MURCIA. Me pongo a plantar un nuevo olivo que yo nunca veré en todo su esplendor, porque cuando yo muera él seguirá creciendo. Y mientras cavo el hoyo me pregunto: ¿Quién recogerá sus olivas?, ¿qué niños se columpiaran colgados de sus fuertes ramas?, ¿corretearán mis bisnietos alrededor de su retorcido y arrugado tronco?... Sí, cuidar un jardín o un huerto es trabajar hoy con la esperanza de futuras flores y frutos, de paisajes por venir.
Pensamientos sin duda inspirados por el libro El buen antecesor que estoy leyendo del filósofo Roman Krznaric, en el que denuncia "la era de la tiranía del ahora", del cortoplacismo frenético que impera en nuestras vidas, y en el que plantea seis maneras de pensar a largo plazo. Un libro profuso en nuevos e interesantes conceptos y que ha llamado mi atención particularmente cuando habla de "pensamiento catedral", aludiendo a las obras humanas que se verán concluidas mucho más allá de la vida de los que las ponen en marcha, y que disfrutarán las generaciones futuras.
Aunque me resulta pobre el análisis que hace del por qué construían las catedrales, me ha hecho mucha gracia cuando apunta que, su cliente, Dios, no tiene prisa, y que la promotora, la Iglesia, goza de una longevidad milenaria.
"¿Quién puede confiar hoy en las promesas de nuestros gobernantes?"
Bueno, creo que ya es suficientemente profundo el hoyo y mientras camino hacia la caseta a traerme un saco de tierra me viene a la cabeza la Catedral de Murcia, de la que se puso la primera piedra en 1394 y concluyó en 1764 con las obras mayores de la fachada principal. Saco la cuenta y exclamo ¡coño!, 370 años, un período dilatado durante el que sucedieron multitud de acontecimientos en contra de su construcción, tales como guerras, inundaciones, epidemias, hambrunas o intrigas de poder entre el Concejo, el Adelantado y la Iglesia, entre otros. Y a pesar de todo, se terminó.
Extraigo con cuidado el arbolito de su maceta de plástico para que mantenga el cepellón lo más entero posible, lo centro en el agujero, le añado la oscura tierra, y relleno con tierra del bancal haciéndole una pequeña poza alrededor. Y mi mente divaga mientras imagino las motivaciones que llevaron a aquellos hombres del medievo a su construcción y las comparo con las actuales:
La Fe y el temor de Dios del pueblo en el Medievo. Algo que se evidencia nada más entrar en la penumbra de una de las sobrecogedoras iglesias románicas del Norte de España y mirar el Pantocrátor que todo lo domina en su representación de poder y majestad. Hoy falta el referente del Otro.
La confianza, la obediencia y, por qué no, el sometimiento del pueblo a sus obispos, garantes de que ese proyecto se iba a culminar. ¿Quién puede confiar hoy en las promesas de nuestros gobernantes?
La certeza de que aunque ellos no la verían acabada, seguro que las siguientes generaciones la harían con el aval de la Iglesia, una institución de probada solidez. En los tiempos líquidos de incertidumbre que vivimos resulta muy difícil confiar en el porvenir.
El sentimiento de comunidad, que permitía afrontar grandes proyectos en conjunto por el bien común. Hoy, lo mío prima sobre lo nuestro, tanto a nivel individual como colectivo. Me remito, como ejemplo, a preguntar ¿sería posible hoy en nuestro país una obra como el Trasvase Tajo-Segura?
El afán de belleza y un canon compartido de la misma que se constata en los estilos románico, barroco o renacentista, por citar los principales. Muy lejos de las actuales corrientes del arte contemporáneo, marcado por la deconstrucción nihilista de cualquier marco referencial y donde lo feo está de moda.
La fuerza de los gremios y su capacidad de focalizar el esfuerzo de los obreros de los distintos oficios en una única tarea. Todo ello impensable ahora en los tiempos de la multitarea y la dispersión.
Y, por último, por su paciencia, antiguamente considerada una virtud que hoy brilla por su ausencia, en parte, a causa de las tecnologías digitales y su reino de lo inmediato.
Mientras riego el plantón, recuerdo una proeza más propia de los héroes mitológicos que de los meros hombres, la de Justo Gallego, aquel vecino de Mejorada del Campo, a 20 km de Madrid, que construyó durante 61 años él solito, sin conocimientos de arquitectura y con muy pocos medios, ¡¡¡una Catedral!!! con una planta de 4.700 metros cuadrados, 35 metros de altura, cripta subterránea, 12 torreones de 60 metros, 28 cúpulas, etc. Un hombre que, además de algunas de las motivaciones descritas, puso a trabajar otros valores que atesoraba como el compromiso, la pasión, la autodisciplina, la austeridad, la perseverancia o la resiliencia.
Ya sentado en mi porche, me seco el sudor y doy un sorbo al agua de limón fresquita que me he preparado, mientras pienso cuán alejados de la solidaridad intergeneracional estamos en estos tiempos progres postmodernos, que desdeñan el pasado y ensalzan vivir a tope el presente, sin más referencia que el individuo, con rechazo expreso a postergar el placer en aras de bienes futuros, o en beneficio de la comunidad.
Y mucho me temo que el río de la vida, junto a este pensamiento catedral, también se llevó con la corriente buena parte de nuestra humanidad.