MURCIA. Aquellos artistas pop que alumbraron nuestra juventud a la vez que veían florecer las semillas de su talento, tienen ahora mismo dos opciones para afrontar la vejez. Una de ellas es seguir haciendo discos para poder seguir haciendo conciertos, y mantener así un nivel de vida digno. Nadie, ni nosotros ni ellos, pensábamos en eso unas décadas atrás, pero los años nos han ido demostrando que la música popular ni es inmune a las arrugas ni escapa a la enfermedad y la muerte. Seguir haciendo discos y seguir haciendo conciertos, y quizá un programa de radio o un podcast. Patti Smith y Nick Cave han ampliado el contacto con su público a través de blogs y newsletters que en absoluto menoscaban su prestigio, al contrario, usan dichos canales para comunicarse con sus seguidores sin necesidad de andar contando qué han desayunado. Luego hay un sector que se conforma con hacer música que los mantenga visibles y a flote, aunque no tengan grandes cosas que decirnos. Rebañando el plato de la nostalgia también se sobrevive. Los ídolos envejecen acompañados de unos fans que ya no tienen ganas de buscar nuevas sensaciones. Y en el caso de que las encuentren, jamás serán comparables a aquellas canciones que sonaban cuando todo, inclusive ellos mismos, era nuevo.
Robert Forster, que estuvo en un estupendo grupo llamado The Go Betweens, pertenece a una modalidad distinta a todas las anteriores. La música que hace brota de él como una necesidad expresiva situada más allá de los menesteres económicos. Siempre fue un artista de perfil bajo, de hecho, The Go Betweens se separaron en 1990 porque él y su compañero Grant McLennan estaban hartos de no contar con el éxito y reconocimiento que sabían que merecían. Todo eso ya es historia. Forster tiene 65 años. Su penúltimo álbum, Inferno, fue recibido con ese aplauso intenso de platea pequeña. Hay artistas que cuando parece que ya han dicho todo lo que tenían que decir, nos sorprenden con un destello inesperado que reafirma su vigencia. Eso fue lo que ocurrió en 2019 con Inferno y es lo que ocurre también ahora con The Candle & The Flame, un disco sencillo y perfecto nacido del infortunio. La adversidad parece empeñada en ser su musa ocasional. La muerte le arrebató a su socio McLennan por sorpresa, cuando este solamente tenía 48 años. Años después, él mismo pasó por una hepatitis C que le tuvo fuera de juego durante una temporada. En 2021, a su compañera desde los últimos treinta y dos años, Karin Baümler, le diagnosticaron un cáncer de ovarios. Tras asimilar la noticia, Baümler anunció que no iba a rendirse. Aquella frase, “voy a luchar” se quedó dando vueltas en la cabeza de su marido. Jugaba con ella, escribiéndola en un papel, cada vez que se encerraba en su despacho a componer. De esas palabras nació una canción titulada “She’s A Fighter” (Ella es una luchadora) y abre The Candle & The Flame.
La creación puede proporcionar la catarsis necesaria para afrontar el infortunio. Algunos explotan legítimamente, una y otra vez, las canciones que nos ayudaron a sanar heridas; hay otros que con su propia experiencia mantienen surtido ese botiquín cósmico de melodías y letras, de canciones a las cuales poder asirnos. The Go Betweens fueron un grupo de jóvenes australianos ansiosos por enseñarle al mundo lo que eran capaces de hacer. Las películas que habían visto –Forster asegura que para ellos Billy Wilder era tan fundamental como Television o Talking Heads-, los libros que habían leído, la música que había encendido la mecha. Grabaron una serie de álbumes que fueron mejorando a medida que ellos aprendían a destilar sus respectivos talentos. McLennan era el adepto a la melodía, el espíritu romántico; Forster aportaba la intensidad del rock y una mirada extravagante. En la época de The Smiths, Aztec Camera, Everything But The Girl y Orange Juice también estaban aquellos emigrantes de las antípodas, que sobrevivían en Londres soñando con alcanzar el éxito. Si se lo preguntan ahora, Forster define el éxito como el placer de ser capaz de crear algo que resulte importante para el propio autor. En aquellos años ochenta, las necesidades eran distintas. The Go Betweens escribieron párrafos brillantes de la música de aquel momento, lo triste es que no llegaron a figurar entre las primeras páginas del libro. Álbumes como Bachelor Kisses, Tallulah, Liberty Belle & The Black Diamond Express y 16 Lover’s Lane, todos ellos registrados y publicados entre 1983 y 1988, merecían más. Ese reconocimiento llegó un poco más lejos –tampoco mucho más- cuando se reformaron en 2000. Ocean’s Apart arrancó otro de esos clamores discretos, pero entonces esas cosas ya importaban menos. Ahora es posible que a Forster ya no le importen nada.
Contaba Forster en entrevistas publicadas en las revistas Mojo y Uncut que él y Karin, acompañados de su hijo Louis –que tenía su propia banda, Goon Sax- y su hija Loretta, se sentaban en el salón de casa formando un círculo y tocaban cancones que escritas tiempo atrás. Contrataron un estudio antes de que Karin entrara en el quirófano, y las grabaron tal cual las tocaban en casa, sin aditamentos, de un tirón. Era importante hacerlo así porque las canciones se convirtieron en un refugio, en un objetivo que cumplir para plantarle cara a la enfermedad. The Candle & The Flame es todavía mejor que Inferno, de la misma manera que Ocean’s Apart, el último disco que pudieron grabar The Go Betweens, es mejor que sus estimados predecesores. La vida y sus consecuencias son el mejor abono para crear cosas que importen. Vale la pena seguir haciéndolo mientras haya quien lo aprecie, y tal vez el clamor debería importar cada vez menos a medida que los años pasan, el tiempo nos acosa, y acabamos comprendiendo en qué consiste exactamente la felicidad. Fue la lucha contra la adversidad lo que les dio un nuevo significado a las canciones que Forster tenía guardadas cuando llegó aquel diagnóstico. La serena “I Don’t Do Drugs, I Do Time”, un título que viene a decir “ya no me meto drogas, el tiempo es mi droga”. La autobiográfica “When I Was A Young Man”, cuya letra filtra el pasado a través de la sabiduría del presente. Cuando se conocieron en Brisbane, en 1976, McLennan y Forster eran dos chavales que no querían más que sacar lo que sabían que llevaban dentro, y triunfar. El primero había perdido a su padre y vivía en un entorno familiar atormentado. Forster formaba parte de una familia sin aspiraciones artísticas ni intelectuales, pero feliz. La combinación de ambas personalidades despertó esa clase de química que ha consagrado discos y canciones sin las cuales el mundo habría dejado de girar hace años. “No sabemos realmente cómo hicimos este disco –explicaba Forster acerca de su última obra-, pero sabemos que nos ayudó mucho como familia”. Es muy posible que ese disco sea de ayuda a quienes lo escuchen, y también es posible que nadie sepa explicar por qué o en qué medida. Sentir primero y razonar después. De eso se trata.