CARTAGENA. En algún año hacia la mitad del siglo I un genial escritor anónimo inventó, en un lugar incierto, el nuevo género literario de los evangelios, nombre que equivalía aproximadamente a buena nueva o noticia esperanzadora. Aquel libro, del cual nadie sabía con certeza el quién, el dónde ni el cuándo, iba a ejercer una influencia duradera en Europa.
Tardíamente atribuido a Marcos, aquel primer obispo de Alejandría situaba la acción en Canaán, la estrecha franja, mayoritariamente habitada por judíos, comprendida entre el Mediterráneo y el río Jordán. Transcurrían las escenas unos siete siglos y medio después de la fundación Roma por los míticos Rómulo y Remo. Se trataba, pues, de la época de Augusto y Tiberio, los dos primeros emperadores romanos, cuyas legiones dominaban toda aquella zona. Con un estilo sencillo, relataba la vida de un fascinante judío, Jesús de Nazaret, que anunciaba la inminente llegada del Reino de Dios.
En las décadas siguientes vieron la luz otros varios escritos parecidos al de Marcos. Sin embargo, no todos ellos daban versiones concordantes, siendo las de algunos claramente divergentes. Aunque todos coincidían en resaltar la figura de Jesús, esa disparidad de relatos originó bastante confusión. Urgía disiparla, pero ese objetivo tardó en lograrse.
Hubo que esperar al año 325 para que, promovido por el emperador Constantino y formalmente convocado por Osio, obispo de Córdoba, el concilio de Nicea solventase ese problema. Reunidos todos los obispos, decidieron que solo los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan habían recogido fidedignamente el mensaje de Jesús. No reconocidos como libros sagrados por los judaicos, esos evangelios fueron declarados el fundamento de la nueva religión cristiana a pesar de sus patentes diferencias residuales.
Legalizado previamente en el año 313 por el emperador Constantino, en el año 380 el cristianismo fue proclamado única religión oficial del imperio por su colega Teodosio. Desde entonces se mantuvo hegemónico en Europa, pero entró en declive en la segunda mitad del siglo XX. No obstante, muchas de sus ideas impregnan todavía a los que se consideran ateos e incluso a los anticlericales. Tal es el caso de los ideólogos podemitas que pergeñaron la llamada ley del 'solo sí es sí'.
"las juezas seguirán buscando pruebas de que se ha cometido cada delito sexual denunciado"
En cuestión de sexo, la doctrina de Jesús fue particularmente tajante: "Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer con malos deseos ya ha cometido adulterio con ella en su corazón". El mandato contra el adulterio ya figuraba en la ley que el profeta Moisés había recibido de la divinidad judaica, pero ahora Jesús lo ampliaba del campo de lo corporal al de lo mental.
Eso constituye un buen ejemplo de que una de las más notables aportaciones del cristianismo fue introducir las intenciones en las valoraciones morales. Para los cristianos no solo contaban los actos y sus resultados, sino también las motivaciones, un añadido hoy universalmente aceptado en Europa.
Quizás minusvalorando que, embargado de compasión, el verbalmente drástico Jesús había perdonado a la adúltera, llegado el siglo XX los sacerdotes católicos todavía insistían en que en cuestiones de sexo no había materia leve. Para los no iniciados, eso estaba relacionado con la crucial distinción entre pecados veniales (indeseables, pero no letales) y mortales (que condenaban al fuego eterno). En materia de apropiación de bienes se distinguía entre el hurto de una pequeña cantidad de dinero (leve) y la estafa o el atraco a mayor escala (grave). Pues bien, tal distinción no existía materia de sexo. Ahí todas las infracciones eran pecados mortales. Por el contrario, los eurocristianos tibios no se muestran tan tajantes, sino un poco más relajados en cuestiones de moral sexual. El futuro del cristianismo en Europa se compondrá de pequeños grupos muy ceñidos al magisterio tradicional y una gran mayoría abierta a evolucionar en varios temas, como la sexualidad.
"Es sencillamente falso que antes de esta ley no fuesen ilegales los actos sexuales no consentidos"
A pesar de esa desinteresada aportación de los tibios, la tradicional idea de que todas las infracciones sexuales son graves es la que, según parece, han asumido los izquierdistas que nos gobiernan. De hecho, han dictaminado que todo acto sexual no consentido sea un delito de agresión. Con ello han optado por la peligrosa escuela de que no hay gradaciones en los delitos contra la libertad sexual. Con una mentalidad binaria, de todo o nada, estos igualitarios legisladores no aceptan las posibilidades intermedias. O blanco, o negro, pero nada de grises. A pesar de su rechazo a Israel, en cuya virtud la alcaldesa de Barcelona ha suspendido el hermanamiento de la ciudad condal con Tel Aviv, no han leído al islámico Ibn Arabí. Por eso ignoran que se molestó en establecer una escala amorosa que iba de la mera simpatía al completo arrobamiento.
El problema para estos neopuritanos es que la gente no funciona de forma binaria, sino que usualmente se mueve en las graduaciones, las intensidades y las dudas. En consecuencia, han chocado con la mayoría al elaborar una ley tan exageradamente ideológica. Y, además, con más propaganda que sustancia.
Empecemos por el consentimiento. Es sencillamente falso que antes de esta ley no fuesen ilegales los actos sexuales no consentidos. Desde hace décadas el consentimiento venía fijando la frontera entre lo legal y lo ilegal, solo que, a diferencia de esta ley, no era el único criterio relevante. Elevarlo al rango de criterio único ha originado varios tipos de problemas. Y no pequeños.
El principal de ellos ha sido eliminar la diferencia entre los actos sexuales ilegales sin violencia y aquellos en los que hay, además de ofensa a la libertad sexual, intimidación o violencia. Sin embargo, esa es una diferencia esencial. No es lo mismo un breve ataque sexual por sorpresa que uno sostenido en el tiempo por métodos violentos. Dar inesperadamente un beso indeseado es delictivo, pero no puede tener la misma tipificación que penetrar en el cuerpo ajeno navaja al cuello. Junto al consentimiento, tienen que figurar en la ley otros criterios auxiliares para distinguir unas tipificaciones de otras y, consecuentemente, unas condenas de otras. El sistema binario sencillamente no funciona.
No ignoraban los redactores de la ley que amalgamar en un mismo tipo penal todos los ilícitos sexuales conduciría a una rebaja de las condenas de algunos delincuentes. Se les había advertido y lo sabían por ellos mismos. De hecho, ahora andan restándole importancia: no se trata de que se pudran en la cárcel; no importa nada que se reduzcan unos meses las condenas; no por más punitivo un código protege mejor a las víctimas. Ese tipo de frases van soltando los que antes decían que no habría rebaja de las penas, aunque sabían de antemano que las habría. Solo que prefirieron mantener su criterio de que solo importaba el consentimiento aun a costa de diluir la gradación de delitos y penas preexistente. Si ahora afloran sus verdaderos pensamientos, e incluso tratan de corregir el daño causado, solo es porque no previeron que los medios de comunicación iban a ir retrasmitiendo, minuto y resultado, las rebajas de condenas a medida que fuesen produciéndose. Ellos, que son maestros de la propaganda, erraron en eso esta vez. Y es de lo único que se arrepienten.
Sin embargo, es inútil que insistan en que, para no hacer sufrir más a las víctimas, no hay que preguntarles más que si consintieron o no. Nuestras juezas, que afortunadamente están imbuidas del respeto a la presunción de inocencia, nunca renunciarán al decisivo criterio de que hay que demostrar el delito, no su ausencia. Dicho en plata: las juezas seguirán buscando pruebas de que se ha cometido cada delito sexual denunciado. Y es bueno que así lo hagan, so pena de retrotraernos a unos métodos judiciales arcaicos y antidemocráticos. Olvídense las ministras de que las juezas harán lo que ellas digan, pues aplicarán imparcialmente las leyes. Y buscarán que las denunciantes prueben los delitos que digan haber sufrido. Aquí no se trata de hermana, yo sí te creo, sino de hermana, aporta pruebas o, al menos, indicios. Como en las ciencias naturales.
Y cuidado con los niños, que ya nos advirtió severamente Jesús contra los que los escandalizasen. Cuando la ministra Irene Montero declaró que tenían derecho a dejarse tocar por quienes ellos quisieran no estaba abogando por la pederastia, sino aplicando su idea central de que lo único que cuenta es el consentimiento. Con buena intención, decidió que lo decisivo era si había consentimiento al jugar a médicos y pacientes, papás y mamás o cualquier otro de los subterfugios en los que se escudan los niños para satisfacer su curiosidad por las anatomías propias y ajenas. Pero existe un fenómeno bien conocido, que algunos expertos llaman deslizamiento, mediante el cual las costumbres no penalizadas, o al menos criticadas, tienden a extenderse y ampliar su campo de acción. Para evitar que, por deslizamiento, el consentimiento entre niños degenere en pederastia, es imprescindible añadir otros requisitos de legalidad. Por ejemplo, la suficiente madurez personal para realizar consentimientos válidos.
Por último, aprendan de este chorreo de excarcelaciones prematuras y eviten volver a divinizar el consentimiento para legalizar las operaciones quirúrgicas infantiles de tipo sexual. Es incomprensible: se oponen a las ablaciones infantiles del clítoris, en lo que este eurocristiano tibio los apoya, pero jalean las extirpaciones de penes y testículos y las hormonaciones de tiernos infantes. Los efectos de estas prácticas serán irreversibles y afectarán a sujetos que, por su corta edad, carecen de la capacidad de otorgar consentimientos válidos. Y luego vendrán los arrepentimientos. Avisados quedan.