Sea o no por la pandemia, la tendencia de los relevos sin explicaciones se expande, por mucho que la cita de ascensor “los cambios suelen ser para bien” alcance un cincuenta por ciento de probabilidad. Mientras a algunos les merece nivel de titular que la Ley de Ciencia no haya tropezado en el Congreso con ningún voto en contra (otra cosa son las abstenciones, claro está), a otros les sorprende que el cese de Rosa Menéndez como presidenta del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y su sustitución a cargo de Eloísa del Pino, no haya abierto telediarios como el de otro órgano público, dedicado a la inteligencia, el Centro Nacional de Inteligencia (CNI). No, por muy de guerrilleros que siga siendo en España, la investigación científica nunca alcanzará la categoría de los teléfonos pinchados, pese a que la historia de la ciencia de élite esté salpicada de tramas de espías.
Tan histórico como que la razón de Estado se ha impuesto a la razón científica desde el reinado de Felipe II (palabras de José Manuel Sánchez Ron en Cincel, martillo y piedra, como recogía en este artículo el profesor Carlos Elías), nunca se relevan los cargos a gusto de todos. Como manda el protocolo, el cambio viene acompañado de bienvenidas, perplejidades y quejas. A la prensa conservadora no se le ha escapado “la consternación” que despierta en unos la renovación de la presidencia del CSIC, un sentimiento de rechazo colectivo que no difiere del relevo como rector de la UIMP hace cuatro años de Emilio Lora-Tamayo, predecesor de Menéndez, hijo de expresidente del CSIC, entidad que él mismo presidió dos veces, actual rector de la Universidad Camilo José Cela y autor de la inolvidable frase “la fuga de cerebros es una leyenda urbana”, desencadenante de una animada opinión publicada a base de tribunas de ida y vuelta que al menos dieron visibilidad a los bastidores de la institución.
Si al exministro Pedro Duque los damnificados le recordaban que todavía hay creyentes “en el derecho de toda persona avalada por su valía al acceso a cargos de responsabilidad independientemente de su sexo”, a Diana Morant le reprenden por la falta de un razonamiento preciso que complemente el descargo público, con retraso para el timeline, sobre la normalidad de “los cambios de liderazgo necesarios”, justificados por la ministra de Ciencia e Innovación para cumplir con el objetivo general de “cambiar políticas de gestión interna de las instituciones que respondan a la comunidad científica”, en la línea de las sustituciones al frente de la Agencia Estatal de Investigación (AEI) o el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT). Generalidades que vienen, más que a calmar las suspicacias, a avivar la sombra de la politización en la designación de los cargos, un mal que clama desde el inicio de la democracia que conocemos.
En la sustitución de la química Menéndez, la primera mujer en presidir el Consejo, nombrada en 2017 por el entonces ministro de Economía Luis de Guindos, y con experiencia como vicepresidenta de Investigación Científica y Técnica, coordinadora institucional del CSIC en Asturias, Cantabria y País Vasco, y como directora del Instituto Nacional del Carbón, por la politóloga Del Pino, investigadora también del CSIC y saliente de la subdirección de Análisis Institucional en la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) y directora de gabinete del ministerio de Sanidad en la etapa de María Luisa Carcedo, sobran las lecturas que alegan a la categoría profesional inferior de la presidenta entrante por ser solo científica titular y no profesora de investigación o catedrática a diferencia de la veintena de presidentes que ha tenido el Consejo desde su fundación en 1907 con el nombre Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, que se perdió en 1939 por su reconfiguración como brazo científico del régimen franquista, y cuya estructura jerárquica resiste el paso del tiempo, y esto tampoco abre el telediario.
La cosa no tiene más secreto. Menéndez y Del Pino son investigadoras de la misma institución y su designación es política porque depende de un Ministerio, una condición que permanece a pesar de que algunas voces pidieran hace cuarenta años fórmulas alternativas. Pocos días antes del golpe de Estado del 23-F, Severo Ochoa, invitado a una cena de la Agencia EFE, deslizó una solución para despolitizar el CSIC y los nombramientos de científicos del Consejo, entonces presidido por el jurista Alejandro Nieto, gran estudioso de la corrupción y del desgobierno.
Ironías de la historia que no ocupan vitrinas de museo. El Nobel pedía, por eludir las designaciones partidistas, colocar el Consejo bajo el patrocinio de la Corona, regido por un patronato formado por un 80% de científicos de prestigio (y el 80% de ellos activos en el campo de las ciencias naturales para impulsar la biología y la biomedicina), para contar “con autonomía propia y total independencia del poder político”. La fórmula también recogió protestas, y no por la cuestión biomédica. Ochoa, acostumbrado al recetario americano, no le convencía la vía funcionarial para la estabilidad laboral de los investigadores, y por eso no dudaba en que, para reorganizar a fondo el CSIC, había que jubilar a todo el personal científico, técnico o administrativo “convertido en lastre, y contratar a nuevas personas por tiempo determinado”.
El relevo en el CSIC no abre informativos como tampoco lo hizo la tesis de Dani publicada en el BOE a cuenta de una plaza de técnico especializado en el Instituto de Tecnología Química, aunque conmocionara a quienes les escuece el enfrentamiento histórico tu quoque sobre la endogamia y la pureza académica entre las universidades y el CSIC, una confrontación en la que tiene mucho que ver que las universidades atrasaran, en comparación con el Consejo, el fomento de la función investigadora. Y uno de los motivos, no eximentes, es que poca población no científica ni académica sabe qué es el CSIC ni conoce su papel dentro del mapa de la investigación y la innovación en España. ¿A quién le da tiempo aprender a distinguir los Centros Públicos de Investigación (CPI) y los Organismos Públicos de Investigación (OPI)? ¿Quién conoce las siglas AEI, CDTI o CIEMAT?
Tan esperable es que los cambios en la dirección de las instituciones generen incertidumbre sobre el rumbo de las políticas a materializar, como deseable es que los responsables de esos cambios clarifiquen en público sus decisiones. El ministro de Ciencia de Noruega, Ola Borten Moe, tuvo que explicar en la radio pública la causa de su recorte en el presupuesto del Consejo de Investigación de Noruega, el Norges forskningsråd, el órgano que susurra al gobierno nórdico sobre las políticas de investigación y la ciencia a sufragar, y que también ha levantado críticas entre investigadores reconocidos como la pareja Moser, ganadores del Nobel de Medicina. El ministro ha afirmado que en realidad la reducción del presupuesto no recorta nada, sino que frena el aumento automático de las asignaciones al Consejo, acostumbrado en los últimos años del gobierno de Erna Solberg a gastar mucho más dinero del que disponía, motivo por el que ha iniciado una auditoría externa para revisar sus finanzas. Mal de muchos que no consuela a nadie.