Miro la cortina del probador mientras espero a que mi hija salga y sopeso si el colapso nuclear nos pillará con los pantalones pitillo o campana. Con chaquetones oversize o blazers arremangadas. En mi cabeza se mezcla lo mundano y el drama igual que en la imaginación de los fashion designers se mezclan los colores ácidos con el animal print. El reggaeton suena en la tienda adolescente donde Jo se prueba un jersey manga-sí-manga-no y yo me pregunto desde cuándo los suéters dejan un hombro al aire, en qué momento hemos permitido esto sin sospechar que se anunciaba el fin del mundo. La niña me acerca la etiqueta y hace un mohín de súplica pero no me resisto y sonrío, sólo estoy intentando apartar a Putin de mi cabeza y también al filósofo francés que se me aparece detrás: el infierno son los otros, ¿sólo los otros?
Quizá Sartre no tenía en cuenta nuestros propios pecados. Desde la caída del muro de Berlín nos abandonamos a esta dulce complacencia de moda, confort, arrogancia occidental y gas barato comprado a esa enorme gasolinera con pepinos nucleares que es Rusia. Europa mantenía su trasero caliente, el presupuesto militar menguaba y el social se inflaba: el mundo era nuestro. La OTAN incluso contempló la opción de extinguirse, como el último que sale de una fiesta y apaga las luces. Pero la guerra de los Balcanes hizo que la Alianza volviera a sacar pecho y, no lo olvidemos, cuando alguien exhibe su fuerza otro es humillado. Hitler también se nutrió de esa vergüenza colectiva del Tratado de Versalles, solo que el alemán había sido elegido democráticamente y el ruso que nos atormenta ahora no lo ha sido. ¿Qué pueden hacer por nosotros los rusos? Aquí y allá se filtra algún acto de rebeldía ruso que nos deja más interrogantes que certezas. Quizá sólo sean títeres de los chinos, que hace tiempo que esperan su turno para dominar la escena. Quizá no. Quizá dé lo mismo especular sobre lo que pueden hacer los demás para salvarnos y la pregunta haya que orientarla hacia uno mismo: ¿qué puedo hacer yo para defender lo que tengo?, ¿cómo se sale de este letargo?
Mientras se suman los días y los explosivos en Ucrania, aquí tenemos las primeras fallas en tres años. En los medios se persigue a psicólogos para que difundan recetas contra el terror y ya se va colando la terrible triada (tercera-guerra-mundial), aunque nadie sepa muy bien cuál es el concepto de tal cosa en el siglo XXI, ¿guerra atómica?, ¿financiera?, ¿cibernética? Los informáticos del hospital nos exigen cambiar las claves para prevenir un ataque y en todas las administraciones públicas se ha pedido apagar los ordenadores al acabar la jornada. ¿Alguien puede admitir todavía que la normalidad ha vuelto?
Yo me aferro al cronómetro invisible que palpita en mi barrio y me disocio: sigo la secuencia del tráfico, su arrullo y o su silencio de los domingos, la paloma que se posa a las cinco de la tarde en mi barandilla, el ruido metálico de las persianas cuando las gente cierra sus negocios. El señor ciego de mi barrio, siempre elegante e impoluto, sale a media tarde muy grave del Consum camino de la parroquia. Con su vara blanca avanza y palpa las superficies delante de sí, emite chasquidos de plástico que se intercalan con los silbidos de los petardos. Su sombrero de fieltro es el de siempre, nadie lo lleva más que él, y tampoco han variado las gafas de sol que no abandona ni en la noche de marzo. Me gusta encontrarme con él y con la delicadeza con la que una empleada lo ha encaminado hacia la puerta. Una vecina y yo nos hemos detenido a mirarlo porque parece caminar directo hacia el muro de la parroquia, directo a una colisión. La vecina también se detiene con una bolsa en cada mano. Nos miramos. El señor avanza indolente detrás del clic-clic de su vara. Todo se parece a lo de siempre porque es lo de siempre. Pero la escena contiene una pista que no viene en las cabeceras del telediario.
"El hombre es indestructible debido a su simple voluntad de ser libre", defendía William Faulkner, en un libro de entrevistas que me presta un amigo muy defensor del hombre y de sus logros. Libertad. Solidaridad. Progreso. El hombre, ¿qué cosa es el hombre? Cada vez que la violencia estalla, el principio de la civilización y el final de la misma parecen darse la mano. La cualidad que nos aleja o nos identifica con las bestias es la capacidad de reaccionar o no ante el sufrimiento del otro. Y cuanto más crueles somos, más queremos regresar a lo humano. Las cabeceras de los telediarios parecen haber convocado estos días ambos extremos: cólera y solidaridad, división y unidad. Escribo estas líneas mientras escucho las detonaciones falleras y me pregunto si suenan igual que las de una ciudad bombardeada, ¿cómo podemos aplaudir la calidad de una mascletá sin pensar de que nuestros oídos no han conocido el sonido de una guerra?
Las fiestas avanzan, a pesar de todo. La catarsis libera toda sombra del miedo y el olor a pólvora nos recuerda viejos asideros, viejas seguridades. El cielo de la ciudad se llena de flores grises que se disuelven despacio y sin amenaza. En mi primera cata de buñuelos engullo media docena de golpe y me escandalizo al descubrir el fondo vacío de mi bolsa de papel. Comer. Beber. Desbarrar. Puede que estemos en shock. Nadie sabe si habrá otra ocasión para celebrar la primavera y cunde una exaltación que tiene un punto desesperado, ciego. Siempre lo ha tenido, pero este año es extremo. Los falleros se entregan a lo efímero, algo muy mediterráneo, y yo me pregunto si el gran reto del siglo no será aprender a vivir así, en la sobreexcitación, sabiéndose al borde de un abismo y cabeceando semana adelante como si nada. Pagar igualmente la factura de la luz, aguantar los madrugones, regar los geranios una vez por semana, llegar vivo a la siesta del domingo.
Aquí y allá se habla de lo mismo pero se cuela algún zarpazo del pánico, ¿dónde te meterías tú si llega la nube radiactiva? Hay quien menciona su trastero como refugio, otros planifican una huida a Uruguay o al Pacífico (mi hermano propone una fuga en barco como si fuera el mismo Noé). Las tertulias de las enfermeras las oigo distendidas y frívolas, como siempre, pero una de ellas menciona la base de la OTAN que tenemos en Bétera y me da una mala tarde. ¿Qué clase de loco es Putin?, me insisten. Y les hago pensar en el mundo paralelo en el que acabarían también ellas si nadie rebatiera nunca sus ideas por miedo a un chupito de novichok (la neurotoxina que se ganan los enemigos del Kremlin). Les recuerdo que deben dejar tranquilos a los locos y ocuparse de las malas personas pero, ¿tan malos son los rusos? The russians love their children too, les canto, apelando a la canción de Sting que estos días se hace viral casi 40 años después de su debut. Cuando la escribió era un lamento por el pulso entre Reagan y Krushchev, el pasado día 7 la reinterpretó en directo y dijo que nunca pensó que volvería a ser relevante. “We share the same biology regardless of ideology”. Compartimos algo más que la biología.
"Tranquila ─me dice la vecina que se ha detenido a seguir la trayectoria del señor ciego─, lo conozco muchos años, no se pegará…" Me habla con decisión, sin alzar mucho la voz, y es hermoso tener algo en común con una desconocida y que sea eso. Algo dentro de mí dice que he dado con la parte dura, con algún tipo de sostén, que darle valor al otro me sostiene tanto como mi árbol arterial y venoso. Los días en que he buscado ese punto de desapego al escuchar las noticias, ese instante tan familiar en el que el corazón se hace refractario y pasa a otra story, he perdido el tiempo, ¿quién se hace refractario a la guerra?
Tengo mucha prisa, pero espero a que el señor palpe con su antena el borde del muro y lo bordee con elegancia. A lo mejor me estoy recreando. Los masclets estallan alrededor y yo vacilo entre irme ya o esperar a que la señora me cuente algo más, pero se despide con los ojos y yo la imito. Sting lo metió todo en una estrofa con incisiva sencillez: "How can I save my little boy from Oppenheimer's deadly toy".