. 

Por nombrar a uno, Hanna Arendt. En su obra Eichmann en Jerusalén describió lo que era bien sabido, que los nacionalsocialistas eran más malos que el atún, pero también escribió lo que pocos esperaban leer en la narración de un proceso judicial contra un asesino del Tercer reich, que los judíos no habían sido totalmente inocentes. Ella reconoció la culpa de su pueblo. Sí, Eichmann trataba con los Consejos judíos con el propósito de enviar a los mismos judíos a los campos de exterminio y esto puso las cosas fáciles para que la maquinaria de exterminio nacionalsocialista funcionara con éxito, toda vez que en aquellos lugares donde hubo una oposición decidida a la deportación, los nacionalsocialistas no pudieron hacer nada para doblegarla. Después de publicar la judía Hanna su obra, los mismos judíos trataron de comérsela con patatas fritas. ¿Por qué? ¡Hombre!, es obvio: siempre queda mejor mostrarse ante el mundo inocente como un corderito.

El caso es que nuestra sociedad no sabe reconocerse a sí misma culpable y ser consecuente con ello. Es su sino mientras sea emotivista. Las sociedades compuestas por miembros que se mueven al vaivén de lo epidérmico, cuando sucede la hecatombe, esta les afecta de tal modo que les sobrepasa, son incapaces de distanciarse del sufrimiento, de ver con objetividad o de contemplar lo sucedido serenamente, por lo que no es nada fácil que surja la autocrítica con el ánimo de corregirse. No obstante, lo que sí que aparece como a la velocidad del rayo es la acusación. Todos se echan así las pulgas unos contra otros buscando al verdadero responsable, que siempre es la manera más exitosa para que nadie haga nada por nadie. Huelga decir que este mecanismo no se da en todos y en la misma situación de un modo inconsciente. Lo que se puede decir con toda seguridad del mundo de la política hoy por hoy es que lo que más brilla por su ausencia en él es la honestidad.

Una desgracia natural clama justicia, si no la brama, cuando se olisquea que detrás de ella de alguna manera está la mano humana. Por lo que no basta con empatizar y solidarizarse con las víctimas. Esto es necesario, pero no basta. Porque el amor hacia los demás siempre ha necesitado de la justicia, de la verdad, para ser realmente eficaz. Todos podemos tener en cierto modo una parte de culpa cuando sucede la desgracia. Los que antes de que suceda porque, pudiéndola prevenirla, no hacen nada para prevenirla; los que no saben reaccionar a tiempo inmediatamente después de que suceda porque da la impresión de que están para cualquier estúpida cosa menos que para reaccionar a tiempo; los constructores que construyen porque no pueden ignorar el hecho de que no se puede construir en cualquier sitio; y los que somos ciudadanos de a pie porque nos dejamos llevar poniendo la confianza en aquellos de arriba en los se hace tan evidente que no se puede confiar y, para colmo de los colmos, no hacemos nada para cambiar la situación. El saber reconocer la culpa con el fin de asumir la responsabilidad es la manera de remontar cuando sucede la desgracia, de aprender y de hacer todo lo necesario para que no vuelva a suceder. Hay que adquirir este arte. 

Lo malo es que, a toro pasado del historial de desgracias que suceden, comprobamos que los seres humanos en general no aprendemos, que no hay manera de que adquirimos el arte de entender lo que verdaderamente sucede. Pero lo que sí comprobamos una y otra vez es que los mass media dejan de centrarse en las noticias de las tragedias en el instante en el que surge otra con más dosis de morbo y la gente vuelve a sus cosas, a vivir frívolamente, despreocupados, sin tener presente que, en cualquier momento, de repente, puede llegar otra hecatombe que cuestione directamente el petulante modus vivendi occidental. Ante todo, es a los que viven la tragedia en sus carnes a los que toda la vida se les hace presente todo lo sucedido. Principalmente y por desgracia, es sobre todo a ellos

José Manuel Hernández 

Profesor de la Universidad de Católica de Valencia

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