Quienes piensen que esto de salir corriendo de ciudades como Murcia, donde se pueden freír huevos en la calzada llegadas estas fechas, y buscar las temperaturas más apacibles del cercano litoral y los reconfortantes baños de mar, es cosa de las décadas que cubrieron la segunda mitad del siglo pasado y las dos que llevamos consumidas del actual, deben leer crónicas como la que dedicaba al mes de julio recién finiquitado el semanario ‘La Palma’ allá por el año 1849, del que extraigo un par de apuntes.
“Al mes que fina pudiera llamarse en verdad de las traslaciones y del movimiento, pues durante él nuestra hermosa capital queda abandonada por los que van en busca de un clima más templado y benigno, huyendo de los 35 grados de calor con que el rutilante Febo se complace en obsequiarnos durante el verano; de forma que el que se halle deseoso de animación y de bullicio le aconsejamos francamente que dirija su ruta a Cartagena, San Javier, la Calavera, San Pedro o cualquier otro punto de la costa, donde la franqueza consiguiente y natural a una temporada de baños le harán olvidar por algunos días las apacibles márgenes del Segura. Buena sociedad, un mar límpido y sereno, donde poder tomar los baños y, sobre todo, una temperatura quince grados más baja que la que se goza entre nosotros”.
Para quienes duden al encontrar entre los destinos de los veraneantes de mediados del XIX la curiosa denominación de La Calavera (o Calabera, según los textos), ha de entender que se trata de un paraje del municipio de San Javier, próximo a la ermita de San Blas, que es tenido por el primer núcleo poblacional que hubo en la zona, en el que establecieron sus casas de veraneo algunas de las familias más conocidas de lo que antaño se llamaba ‘la buena sociedad murciana’. El nombre no tendría que ver con cráneo alguno, sino con las palabras cala (ensenada pequeña) y vera (orilla o próxima).
Fueron las celebraciones del Carmen las que marcaron para los murcianos de otro tiempo el momento de marchar (quienes podían permitírselo, que no eran muchos entonces) al campo o a la costa, y las de ese año 1849, precisamente, presentaron como novedad “la función verificada para solemnizar a la Virgen del Carmen. En ella, los habitantes del Barrio de San Benito han querido excederse y echar el resto. Para ello, prescindiendo de la función religiosa, ha habido la correspondiente serenata, alegres y vistosas iluminaciones, un árbol de fuegos artificiales que no dejó de chamuscar a algunos prójimos, y una cuasi-corrida, como diría Fígaro, de vacas y novillos. Esta última parte de la función pudo tener fatales consecuencias, por haberse hundido un tendido, pero afortunadamente solo paró en ligeras contusiones”.
Al presentarlo como novedad el cronista, se nos está indicando que antes de ese año sólo se celebraban los actos de culto. Unos actos que tras la exclaustración de los carmelitas calzados en 1835 pasaron a estar a cargo del entusiasta padre Costa, fraile secularizado que se hizo cargo del templo como dependiente de Santa María, esto es, de la parroquia sita por entonces en la Catedral, hasta convertirse en cabeza de la numerosa feligresía establecida en la margen derecha del Segura en 1891. A falta de otras referencias, pueden situarse en este punto las fiestas cívicas en honor de la Virgen del Carmen, que en este año 2020, como tantas otras celebraciones, no tendrán efecto.
El autor de la crónica de ‘La Palma’, que firmaba como ‘La abispa’ (asÍ, con be) aludía también a un festejo taurino celebrado, cabe suponer, en la muy carmelitana plaza de Camachos, nacida como plaza de toros, y hacía votos por que concluyeran para la feria las obras del nuevo coso de San Agustín, construido exprofeso sobre el antiguo convento del mismo nombre y con parte de sus materiales. Y fue, en efecto, el día 6 del mes noveno cuando se celebró el primer festejo en el efímero ruedo, sustituido sólo 38 años después por el actual.
Eso no impidió que la plaza de Camachos siguiera oficiando como escenario propicio para el llamado arte de Cúchares, como acredita una información, diez años más tarde, que refiere: “tenemos en las esquinas los anuncios para las vacas de muerte que, a beneficio de la Virgen del Carmen, se verifican todos los años en los días 16 y 17 del actual en la plaza del Marqués de Camachos (antes de los Toros). Según ellos, cada tarde se correrán un toro, cuatro vacas y algunas novillas para los aficionados. La cuadrilla estará a cargo del conocido espada Vicente Ortega”.
Al llegar las fiestas carmelitanas en las que se cumplía medio siglo de la marcha de los frailes del antiguo convento, en 1875, el diario ‘La Paz’ evocaba los hechos acaecidos en el barrio a lo largo de ese tiempo: “ha visto levantarse en su recinto desde la estatua de Floridablanca a la bandera cantonal; ha oído desde el rosario de la aurora hasta la música del batallón de Mendigorría; ha visto pasar por sus puertas, primero, la pesada carreta, luego la galera, después la diligencia y últimamente la veloz locomotora; recibió a balazos a los reaccionarios del 40, a doña Isabel II con júbilo, a la Revolución del 68 con entusiasmo, a la libertad con cariño, al orden con deferencia y las puertas, generalmente, las recibe con asco”.
Y concluía el escribidor su alegato: “De todo lo que fue, de todo lo grande, de todo lo bueno de este barrio, nos queda una cosa, y esa no ha pasado ni pasará nunca; es ahora la misma que era cuando los frailes abandonaron el nido, cuando los tiros de la Trinidad, la misma de siempre: la Virgen del Carmen”. Si eso pensaban en 1875 ¿qué pensarían ahora?
José Emilio Rubio es periodista