Podrá volver el bipartidismo, podremos volver a escuchar por la tele al rey emérito con su timbre de oso constipado, pero ya nadie nos quita la idea de que el mundo se acaba. Juan José Millás va más lejos y dice que ya se ha acabado, que asistimos al posmundo. ¿Qué haremos con esto? Posmundo suena a trastienda o a epílogo o a cosa posterior y ectópica, no merecida, inestable hasta el vértigo y sin la parte obsequiosa de un bis en un concierto. En cualquier caso, ya sólo nos queda entrenar la mirada a la extrañeza o buscar héroes entre el escombro. La nueva normalidad tiene esa pátina, un sentimiento de vuelta a casa con las orejas gachas, como el hijo que se emancipó y tiene que volver con sus padres porque ha perdido el trabajo. Yo, cuando visito a mis padres, a veces me planto delante de su puerta y espero a que bajen el volumen de la tele para darse por enterados de que toco el timbre. Tengo las llaves en la mano, pero toco. Me intento encontrar en ese instante. El olor del repollo se filtra desde el felpudo, miro la terrible planta de plástico que acumula polvo a mi izquierda y me digo “de aquí vengo” o “he salido de aquí”. Es lo más cercano a mi identidad en el posmundo.
Nada de nuestro entorno ofrece ya novedad ni sacudida. En el hospital se cabecea a ritmo ordinario y en el ambulatorio los abuelitos se intentan colar para ponerse la vacuna antes de su cita, sólo les preocupa comer a las dos o tener listo el puchero. Oigo las reprimendas suaves de los enfermeros, su poca fe, y siento el bombeo cansado y constante del gran circuito que somos. En los momentos álgidos, escudriño el noticiero y encuentro de todo: terror a la antigua usanza (migrantes hostigados contra una frontera) o titulares que ni siquiera entiendo.” Sophia ─reza una cabecera─, la primera androide con ciudadanía, ahora quiere tener un bebé robot”. Lina Meruane, la escritora chilena, se queja de que “el mundo se acaba pero nadie quiere salvarlo”.
Pero una mañana me lo topo a la puerta de un comercio. Podía ser un repartidor de pizzas o un empleado de Correos pero vende poemas a euro. “¿Unos poemas, señoras?” Y las abuelitas a las que ha cerrado el paso con educación se apartan como pececillos asustados. Poemas. A euro. “Quiero uno”. Me ha resultado irresistible, me detengo. “Son a euro ─recita con ilusión─, los tengo de amor, desamor y eróticos”. Le pediría uno erótico, pero mi timidez lo impide. Como voy de camino al trabajo, elijo el desamor. “¿Sí? Vaya. El desamor se va y no es tan malo, yo llevo once años solo”. Y esquivo su sonrisa, que es demasiado honesta y me deja en mal lugar. Me va a partir el corazón si continúa. “No es ninguna persona ─zanjo─, es mi trabajo”. Me presionan mucho, concluye él, y yo me encojo de hombros como respuesta. Aún no ha desembuchado sus poemas pero ya me siento mejor porque este hombrecillo con barriga de aguacate que termina las frases hacia arriba no sólo es dulce: sabe leer a la gente.
En el trabajo me presionan, me olvidan, sí. Algo en mi gesto ha dejado a la vista mi desamparo porque se lanza y dispara, se desnuda (si se puede uno desnudar más allá de lo que implica vender poemas a euro): su novia falleció de un ataque cardiaco. Hay una pausa nerviosa, intercambiamos los nombres, negociamos paquetes y precios. Sólo podré darle un euro, admito, y aún así está muy pagado porque le he preguntado su nombre. Los ojos son pequeños y rápidos, cangrejeros. ¿Sabes que tú vas a salvar el mundo? ─pienso para mí. Pero sólo le digo que vamos a ver esos poemas. Sostiene contra el pecho una carpeta con apartados de la que brotan cuatro cuartillas a boli, con una letra ampulosa, de eles picudas como orejas de podenco y rabos de vocal derramados hacia abajo. Parece haber olvidado el regateo porque me entrega cuatro. Toqueteo nerviosa mi monedero, “no importa, Rosana, es mucho, eres simpática, ¿volveremos a vernos?” Le espeto una frase literaria, rococó, en la que menciono la fe y el destino, y compruebo que no es muy avezado porque no descubre que yo también sueño con ser poeta. También me apunto a salvadora de mundos. Y me dirijo hacia el coche satisfecha de que la cosa se quede ahí.
Que no me pregunte.
Que no le pregunte.
Y que el primero de sus poemas, cuando los leo en el coche, se titule El coño rosa y tenga frescura, tenga verdad y desparpajo. “Mi novia tenía el coño rosa más bonito que una mariposa”. Es bueno, realmente, me hace viajar enseguida a esa novia y ese ataque cardiaco que quizá fuera el del vendedor de poemas a euro. El que salvó el mundo.