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"Mi dinero no valía y mi huella, que me hacía única, no me identificaba"

Publicado: 04/05/2025 ·06:00
Actualizado: 04/05/2025 · 09:50
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Atrapada en una vorágine de tareas que parecían multiplicarse, resonó en mis oídos, como un timbre, la voz apremiante de mi hijo demandándome dinero para una gestión académica inaplazable. Mi atención se detuvo en un punto perdido del despacho: ¡Lo olvidé¡, ¡no había tiempo que perder!

Decidí hacerle un bizum. Busqué el móvil por el bolso, colgado del sillón; miré por encima de la mesa, entre los papeles desordenados, tentando aquí y allá…, nada. Volví al bolso, y rebusqué hurgando hasta arruinarme la manicura, sin éxito.

Entonces, pensé en una transferencia desde mi ordenador y entré en la aplicación del Banco. Todo iba bien, hasta que un mensaje me pedía que introdujera la referencia enviada a mi Redmi Note. ¡Ah! Sin el móvil no podía completar la operación.

 

¿Acaso significaba que esa tableta de cristal manoseada era un órgano vital?"

 

Dispersa, seguía trajinando con los expedientes, cuando recordé que necesitaba concertar una cita médica. Levanté el fijo de sobremesa, y ¡ah!, el número de la clínica estaba en la agenda de mi dispositivo. Continué con mi rutina introduciendo la contraseña del correo, para ver las últimas entradas, y un cuadro de diálogo en la pantalla me indicó que Microsoft acababa de enviarme un código de verificación al móvil: "Marque almohadilla para confirmar". ¡Nada!, ¡imposible!

La mañana transcurría y, de súbito, advertí que no podía comprobar la climatización de casa, ya que tenía que hacerlo desde la APP del celular (la caldera solía descodificarse emitiendo pitidos incesantes). La situación se volvía desesperante.

Repasé a cámara lenta todos mis movimientos del día anterior con el aparato: la última vez que lo había usado fue respondiendo un WhatsApp de vuelta de la oficina.

Sin más opciones, salí del trabajo hacia casa decidida a localizar el artilugio. Transpirando y con el ritmo cardiaco al trote, paré en la farmacia donde estuve la tarde antes. Entré atropellada y pregunté por el teléfono. El gesto del mancebo me dio la respuesta: no lo había visto. Reemprendí el camino mientras sentía elevarse mi presión sanguínea e hiperventilaba.

Al llegar, mis ojos, como sondas espaciales recorrieron el salón y ¡allí estaba! Encima del mueble. Lo miré llena de júbilo y él pareció alegrarse también, encendiéndose al notar mi presencia. Lo abracé y lo besé.

 

Estuvimos mirándonos fijamente, hasta que él cerró sus párpados. Ahí quedó"

 

Exhausta, me dejé caer en el sofá y comencé a resolver uno a uno todos mis pendientes. La tensión se desvanecía lentamente, como se fuga el aire comprimido de un globo, cuando el estómago me dio un vuelco: si me hubiera olvidado una mano, un ojo, un riñón…, no me habría sentido tan impedida ni experimentado tanta angustia. ¿Acaso significaba que esa tableta de cristal manoseada era un órgano vital?, ¿una prótesis indispensable?, ¿una extensión de mí misma?... Los hilos de sudor que recorrían mi cuerpo se enfriaron, convirtiéndose en estalactitas de hielo que me oprimían al respirar. Alarmada, lancé el dispositivo sobre el asiento contiguo y, como si entendiera mi gesto, se encendió proyectando en mí su pantalla luminosa. Estuvimos mirándonos fijamente, hasta que él cerró sus párpados. Ahí quedó.

Pero… el guion no había hecho más que empezar.

En los días siguientes acudí al gimnasio y, tras pulsar una y otra vez el sensor, no se giraba el torno de acceso. Esperé un rato hasta que un monitor, al verme, salió y me dijo que utilizara el móvil.

 

— ¿Cómo? —pregunté confundida—. No lo llevo…

—Te hemos instalado un QR en el celular. Ya no vale la huella —me respondió.

—Pero… ¿cuándo?, ¿cómo?—balbuceé.

—A distancia. Hoy te abrimos manualmente, pero en adelante no podrás entrar sin él.

 

Desorientada, atravesé la pasarela hasta la sala, recordando un episodio sucedido con el cerramiento de casa, en el que el cerrajero me dijo que los bombines ya no se reparan, que debía instalar un sistema con APP en el móvil. Di la clase de Boompa y no volví a cuestionar estos incidentes, aunque asomaban a mi mente como nubecillas de verano.

En otra ocasión, en la terminal del supermercado, con una barra de pan y un brik de leche en la mano, ofrecí a la cajera un billete de 50 euros. Ella, con desconcierto y ademán arisco, movió la cabeza. Intenté con moneda más pequeña, pero no encontraba ninguna. De nuevo me arruiné, sin suerte,  la manicura. Entonces, sugirió:

 

—Págamelo con el móvil.

—¿El móvil? —pregunté ingenuamente.

 

Puso cara de encurtido y, en tono de impaciencia, respondió:

—¿No tienes la APP?

—¿La APP…? —tartamudeé, intimidada por las miradas singulares que me lanzaban los que se alineaban en la cola.

Al final, encontré una visa y ¡pude llevarme la compra!

Siempre pensé que verse sin dinero sería una situación embarazosa, pero nunca imaginé pasar apuros por llevar de más para pagar. Experimente una sensación desconocida, algo parecido a la confusión dentro de un sueño.

Pero al guion le faltaba todavía un capítulo...

La tarde siguiente, sonó el timbre del telefonillo: "Amazon", respondieron al otro lado, ¡Qué alegría, lo estaba esperando! En el umbral de la puerta un repartidor con mono azul, sosteniendo un paquete, consultaba mi identidad.

 

—¿Dónde firmo? —pregunté, extendiendo la mano hacia el embalaje.

—Tengo que confirmar la entrega —contestó sin soltar el encargo.

—¡Ah!, ya —dije, mostrándole mi DNI.

—No, su identificación tiene que hacerla a través del móvil.

—Pero ¿cómo? Soy yo. Esto es un documento público —insistí con firmeza—. Mientras él anotaba en su dispositivo digital "Desconocido”, corrí al ordenador, a la web de Amazon, para identificarme, pero me dijo que no: que tenía que hacerlo desde el móvil.

 

Fui por el teléfono, y en la pantalla aparecía un icono desconocido. Con la ayuda del chico, tecleé donde dijo, y finalmente me dejó el pedido antes de marcharse.

Cuando recibo un envío, dejo todo, desgarro el envoltorio y disfruto el momento de la novedad. Esta vez no fue así. Me senté y envuelta en una nausea infinita, las reflexiones se agolpaban: mi dinero no valía, mi huella, que me hacía única, no me identificaba y mi Documento Nacional de Identidad tampoco. En medio de una emoción extraña, como si el mundo se volviera surrealista, la metáfora que me había hecho sonreír, días atrás, ahora electrizaba mi piel:

"Y hacía que, a todos, a pequeños y a grandes, a ricos y a pobres, a libres y a esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha o en la frente; y que ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviera la marca, o el ..." (Apocalipsis 13:16-17).

Una espiral de peligro inminente me recorrió: ¿Acaso mi identidad ya no era mía, sino una sombra digital cautiva y controlada por otras fuerzas?

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