En el actual contexto de transición energética, pocas decisiones son tan relevantes para la economía de un país o área geográfica como la configuración de su mix energético. La energía no es solo un factor más, es el insumo clave que impulsa la producción, el transporte, los servicios y, en última instancia, el bienestar de la población. Por ello, entender qué compone nuestro sistema energético y cómo se transforma es esencial para diagnosticar potenciales vulnerabilidades y definir políticas de desarrollo con sentido real. Así, en el debate público es habitual utilizar dos conceptos que, aunque relacionados, tienen implicaciones distintas: el mix energético y el mix eléctrico.
El primero —el energético— hace referencia a todas las fuentes de energía primaria (petróleo, gas, carbón, nuclear y renovables) que un país emplea para satisfacer su demanda total, desde el transporte hasta la industria y los hogares. El segundo —el eléctrico— se centra exclusivamente en la generación de electricidad, y por tanto refleja qué tecnologías (solar, eólica, nuclear, ciclos combinados, etc.) se usan para producirla. Ambos son cruciales, pero sirven a fines distintos y requieren estrategias diferenciadas. En 2023, destacaba el petróleo (45,1%) en el mix energético español, especialmente debido al peso del transporte en el consumo total de energía (más del 53 %). Le seguían el gas natural (21,9 %) y las renovables (18,9 %), con una presencia marginal del carbón (2,4 %). Comparado con la media de la Unión Europea, España muestra una mayor dependencia del crudo y una menor diversificación global, lo que incrementa nuestra vulnerabilidad ante choques internacionales y tensiones geopolíticas.
La generación renovable superó el 56 % en 2024, un salto significativo; no obstante, este avance no está exento de riesgos y retos"
En contraste, el mix eléctrico español ha vivido una transformación estructural en las últimas dos décadas. En 2024, las fuentes renovables representaban ya el 66 % de la potencia instalada, con la solar fotovoltaica (25,1 %) y la eólica (24,9 %) como protagonistas. Esto supone un cambio relevante respecto a los años 2000, cuando predominaban el carbón, la nuclear y los ciclos combinados. Un dato: la generación renovable superó el 56 % en 2024, un salto significativo. No obstante, este avance no está exento de riesgos y retos. La intermitencia inherente a las renovables demanda sistemas robustos de almacenamiento, refuerzo de redes eléctricas y soluciones de respaldo. Además, la menor inercia eléctrica del sistema —derivada de la pérdida de grandes generadores síncronos como las centrales térmicas— implica mayores riesgos de inestabilidad ante perturbaciones. En otras palabras, no basta con instalar paneles solares y aerogeneradores; hace falta también un rediseño técnico y financiero profundo.
Desde una óptica económica, asegurar y mantener la energía disponible y a precios razonables es vital. Lo aprendimos con crudeza durante muchas crisis históricas, por citar la más reciente, la crisis energética de 2021-2023 cuando la volatilidad en los mercados de gas y petróleo impulsó la inflación y afectó especialmente a los sectores electro intensivos, incrementada por la guerra en Ucrania y las tensiones en Oriente Medio, disparando los costes. Cuando la energía se complica, se tensiona todo: la competitividad industrial, el poder adquisitivo de los hogares, el equilibrio exterior y hasta la inversión productiva. Por ello, un mix energético equilibrado no es una opción, sino una necesidad estratégica. La apuesta por las diferentes fuentes equilibradas del mix, debe ir acompañada de mecanismos de respaldo, planificación de inversiones públicas y privadas, a medio y largo plazo, y una visión realista de los tiempos necesarios para ejecutar infraestructuras críticas.
España no puede permitirse ni una dependencia excesiva del petróleo ni una ejecución temporal de la transición que comprometa la seguridad de suministro. Cerrar o disminuir su aportación, sin alternativas viables, de plantas térmicas o nucleares puede derivar en tensiones insostenibles, y sinceramente innecesarias, si no se asegura la resiliencia del sistema. Un buen consejo que es muy útil para cualquier situación en la vida, y por tanto para este caso también, podría ser “todo en su justa medida”. En paralelo, la política energética debe coordinarse con la realidad sectorial. En España, el transporte consume más de la mitad de toda la energía final, y su electrificación sigue siendo muy parcial. Apostar por biocombustibles sostenibles, el hidrógeno verde o una renovación profunda del parque móvil son medidas que pueden ser desarrolladas y promovidas, pero necesitan su tiempo y la involucración de todas las partes interesadas, sin mermar o dejar atrás a nadie, no puede haber perdedores y ganadores en esta transición de forma brusca. Requieren, como ya he señalado, inversión, regulación, incentivos y tiempo.
La transición energética no debe plantearse como un cambio ideológico y abrupto, ni de enfrentamiento, sino como un proceso progresivo, flexible y técnicamente muy medido y planificado"
Si nos centramos en nuestra Región, el cambio energético también ha sido relevante. Entre 2014 y 2024, el mix energético regional ha transitado, desde una mayor dependencia del gas natural (43 %) y derivados del petróleo (34 %), hacia una creciente incorporación de energías renovables, que pasaron de representar apenas el 6-7 % a alcanzar el 39 % del mix eléctrico en 2024. La fotovoltaica ha sido el motor de este cambio, gracias al alto recurso solar disponible. El sector industrial sigue siendo el principal consumidor de energía (43 %), seguido del transporte (33 %), lo que refleja el peso de la actividad productiva y logística en la región. El resto corresponde a hogares, servicios y agricultura. En cuanto al mix eléctrico murciano, el gas sigue teniendo un papel importante (59,7 % en 2024), pero su peso ha disminuido frente al ascenso de la fotovoltaica, que representa alrededor del 32,8 % del total. La eólica, biomasa e hidráulica completan el resto. La industria lidera también la demanda eléctrica, seguida de servicios y hogares, mientras que la electrificación del transporte está también en sus primeras fases.
En cualquier caso, la transición energética no debe plantearse como un cambio ideológico y abrupto, ni de enfrentamiento entre las diversas fuentes, sino como un proceso progresivo, flexible y técnicamente muy medido y planificado. Si se ejecuta bien, estoy seguro de que permite reducir emisiones, fomentar la innovación, generar empleo y asegurar una mayor soberanía energética. Si se hace mal, aumentará los costes, generará tensiones de suministros como las vividas recientemente, frenará la inversión y dañará el tejido industrial. En definitiva, el mix energético no solo debe ser verde, sino también seguro, diversificado y económicamente viable. Porque sin energía, no hay economía. Y sin planificación, no hay transición.
Salvador Marín
Economista
Catedrático Universidad de Murcia