Han pasado ya unos meses desde que el Partido Demócrata decidiera sustituir al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, por su vicepresidenta Kamala Harris, como candidata en las elecciones presidenciales del 5 de noviembre. La decisión puede considerarse un acierto, teniendo en cuenta la debilidad electoral de Biden y sus cada vez más frecuentes lapsus y ausencias en los que perdía el hilo de lo que estaba diciendo (que, por cierto, últimamente parece como que han remitido algo, pero esto quizás se deba a que los medios se fijan menos en él y a que la presión que sufre es menor).
No es que Kamala Harris sea una candidata que suscite el fervor de las masas (especialmente dentro de su partido, donde se llegó a especular con sustituirla como candidata a la vicepresidencia), pero al menos los demócratas se han ahorrado tener a un candidato que constantemente era noticia por su notoria incapacidad para ejercer la presidencia cuatro años más; una mala carta de presentación si tu principal argumento electoral es que el candidato del Partido Republicano, Donald Trump, no es digno de confianza y no debería volver a ser presidente (por aquello de haber montado un golpe de Estado chapucero tras perder la reelección y por unos cuantos asuntos de menor entidad). Si tu candidato, aunque no tenga pinta de montar operaciones semejantes, parece que no sabe muy bien dónde está o cuál es su trabajo, pues tampoco parece una mejora sustancial respecto del otro.
Sin embargo, aunque el "cambiazo" demócrata en el último momento tenía todo el sentido, la verdad es que Trump está demostrando una resiliencia a prueba de atentados contra su vida (dos) y debates en los que ha hecho el ridículo (uno, frente a Kamala Harris; en el anterior fue Joe Biden quien hizo el ridículo, de ahí el cambiazo). Las encuestas, tozudamente, muestran una situación de empate técnico en votos, aunque con una ligera ventaja demócrata; Harris no logra distanciarse. Y eso, dadas las particularidades del sistema electoral de las Elecciones Presidenciales en Estados Unidos, es una muy mala noticia para ella.
El sistema premia al que gana en votos en cada Estado de Estados Unidos, sin importar el resultado global, porque son los Estados los que reparten los 538 representantes del Colegio Electoral, y en casi todos los casos el reparto se hace siguiendo un criterio mayoritario: el que gana en un Estado se lleva todos los representantes de ese Estado. Así que la mejor manera de rentabilizar los votos que uno recibe es que éstos se distribuyan de la manera más equitativa posible para ganar por la mínima en todos los sitios donde se pueda. Y ahí a los republicanos les va bastante mejor que a los demócratas, que habitualmente suelen vencer con mayorías aplastantes (treinta puntos más) en California, el Estado más poblado de Estados Unidos, que reparte 54 representantes, y en Nueva York, el cuarto más poblado (28 representantes), con millones de votos que sirven para mejorar el resultado a nivel nacional... pero que no aportan un solo representante más en el Colegio Electoral, que es quien elige al presidente.
Es indudable que esa posición de fuerza en California y Nueva York constituye una importante ventaja de salida para los demócratas, que ya cuentan, en cualquier elección, con un tercio de los representantes necesarios para vencer (270) al ganar casi siempre en esos dos Estados; pero, de una parte, esa ventaja se neutraliza con la tradicional supremacía republicana en los Estados rurales del medio oeste y del sur del país. Y, sobre todo, genera una impresión engañosa en cuanto a las expectativas electorales de ambos partidos cuando los sondeos marcan máxima igualdad.
Si esto sucede, hay que tener en cuenta que a los republicanos les suele ir mucho mejor en los "swing states" (los Estados en los que hay más incertidumbre en las encuestas sobre quién se alzará con la victoria), y de hecho en las últimas dos décadas han conseguido consolidar su predominio en dos Estados que a principios de siglo se disputaban con los demócratas: Florida (30 representantes) y Ohio (17), donde los demócratas sólo consiguieron ganar en los dos mandatos de Barack Obama. En 2020, Trump ganó por ocho puntos en Ohio y por tres en Florida. El nuevo "swing state" por excelencia ha pasado a ser Pensilvania (19 representantes), donde ganaron Biden en 2020 y Trump en 2016, en ambos casos por sólo un punto de diferencia. Las encuestas marcan una igualdad absoluta en estos comicios para Pensilvania.
La ventaja competitiva de los republicanos merced al sistema electoral es de tal calado que en dos de las tres últimas ocasiones en las que han ganado la presidencia (Bush en 2000 y Trump en 2016), lo han hecho con menos votos globales que los demócratas. En consecuencia, se estima que más o menos los demócratas tienen que obtener una ventaja de unos tres puntos para garantizar su victoria en el Colegio Electoral, cosa que hoy por hoy no tienen en absoluto garantizada en las encuestas, que en promedio les dan... tres puntos de ventaja.