La rivalidad entre Ruiz-Mateos y Boyer sólo es comparable a la de César y Pompeyo. Al grito de "¡Que te pego, leche!", el empresario le propinó un memorable puñetazo al exministro socialista. Fue su venganza por la expropiación de Rumasa.
En la Redacción de Las Provincias un compañero acaba de recibir una carta de manos del bedel. La abre; es una carta manuscrita, larga, redactada a dos caras. Va firmada por José María Ruiz-Mateos, marqués de Olivara. El empresario gaditano se deshace en elogios hacia el periodista por un artículo sobre su persona y empresas. El tono es cariñoso. No recuerdo si además de la carta, mi compañero, que llegaría muy alto en el diario, recibió una caja de bombones Trapa.
Trapa era una de las empresas de Nueva Rumasa, el grupo levantado por Ruiz-Mateos después de la expropiación del holding Rumasa, el 23 de febrero de 1983, por decisión del entonces ministro socialista de Economía y Hacienda, Miguel Boyer.
El Gobierno de Felipe González justificó la expropiación por las deudas que el holding de la abeja tenía con el Estado: 10.700 millones de pesetas con la Seguridad Social y 19.300 millones en impuestos con Hacienda. En el momento de la intervención, Rumasa contaba con 400 empresas —entre ellas, el Banco Atlántico y Galerías Preciados— que facturaban 350.000 millones de pesetas, el 1,8% del PIB. El entonces hombre más rico de España empleaba a 60.000 personas.
A partir de ese día, Ruiz-Mateos le echó un pulso al Gobierno socialista y a todos los jueces que pretendían meterlo en la cárcel. Después de la expropiación se marchó a vivir a Londres. Allí se le perdió la pista. Comenzó a jugar al gato y al ratón con el Ejecutivo. En 1985, fue detenido en el aeropuerto de Fráncfort. Entró en prisión.
Pero ahí no quedó la cosa. Era tal la furia acumulada por Ruiz-Mateos contra Boyer, a quien culpaba de todas sus desgracias, que antes o después la liaría parda. Ese día llegó. La ira de don José María estalló la mañana del 3 de mayo de 1989 en los pasillos de la tercera planta de los juzgados de Plaza de Castilla, en Madrid.
Esa mañana Boyer, que años antes había abandonado el Gobierno por discrepancias con Guerra y era marido de Isabel Preysler, fue citado a declarar por una querella de injurias interpuesta por Ruiz-Mateos. El empresario andaluz fue expulsado de la sala por el juez Eladio Galán. A la salida, en declaraciones a los periodistas, Ruiz-Mateos prometió darle un puñetazo al exministro, al que llamó, entre otras lindezas, "mariconazo" y "farsante".
Mientras la prensa esperaba a que Boyer saliera de la sala de vistas, Ruiz-Mateos y su hijo Zoilo exhibían una pancarta que rezaba: "Boyer, devuélvenos todo lo que nos has robado". Cuatro contratados por el empresario —conocidos como los guerrilleros— representaron una perfomance tapándose los rostros con caretas: las de Julio Iglesias y Carlos Falcó, anteriores maridos de la Presyler; la de Boyer y otra con un interrogante, en alusión al futuro esposo desconocido. Resultó ser un escritor hispano-peruano, hoy reconciliado con su exmujer y prima Patricia.
Fue salir Boyer y a Ruiz-Mateos se lo llevaron los demonios. El empresario comenzó a insultar al político socialista. Le retó a pegarse en la calle como "machos". Entretanto, el exministro, haciendo la vista gorda, atendía a los periodistas. "No te queda nada, ya te cogeré algún día", le increpó. Ruiz-Mateos vio el cielo abierto cuando Boyer se puso a tiro, y pudo propinarle, esquivando a los guardaespaldas, el primer golpe, rompiéndole las gafas. Boyer intentó responder pero no le alcanzó. Y, poco después, llegó el antológico puñetazo de Ruiz-Mateos, doblando su muñeca, contra Boyer, al grito de "¡Que te pego, leche!", frase muy coreada por los escolares españoles durante varios cursos académicos. Se cuenta que el empresario dio “tres o cuatro clases” de boxeo para asegurar la efectividad del derechazo. Hubo un tercer golpe y pudieron haber sido más de no haberse llevado los guardaespaldas a Boyer corriendo, escaleras abajo.
Ese 1989 Ruiz-Mateos fue elegido eurodiputado por la Agrupación Ruiz-Mateos. Después se hizo dueño del Rayo Vallecano, presidencia que luego ostentó su sufrida mujer Teresa Rivero. Nueva Rumasa acabó como el rosario de la aurora, en concurso de acreedores, y seis hijos del empresario fueron a la cárcel por gestión fraudulenta. Entonces se enfriaron las relaciones de Ruiz-Mateos con la esposa y parte de la familia. El, que había sido expulsado del Opus Dei en 1986, vio cómo también lo desahuciaban de su mansión Somosaguas.
Los últimos años de vida de este hombre que comenzó vendiendo vino a los ingleses son la crónica de una decadencia. Aquejado de párkinson, Ruiz-Mateos entró en la cárcel de Soto del Real en junio de 2015. Allí se rompió una cadera, lo que llevó a ser ingresado en el hospital del Puerto de Santa María, donde contrajo una neumonía que lo llevó a la tumba. Fue exhumado para cotejar su ADN con el de que decía ser su hija biológica, Adela Montes de Oca. El juez confirmó la paternidad del empresario, que alcanzó los catorce hijos en vida, un récord nada desdeñable en esta España infecunda.
Ruiz Mateos, el hombre de las mil disfraces —los más logrados fueron los de Superman y presidiario con uniforme de rayas— fue nuestro Berlusconi, salvando las distancias. Como Jesús Gil y Gil, fue un tipo de empresario —populista, guasón y algo marrullero— hoy casi imposible de hallar en un país de ejecutivos suaves y angloaburridos. A mí, sinceramente, Ruiz-Mateos me caía muy bien. Me divertían sus ocurrencias. Tipos como él le daban vidilla al aburrido panorama nacional.
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