MURCIA. Alguien escribió en un muro, a las afueras de Arévalo, provincia de Ávila: «No hay futuro en este país». Aquella pintada la vi en un viaje en autobús, a comienzos de los noventa. ¿Qué pensaría aquel castellano viejo de la España de 2024? Se habrá muerto de tristeza o de asco. Hoy no hay futuro, pero tampoco hay país. España es sólo un nombre. España ha muerto, como escribió Luis Cernuda en su exilio inglés.
En España las palabras dejaron de tener sentido hace tiempo. Por ahí empezó a pudrirse. Oyes hablar de ley, democracia y libertad, y te tiras al suelo llorando de risa. En mi país todo es mentira salvo lo malo. Gobiernan los perdedores gracias al apoyo de los que declararon ser los enemigos de mis abuelos. La voluntad de un hombre es la ley. Vivimos a dos calles de la tiranía, pero este peligro no inquieta a una población acostumbrada a obedecer quitándose la gorra. ¡A mandar, señorito! ¿Y el rey?, preguntaréis. España tiene un monarca alto, apuesto y avejentado. Posee la virtud de la templanza y habla idiomas, como la cómoda de mi dormitorio. En ambos casos se trata de elementos decorativos y escasamente funcionales.
"En España se tiene una idea extraña de la igualdad. Si alguien destaca, hay que aplastarle la cabeza. La pobreza se extiende"
En la espaciosa y triste España, a los niños se les enseña a masturbarse pero no los ríos de su país. Saben lo que es un ser binario, pero desconocen la capital de La Rioja. No importa: todos obtendrán su título de analfabetos funcionales. Les espera la Universidad. Muchos son infelices. Su alegría cabe en un emoticono. La principal causa de muerte entre adolescentes y jóvenes es el suicidio. Las clínicas psiquiátricas tienen listas de espera. España está enferma, líder mundial en el consumo de ansiolíticos.
Un amigo de la infancia me contó la odisea de su hijo para encontrar alojamiento en Madrid. Le pidieron 830 euros de alquiler por un zulo similar al de Ortega Lara. Gracias a un conocido de un amigo consiguió un cuartucho por quinientos euros. El hijo de mi amigo daba saltos de alegría. Lo festejaron comprándose dos garrafas de aceite de oliva.
Una alumna de Bachillerato sufrió una agresión sexual en primavera. Por suerte pudo escapar del depravado. Las violaciones han aumentado, de manera considerable, con un Gobierno feminista. La culpa, sostienen los intelectuales orgánicos, es del porno (¡cuidado, pajilleros!), de Trump y de la temible extrema derecha.
Cuando me desplazo en metro, la mayoría de los viajeros son inmigrantes. El número de foráneos crece en medio millón cada año. Sólo Suecia y Alemania nos superan en porcentaje de extranjeros, en la putrefacta Unión Europea. Los optimistas juran que la inmigración pagará mis pensiones porque somos un país de viejos. En eso estoy de acuerdo. Muchos perros y pocos niños. ¿De verdad los extranjeros sostendrán el sistema público de pensiones? Me gustaría creerlo, pero siete de cada diez no cotizan.
Miles de ancianos mueren solos en sus casas. No se construyen residencias públicas. Una plaza cuesta, de media, dos mil euros mensuales. Familias hay que han agotado sus patrimonios para costear una residencia. Desamparados están los disminuidos físicos y psíquicos. En mi país no hay 38 míseros millones de euros para los enfermos de ELA.
Aquí se tiene una idea extraña de la igualdad. Si alguien destaca, hay que aplastarle la cabeza. Nación de envidiosos. La pobreza se extiende por doquier. Somos campeones en la lista europea de la miseria. Un sábado por la noche, después de bailar en Akuarela Playa, fui a un Burger King, por extraño que parezca. ¡A un Burger King! Después de cenar, una mujer de cuarenta años me pidió las sobras de la cena.
Va siendo hora de apagar la luz. Mi patria, la que vio nacer a Cervantes y a Velázquez, a Hernán Cortés y a Falla, se deshace entre las risotadas de un público chabacano. Hace unos años me hubiera dolido asistir a su actual decadencia; hoy lo que siento es pena y mañana la pena mudará en indiferencia.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 118 (agosto 2024) de la revista Plaza
La bola de cristal fue un espacio revolucionario en todos los sentidos, una fantasía cultural que marcó a toda una generación, con sus proclamas antisistema y su humor gamberro, sus videoclips y sus críticas a cualquier tipo de autoridad, ya fuese política o mediática