El 27 de febrero de 2014, mientras recibía clases de ruso en una academia privada, la profesora interrumpió súbitamente la lección para comunicarnos que “unos hombres de verde que hablaban ruso” habían tomado control de la península ucraniana de Crimea. Aquella frase, lanzada con la misma naturalidad con que se anuncian los deberes del día, produjo un silencio inmediato. La noticia nos dejó estupefactos y, como historiador con más de 45 años de docencia, me invadió una desazón intelectual que solo aparece cuando la Historia —esa que creíamos fijada en los manuales— vuelve a ponerse en marcha de forma abrupta y amenazante. Al día siguiente asistieron únicamente dos alumnos; semanas después, el centro suspendió las clases de ruso por falta de estudiantes. Esa tarde de febrero marcó para muchos europeos el instante en que un pasado que creíamos clausurado reapareció sin disimulo.
Europa ha sido, durante siglos, un escenario atravesado por disputas territoriales. Desde las guerras dinásticas del Sacro Imperio Romano Germánico hasta los conflictos derivados de la unificación italiana y alemana; desde los nacionalismos decimonónicos hasta las tragedias de 1914 y 1939, el continente ha vivido un proceso constante de redefinición de fronteras, identidades y espacios de poder. Tras 1945, sin embargo, se asentó un principio que parecía irrevocable: la inviolabilidad de las fronteras reconocidas internacionalmente, respaldada por la Carta de las Naciones Unidas y el orden jurídico nacido de la Segunda Guerra Mundial. La anexión de Crimea en 2014 quebró por primera vez ese consenso en territorio europeo desde la Conferencia de Helsinki (1975) y abrió un ciclo de inestabilidad que todavía hoy configura el equilibrio global.
Desde un análisis estrictamente historiográfico, resulta imposible evitar las comparaciones entre las dinámicas expansionistas de la Alemania nazi y las de la Rusia contemporánea. Las semejanzas, aunque nunca idénticas —porque la Historia nunca se repite de modo mecánico—, dibujan patrones reconocibles que alertan sobre los riesgos de tolerar políticas revisionistas:
1. El uso de la protección de minorías como justificación expansiva
En 1938, Hitler argumentó que Alemania tenía la obligación moral de proteger a los alemanes de los Sudetes frente a un supuesto maltrato checoslovaco. Del mismo modo, Putin ha recurrido al discurso de salvaguardar a los rusos étnicos o rusoparlantes como argumento para intervenir en Transnistria, Georgia, Crimea y el Donbás. Ambos discursos instrumentalizan la identidad étnica para legitimar operaciones militares y alterar fronteras soberanas.
2. La ocupación rápida y la creación de hechos consumados
La Alemania nazi avanzó sobre Austria y los Sudetes antes de que la comunidad internacional pudiera articular una respuesta eficaz. Rusia aplicó una táctica similar: tropas sin insignias, control de infraestructuras estratégicas y explotación de la confusión informativa. La estrategia del hecho consumado, tan característica del periodo de entreguerras, reaparece con la llamada “guerra híbrida” rusa.
3. La insuficiencia o pasividad de las potencias externas
Múnich (1938) simboliza la claudicación de las democracias occidentales ante un expansionismo que consideraron manejable. En 2014, las sanciones occidentales fueron moderadas y no lograron revertir la anexión. La Historia demuestra que la tibieza ante la agresión territorial alimenta nuevas agresiones.
4. La voluntad de reconfigurar el orden internacional
Hitler buscaba desmantelar el sistema surgido tras la Primera Guerra Mundial; Putin aspira a debilitar la arquitectura internacional creada en 1945 —y renovada en 1991— para restaurar la influencia imperial rusa. En ambos casos, la revisión del mapa político europeo es parte de un proyecto de poder a largo plazo.
5. La construcción de un enemigo externo para reforzar la legitimidad interna
Tanto el régimen nazi como la Rusia contemporánea han empleado la retórica del cerco occidental para justificar políticas represivas internas y cohesionar a la población en torno al líder. El nacionalismo defensivo se convierte en nacionalismo agresivo cuando se instrumentaliza políticamente.
Desde 2014 hasta 2025, los esfuerzos diplomáticos para detener la agresión rusa —los Acuerdos de Minsk I y II, las misiones de la OSCE, los intentos de mediación franco-alemanes, norteamericanos— se han mostrado insuficientes. Estados Unidos, con cambios de orientación según la administración, ha adoptado una postura ambivalente durante ciertos periodos, oscilando entre la condena firme y una visión más pragmática que, en algunos momentos, parecía asumir parte de las tesis geoestratégicas rusas. Europa, en cambio, se ha encontrado atrapada entre su dependencia energética y su compromiso con los principios jurídicos que fundamentan la Unión. Sin embargo, desde febrero de 2022, la invasión a gran escala de Ucrania generó una reacción inédita: Europa asumió un papel activo, sostenido y coordinado en la defensa de un país agredido, enviando armas, financiando su resistencia y reconfigurando su política exterior y de seguridad.
Desde un análisis estrictamente historiográfico, resulta imposible evitar las comparaciones entre las dinámicas expansionistas de la Alemania nazi y las de la Rusia contemporánea. Las semejanzas, aunque nunca idénticas —porque la Historia nunca se repite de modo mecánico—, dibujan patrones reconocibles que alertan sobre los riesgos de tolerar políticas revisionistas
Europa contra Rusia… ¿por primera vez unida? Existe un punto que considero de capital importancia para comprender el alcance geopolítico del conflicto actual, una idea que rara vez aparece con claridad en el debate público pero cuya carga histórica es enorme: Europa ha intentado varias veces someter o contener a Rusia… pero siempre dividida, nunca unida: Suecia en la Gran Guerra del Norte (1700–1721), la Mancomunidad Polaco-Lituana en los siglos XVI y XVII, Napoleón en 1812, y la Alemania nazi en 1941.
Todos fracasaron, pese a poseer ejércitos de enorme poder ofensivo en su tiempo. Mientras tanto, las grandes potencias de Europa Occidental —Francia, Prusia/Alemania, e Inglaterra/Reino Unido— se enfrentaron entre sí en conflictos decisivos (Guerra Franco-Prusiana, Primera y Segunda Guerra Mundial), pero jamás llegaron a coordinar de manera plena sus fuerzas militares para actuar juntas contra Rusia.
Ese hecho introduce una novedad trascendental:
Por primera vez en la historia moderna, las principales potencias europeas están alineadas política, militar y estratégicamente frente a una agresión rusa. Este alineamiento no solo refuerza la resistencia de Ucrania: altera la estructura misma del equilibrio de poder global, cuestiona la tradicional ventaja estratégica rusa en el continente y abre la posibilidad de un escenario geopolítico completamente nuevo.
La invasión de Ucrania y la anexión de Crimea constituyen un punto de inflexión histórico. No porque repliquen exactamente los episodios de los años treinta, sino porque reactivan dinámicas de revisión territorial que Europa había logrado contener durante casi ocho décadas. Si la comunidad internacional no consigue frenar estas tendencias, la arquitectura de seguridad nacida en 1945 podría desmoronarse de manera irreversible. Si, en cambio, Europa y sus aliados mantienen su cohesión, el conflicto puede marcar no el regreso al pasado, sino el inicio de un reequilibrio global que cierre definitivamente el ciclo de guerras territoriales que han definido la historia europea.
No regresan los hechos, sino las dinámicas que los hicieron posibles.